Para ampliar este punto, permíteme recapitular la historia de Mark con el tocadiscos, cuando primero bailó con alegría y luego se burlaron de él por ser alegre. Mark utilizó ese episodio como metáfora para describir un patrón repetido de interacciones en su familia y su efecto en él. Ofrece una imagen completa de todos los elementos del campo de fuerza del cambio, y una narración sobre cómo la decepción puede conducir a la falta de fe en uno mismo.
Cuando Mark empezó a bailar, actuaba con base en la información de sus emociones. Y eso requería mucha fe, pues tenía información de que las cosas no acabarían bien si se dejaba guiar por sus emociones. Así que en ese momento, invirtió una cantidad significativa de credibilidad en sí mismo como fuente de información. Una parte de él conocía los peligros del baile y de arriesgarse a expresar de forma abierta su plena autonomía en el mundo (su única capacidad de moverse de forma espontánea y con alegría al ritmo de la música) y sabía que podía acabar en catástrofe. Pero esperaba un minuto de alegría en una vida sin ella, su anhelo de diversión pesaba más que su preocupación por el probable castigo por su gesto autónomo. Como esperaba, en ese momento se sentía bien bailando, por encima de la típica negación de su propia autonomía.
Pero, de nuevo, Mark no podría haber actuado con su esperanza si no tuviera fe en que sus emociones contenían información válida de una persona en la que podía confiar (es decir, él mismo). Cada movimiento que hacía, confiando en su fuente creíble de que estaba bien hacerlo, era una subida a esa cima de aspiraciones, desde la cual la caída hacia la decepción se hacía más profunda cuanto más alto subía. La dura respuesta de su padre lo hizo caer. Y cuando experimentó la profunda decepción de su caída, aprendió un par de lecciones paralizantes: que es mejor desconfiar de la persona que envía esas señales emocionales para actuar (su propio yo, en otras palabras), y que es peligroso ser una persona autónoma, espontánea, esperanzada y fiel. Aprendió que quedarse quieto era mucho más seguro que bailar. Al igual que la inmovilidad tónica, esa postura congelada que adoptan los animales para escapar del peligro: permanecer igual, rígido y en su sitio, fue el refugio de Mark.
R. D. Laing, un importante y controvertido psiquiatra, tenía un término para esta posición congelada que asumía Mark: petrificación. Para Laing, la petrificación, resultado de una profunda inseguridad, es una “ley general que consiste en que, en algún momento, los peligros más temidos pueden ser englobados para prevenir que ocurran en realidad”. Así, renunciar a la propia autonomía se convierte en un medio para salvaguardarla en secreto; hacerse el flojo, fingir la muerte, se convierte en un medio para preservar la propia vida”. 21
Petrificación: ¿crees que esta idea se parece mucho a seguir igual? Así es.
La petrificación y permanecer igual
El acto de petrificación que describe Laing puede rastrearse hasta la cuna, así como la esperanza de sustento y calidez y el terror a no ser alimentado. Cada vez que un bebé llora, actúa según su instinto (sensación de hambre, necesidad de calidez) y también actúa con base en la esperanza, pidiendo lo que necesita y llorando con el dolor de no tenerlo. Cuando los psicólogos estudiaron por primera vez la relación afectiva entre los niños y sus madres (entonces sólo las madres), dieron un nombre a un tipo de depresión que se producía cuando las necesidades del bebé no se satisfacían con regularidad: depresión anaclítica 22(“anaclítica” significa el anhelo de recibir atención de un cuidador (con raíces en la palabra griega que significa “apoyarse”, “depender”). La depresión anaclítica se caracteriza por una severa resignación.
Los bebés que han sufrido la ausencia de sus padres, que reciben todas sus necesidades físicas (alimentación, ropa, atención médica), pero no conexiones emocionales fiables, parecen afligidos. A finales de la década de 1940, el psicólogo René Spitz visitó un hogar de niños abandonados, un orfanato para bebés cuyos padres estaban en la cárcel o no podían cuidar de ellos. 23El personal era responsable y comprometido, pero no podía proporcionar a cada bebé la respuesta emocional que cada uno de ellos requería. Las fotos y las películas que hizo Spitz son devastadoras, incluso hoy en día. Muchos bebés aparecen inconsolables en su desolación, llorando de forma parecida a la reacción de duelo de un adulto. Y peor aún eran los que mostraban una lánguida resignación. Comúnmente, esta incapacidad de ver satisfechas sus necesidades emocionales, de verse defraudados en sus peticiones de conexión, deprime el crecimiento físico (una condición llamada enanismo por privación), así como la enfermedad e incluso, trágicamente, la muerte.
Los trabajos relacionados 24, 25sobre los estilos de apego muestran, de forma menos grave pero igual de dramática, lo que les ocurre a los bebés cuya esperanza no verbalizada de conexión no se hace realidad de forma fiable. De hecho, se puede observar esta resignación de forma directa en el comportamiento de los bebés que han sido privados de calor y alimento: una trágica renuncia, ya que se apartan de sus padres cuando éstos entran en una habitación y suelen rechazar su alimento emocional (también llamado apego evasivo). En los casos graves, estos niños y bebés se resignan por completo, se mueven poco y no responden a nada. “Fracaso en el desarrollo” es la etiqueta que se les aplica de manera acertada cuando esto ocurre.
Aunque las típicas decepciones que puedes sentir cuando intentas hacer un cambio personal no son tan traumáticas como la devastadora experiencia de los niños con carencias, sigues participando en una versión de esto cuando te arriesgas a esperar, dependes de tu fe para actuar y potencialmente descubres que no puedes conseguir lo que necesitas. Y cuando te arriesgas a pedir ayuda e intentas que se satisfagan tus necesidades, y las cosas no salen como esperabas, tu tendencia se dirige a algo parecido a las posturas anaclíticas y evasivas: quedarse en el mismo lugar, no moverse. Te apartas del alimento de la fe para evitar el dolor de la decepción, te congelas.
Digamos que anhelas encontrar pareja. Ha pasado un año desde una ruptura muy mala, y has sido tímido a la hora de volver a intentarlo. Pero al final te apuntas a un sitio web de citas y descubres a alguien interesante. Tienes una primera cita con esa persona y vuelves a casa entusiasmado con la posibilidad de una relación. Sientes que esa persona es la adecuada para ti; lo sabes en tu interior. Y te permites tener esperanzas, dejando que tu entusiasmo haga brotar escenarios románticos imaginados. Pero entonces esa persona no te devuelve las llamadas ni los mensajes. Te quedas destrozado; la profundidad de tu decepción coincide con el nivel de tu esperanza. Si no hubieras confiado en tus emociones en primer lugar, no habrías designado con entusiasmo a esta persona como alguien que querías y necesitabas en tu vida. Pero ahora que has dado importancia a esta persona, el fracaso de la relación hace que tu deseo de tener una pareja sea aún más descarnado y apremiante. ¿Por qué me he dejado llevar por mis emociones? , te preguntas.
Aunque sólo se trate de un primer intento, no puedes evitar cuestionar tu capacidad para encontrar a alguien. Sin embargo, sigues intentándolo. La próxima vez que entras en la web y conoces a alguien con perspectivas reales, tu instinto te dice que esa persona parece la adecuada. Pero también te dices a ti mismo que te lo tomes con calma, que no te lances . Tienes varias citas con esa persona. Pero al no tener confianza en lo que te dicen tus emociones, y preocupado por sentir esa horrible sensación de decepción que tuviste la última vez, te muestras reticente, distante. De hecho, cada vez que te sientes un poco emocionado por esta nueva perspectiva, empiezas a cerrarte emocionalmente. La última vez, tus emociones te dominaron; esta vez no lo harán.
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