Damián Pachón - Política para profanos
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No será posible otra voluntad que la del pueblo todo (y puesto que todos deciden sobre todos, cada uno decidirá sobre sí mismo), puesto que nadie estará dispuesto a injuriarse a sí mismo […]. Con respecto a un pueblo, lo que éste no puede decidir sobre sí mismo, tampoco puede decidirlo el legislador. (pp. 64-167)
Son, pues, las mismas palabras de Rousseau. Por otro lado, tenemos que referirnos al segundo concepto fundamental para poder escudriñar los aspectos totalitarios del pensamiento de Rousseau: la soberanía. Esta se asimila con la voluntad general:
La soberanía, o poder del cuerpo político sobre todos sus miembros, se confunde con la voluntad general, y sus caracteres son los mismos de esta voluntad: es inalienable, indivisible, infalible, absoluta. (Chevalier, 1997, p. 140).
Es decir, la voluntad general es la soberanía misma, es, ante todo, un poder. Este concepto, como es bien sabido, fue propuesto en el siglo XVI por Jean Bodin (o Bodino) en sus Seis libros de la República de 1576, si bien algunos teóricos de la política lo sitúan en la Edad Media. Sin embargo, su caracterización, su definición, es típicamente moderna, y está relacionada con el surgimiento del Estado en la modernidad, a partir, justamente, del siglo XVI, en el cual se está empezando a consolidar el Estado de la mano de la burguesía, tal como puede verse, en el caso de Maquiavelo, en la tesis doctoral de Max Horkheimer de 1930 titulada Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia (1995)2.
El libro de Bodin fue una respuesta a las matanzas de la Noche de San Bartolomé de 1572. En él, se teorizó la soberanía para poner de presente la necesidad de someter bajo La República (ciertamente no en el sentido de la modernidad, sino como cosa común, pública) los conflictos religiosos. De ahí la necesidad de una soberanía fuerte: absoluta, indivisible, simple y perpetua, encarnada en el príncipe, en el monarca (Chevalier, 1997). Estas características de la soberanía son las que aparecen en El contrato social de Rousseau.
Es a partir del «Libro ii» de El contrato social, publicado en 1762, donde Rousseau aborda el tema de la soberanía. En primer lugar, la soberanía es inalienable, es decir, que no se puede ceder. Rousseau sostiene que solo el poder se cede, la voluntad no. Esto quiere decir que la soberanía siempre pertenecerá al pueblo, en lo cual hay un rechazo a la democracia representativa, a la irresponsabilidad absoluta del legislador y del gobierno, quienes no son más que comisarios del pueblo, sus funcionarios, tal como sostiene Rousseau en el «Capítulo VII» del «Libro II» y en el «Libro III». Por lo demás, aquí no hay cesión de los derechos a un gobierno, ni hay contrato de sumisión como en Hobbes. En segundo lugar, la soberanía es indivisible. Esto reafirma el hecho de que la soberanía es una, compacta, que no se puede dividir, lo que implica el rechazo a la teoría del gobierno mixto creada por Polibio y retomada por Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En este aspecto, Rousseau sigue a Bodin y a Thomas Hobbes. Sin embargo, Rousseau tiene en cuenta a dos teóricos cercanos: a Montesquieu y a John Locke. Ellos habían expuesto ya (con diferencias) la teoría de la división de poderes —que a mi parecer tiene sus orígenes precisamente en la teoría del gobierno mixto—. Por eso también Rousseau se refiere a esos poderes, sin embargo, estos «poderes» no implican una división de la soberanía, sino una emanación de ella. La emanación es una irradiación de la soberanía misma, en la cual esta no se desdibuja, ni se divide, ni se des-hace en partes. Eso le permitió a Rousseau burlarse muy gráficamente de la división de poderes y de la teoría del gobierno mixto:
[…] hacen del soberano un ser fantástico y formado de piezas ajenas; es como si compusieran a un hombre con varios cuerpos, de los cuales unos tendrían ojos, otros brazos, otros pies, y nada más. Dicen que los charlatanes del Japón despedazan a un niño a la vista de los espectadores; luego echando al aire todos sus miembros unos a otros, vuelve a caer el niño vivo entero. Tales son aproximadamente, los juegos de manos de nuestros políticos; después de desmembrar el cuerpo social con una prestidigitación digna de feria, vuelven a juntar las piezas no se sabe cómo. (Rousseau, 1985, p. 174)
En el «Capítulo iii» del «Libro II» se pregunta Rousseau: «¿Puede errar la voluntad general?» La respuesta es negativa: «La voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública». Esto quiere decir que la voluntad general, que la soberanía no se equivoca, sino que tiene la verdad, la justicia y la rectitud; es, como se llegó a pensar del papa, infalible. Rousseau también acude a la mayoría, pues esta siempre tiene la razón. Asimismo, se refiere en esta parte al engaño del pueblo y, a mi parecer, se adjudica ese engaño a la existencia de facciones en el interior del pueblo. Es decir, las fracciones buscarían imponer sus intereses particulares, privados, desdeñando y pasando por encima del interés público y del bien común, de ese bien que siempre guía a la voluntad general, pues sería imposible que el pueblo mismo buscara el mal para sí, que buscara autoperjudicarse. Dice Rousseau (1985): «Para tener el verdadero enunciado de la voluntad general, importa que no haya sociedad particular dentro del Estado» (p.176); esto es, en terminología moderna, que no haya partidos, intereses distintos, diversos y variados.
Por último, la soberanía es absoluta. Esto quiere decir que por encima de ella no hay otro poder, y que el Estado necesita un poder universal, una capacidad para someterlos a todos, lo cual, en últimas, significa que el pueblo se somete absolutamente a sí mismo, se da sus leyes, no obedece a nadie más que a sí mismo. Por eso, es necesario que todos se sometan a la voluntad general, que no quede nadie por fuera, que «el que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo», como dice en el epígrafe que abre este escrito.
Para Rousseau la voluntad general se expresa en la ley, la cual no puede ser particular, sino general y abstracta: la soberanía da la ley. Y como el pueblo rara vez sabe lo que quiere, es necesario que alguien lo haga por él. Dice Rousseau:
¿Cómo una multitud ciega, que a menudo no sabe lo que quiere, porque no suele saber lo que es bueno para ella, ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tan difícil, como es un sistema de legislación? El pueblo por sí mismo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve por sí mismo […] el público quiere el bien que no ve. Todos necesitan guías. […] He aquí la necesidad de un legislador. (1985, p. 183, énfasis agregado)
En Rousseau encontramos, pues, el típico temor al pueblo, la típica desconfianza en su juicio, sus capacidades, en últimas, en la necesidad de una especie de tutelaje. Esto es lo que ha llevado al rechazo de la democracia y a la legitimación del aristocratismo, del gobierno de los mejores. De hecho, sabemos que Rousseau consideró la democracia como impracticable. Él optó por la aristocracia como su forma favorita de gobierno, si bien sostuvo que la monarquía o la democracia, por ejemplo, podrían ser adecuadas, pero dependían de condiciones específicas, entre ellas, la extensión del territorio y el número de pobladores, así como su riqueza. En este caso —refiriéndose a las formas clásicas de gobierno, y de cuál sea la mejor— no hay en Rousseau fórmulas ni sentencias definitivas.
Esa desconfianza en el pueblo —que recuerda a Nietzsche (2000a) cuando decía, con Voltaire: «Cuando el populacho quiere razonar todo está perdido», en el capítulo «Ojeada sobre el Estado» de Humano demasiado humano— hace necesario un legislador, el cual debe ser una especie de hombre cualificado, especial, una especie de vidente que sabe lo que el pueblo requiere; debe ser una especie de Dios: «Para dar leyes a los hombres harían faltas dioses» (1985, p. 184). Rousseau está pensando en Solón, Licurgo o Moisés, por ejemplo. El legislador también es «en todos los aspectos un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no menos debe serlo por su función» (p. 184). Aquí es necesario recordar nuevamente que el legislador no es un representante del pueblo, pues la soberanía no puede ser representada; es, por decirlo así, un funcionario de la voluntad general, su voz misma, que no puede legislar para intereses particulares, sino buscando el bien común, el bien general que solo la voluntad, lógicamente, querrá darse a sí misma.
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