Nos descuajaringamos con las risotadas.
No sé qué haría sin ella. Hace tiempo perdí la confianza en la personas. Me llevé un par de meses casi sin hablar con nadie. Hasta que conocí a Sara. Me hizo comprender que todas las personas no son iguales y que no debo cerrarme al mundo. No le doy las gracias todo lo que debiera. Este es un momento como otro cualquiera, así que me tiro sobre ella, la abrazo y me la como a besos. Las dos rodamos por la alfombra.
—Te quiero, te quiero, te quiero.
Suena el teléfono y descuelgo sin mirar, todavía recuperándome del esfuerzo.
—¿Si?
—No me cuelgues.
—Treinta segundos —apunto seria.
Me pongo de pie.
—Lo siento. Creí que sólo éramos amigos. Dejaste bien claro que no teníamos nada serio.
—Y no lo teníamos, Jose. Deja de culparte por ello. Pero no quiero volver a verte. Hazme un favor y olvídate de mí.
—Yo sólo...
—Tú sólo te tiraste a otra —lo corto.
—Pero...
—¡Pero nada, joder! Éramos amigos. Cuando te conocí, te pedí sinceridad. Yo fui sincera contigo. No pedí exclusividad, pedí respeto.
Silencio.
—Olvídalo. Pasamos un buen rato. Lo pasamos bien.
—No me eches de tu vida, Dani...
—Te has ido tú. No me hagas responsable de tus actos —y cuelgo.
Hace mucho tiempo decidí que no volverían a hacerme daño y, aunque no siempre lo consigo, intento que no me afecten demasiado las cosas. Para ello tengo una pócima mágica, es una mezcla de no dejar entrar a nadie nuevo en mi vida, desconfianza, no esperar nada de nadie y, la más importante, que le den por culo a todo dios.
Hace tres meses conocí a Jose. Hasta hace unas semanas nos acostábamos cuando nos venía en ganas, pero una noche decidió tirarse a una rubia con tetas de goma y labios llenos de bótox en el baño de un bar mientras yo pedía nuestras copas. Eso no se hace. Entendámonos. No acordamos exclusividad, pero, ¡coño!, ¡un poco de respeto en esta puta vida! Después de follarse a la tía, viene y me besa como si nada, pero, como soy muy viva, se lo noté en la mirada. En eso y en que olía a sexo, estaba despeinado, tenía el cuello lleno de carmín y la bragueta bajada. ¡Ah! y en que la rubia había salido tras él del baño y nos miraba con una cara mezcla de satisfacción y burla. Blanco y en botella.
Hay que ser gilipollas. Es un hombre, sólo digo eso.
Le di un guantazo. Creo que aún tiene mi mano señalada en la cara.
Que le den.
Y como tengo el corazón blindado, pues a otra cosa, mariposa.
A las cinco y media de la tarde mi 'Club de la comedia' sigue sentado en la cocina trazando el plan.
—Vale, tú esperas en la habitación —me dice—. Yo abro la puerta —gesticula teatralmente—, si me doy cuenta de que es un loco asesino, se la cierro en las narices. Si empiezo a chillar, es que no me ha dado tiempo y está intentando matarme. En este caso, sales con el espray de pimienta y le rocías la cara con él. Si es un friki de la galería, le doy las gracias por venir y le digo que estás enferma. Si es un dios griego —enfatiza—, ¡oh! ¡dios mío! y espero que lo sea, le digo que pase, le ofrezco algo de beber y que espere en el salón mientras voy a darte la enhorabuena por la suerte que tienes, zorra —sonríe.
—Perfecto, no hay ningún fleco suelto.
Me sudan las manos. Llevo puesto un vaquero azul roto por las rodillas, unas Nike Crossfit blancas, una camiseta gris con el cuello caído hacia un lado en la que pone con letras plateadas "J’aime l’art", una pañoleta gris oscuro y una chaqueta verde militar dos tallas más grande. El pelo liso en una cola alta informal y los labios pintados de burdeos mate. Me miro en el espejo, estoy perfecta, pero debería darme igual porque no sé ni con quién he quedado. Bueno, por si las moscas.
Miro el reloj. Las seis menos cinco de la tarde. Suspiro.
Me siento en la cama. Suspiro.
Miro mis zapatos. Me tiro de espaldas sobre el colchón. Suspiro.
Enciendo la pantalla del móvil. Las seis en punto. Me levanto de un salto. Me enfado.
Me enfado mucho. Y me digo a mí misma que ahora mismo voy a terminar con esta tontería. Ni una locura más. Ese tal Alex puede ser cualquiera, un psicópata asesino, por ejemplo. O puede ser una broma. Alguien que tiene un humor muy, pero que muy negro.
Se acabó. Freno en seco mis vueltas por la habitación y voy a girar el pomo cuando este se abre y veo la cara de sorpresa de Sara que con una sonrisa me dice:
—Opción c, el dios griego.
Salgo despacio y me dirijo al salón. Sara viene detrás. Casi no hacemos ruido al andar. Al llegar, no veo a nadie en él. Giro el cuello ciento ochenta grados y junto a la ventana observo a una persona de pie mirando a través de ella. Debe medir al menos un metro noventa, la espalda ancha, hombros y brazos robustos, culo de impresión, piernas atléticas... «Madre mía, el dios griego. Si le acompaña la cara, me lo quedo!», pienso intentando disimular los nervios. Para mí es muy importante el tándem cara–culo, no es ningún secreto.
Como él no se percata de nuestra presencia y yo estoy petrificada, Sara decide tomar la iniciativa, carraspea y el dios griego se gira y atrapa mi mirada, penetrando hasta lo más profundo de mi ser. Me siento intimidada, casi violada, son sólo unos segundos, pero mi cuerpo se electrifica. Son los ojos más azules y excitantes que he visto nunca...
Espera, estos ojos los he visto yo antes...
—Dani —esa voz ronca…
Silencio.
Sara me da un pequeño empujón.
—Ho... hola..., señor Fernández.
5
NO ME LO PUEDO CREER
Sara decide hacer mutis por el foro y desaparecer. Después le daré las gracias, justo antes de matarla. Vale, quedamos en que si era un dios griego, nos dejaría a solas, pero en realidad no lo conozco de nada. Si sumo los segundos de las tres veces que lo he visto, no creo que superen los cuatro minutos.
Más adelante será evidente, pero advierto que, cuando estoy nerviosa, suelo meter la pata o, por lo menos, me las doy de enterada, no puedo cerrar la boca. No filtro.
—Vaya, sin chaqueta y sin corbata, no te reconocía —me cruzo de brazos—. ¿Te ha mandado Fernando para comprobar que no me han violado, no estoy tirada en un cubo de basura, mi hígado aún funciona y estoy a salvo en casa? Si es así, te puedes ir. Estoy viva. Me encuentro bien, bastante bien.
Silencio.
—Dile que se meta en sus asuntos, ¡joder! —sigo. Se está pasando. Estoy cada vez más cabreada y cayendo en la cuenta de que no tiene pinta de ser el recadero de nadie, sino todo lo contrario. Decido callarme.
Sin dejar de mirarme y con el semblante serio, empieza a dar pasos hacia adelante acortando la distancia que nos separa como un león acorralaría a su presa. Cuando está a medio metro de distancia, para. No hemos dejado de mirarnos. Ahora aprecio más su altura, no le llego ni a los hombros y tengo el cuello totalmente erguido para no perderme detalle de la profundidad de su mirada.
Inspiro. ¡Dios, qué bien huele! Menta fresca y brisa de mar.
Lleva unos vaqueros Gucci azules, unas zapatillas Nike blancas, una camiseta negra Hermes ajustada al pecho y una chaqueta sport gris Versace . La verdad es que este hombre impresiona. Y, por supuesto, juega en otra liga respecto a ropa se refiere. Compruebo que tengo la boca cerrada. Es extraordinario.
—No me ha enviado Fernando. Aunque estaría bien que alguien se preocupara por ti, no eres una niña —dice airado. Tensa la mandíbula.
Se cree mi padre.
—Ya..., no me jodas.
—Aún no.
¿He escuchado lo que creo que he escuchado? ¿Ha dicho que aún no me ha jodido? ¿Me piensa joder en algún momento? ¿Y en qué sentido? Sigue mirándome fijamente y yo ya he dejado de respirar. Creo que estoy a punto del desmayo por la falta de aire, entonces me coge la mano y tira de mí.
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