Al tener en cuenta todos los horribles abusos que Mark sufrió de niño, este incidente parecía menor. Sin embargo, expresó un motivo central en nuestro trabajo terapéutico, y se convirtió en algo a lo que volvíamos una y otra vez, como metáfora de las experiencias que Mark seguía teniendo como adulto. Cuando Mark bailaba al ritmo de esa música, buscaba sentimientos que rara vez intentaba alcanzar, pero que en realidad son esenciales en la infancia: el juego, la naturaleza, la alegría, la espontaneidad, la fantasía. Por un momento, Mark había emprendido el vuelo, y la caída hizo que ese vuelo resultara peligroso. De repente, su don para la alegría y la libertad se convirtió, para él, en un lastre. Su historia trataba del profundo dolor que sufrimos cuando la esperanza nos arroja a la vida sin escudo, al intentar alcanzar lo que necesitamos. Y entonces nos sentimos heridos en este estado tan vulnerable. Era una historia sobre la desesperación y la desesperanza. Se convirtió en un motivo de nuestra terapia porque él notó cómo estos sentimientos bloqueaban su capacidad de esperanza. También hizo que Mark dudara de forma constante de sí mismo y de los demás.
Creo que en el centro de la esperanza se encuentra una actitud de confianza sin certeza, algo de lo que Mark careció en su edad adulta, un vacío que hizo trizas sus experiencias. Se trata de una creencia en uno mismo, en los demás y en el cosmos, sin pruebas ni certeza en la fiabilidad de esta creencia. Así es como la esperanza te saca de la desesperación y la incertidumbre; explica por qué estás dispuesto a arriesgarte a fracasar cuando tienes esperanza: posees una sensación de confianza en que pasar al otro lado de la desesperación vale la pena, que puedes manejar la incertidumbre y que, si te caes, seguirás intacto y podrás recuperarte. Hay una segunda parte del concepto de esperanza de Snyder que apunta hacia ese tipo de confianza. Lo llama “pensamiento de voluntad”.
Pensamiento de voluntad y autoeficacia
Para Snyder, la esperanza no sólo consiste en encontrar caminos. También es la capacidad de “motivarse a sí mismo mediante el pensamiento de voluntad para utilizar esos caminos”. El pensamiento de voluntad, según Snyder, es una especie de confianza en el propio dominio: “Las personas con mucha esperanza”, escribe, “adoptan frases de voluntad, de conciencia de uno mismo como ‘puedo hacerlo’ y ‘soy imparable’”. 10Las personas esperanzadas, en otras palabras, no sólo saben a dónde quieren ir y cómo llegar allí (y trabajan de forma innovadora para sortear los obstáculos en el camino) sino que creen que tienen los medios para hacerlo. Es justo la falta de este pensamiento de voluntad (causada por todos los momentos en que la esperanza le falló cuando era niño) lo que Mark pensó que quería en su vida adulta.
El trabajo del psicólogo social Albert Bandura aborda este tipo de confianza y lo llama “autoeficacia percibida”. Como dice Bandura, la autoeficacia es “la creencia que tienen las personas en sus capacidades para producir niveles designados de rendimiento que ejercen influencia sobre los acontecimientos que afectan a sus vidas.” “Un fuerte sentido de la eficacia”, escribe Bandura, 11“mejora la realización humana y el bienestar personal de muchas maneras.”
Las personas con una gran seguridad en sus capacidades abordan las tareas difíciles como retos que hay que dominar y no como amenazas que hay que evitar… Se fijan objetivos desafiantes y mantienen un fuerte compromiso con ellos mismos. Aumentan y mantienen sus esfuerzos ante el fracaso. Recuperan con rapidez su sentido de la eficacia tras los fracasos o contratiempos. Atribuyen el fracaso a un esfuerzo insuficiente o a unos conocimientos y habilidades deficientes, pero que pueden adquirir. Abordan las situaciones amenazantes con la seguridad de que pueden tener control sobre ellas.
Es difícil imaginar que actúen realmente con esperanza sin tener también percepción de autoeficacia. Para avanzar, debes creer en ti mismo, y creer que puedes moldear al mundo.
Los conceptos de pensamiento de voluntad y autoeficacia me llevan a otro término que, al igual que la esperanza, se asocia más con los sermones religiosos que con las conferencias de ciencias sociales: la fe. La fe es un tipo de confianza que podría basarse en hechos, pero que al final se fundamenta en la creencia. No se puede actuar realmente con esperanza sin fe ; en uno mismo, en los demás y en el mundo.
La fe, a diferencia de la esperanza, aún no ha sido desarrollada por la psicología. Esto es lamentable, porque creo que la fe es una parte central de nuestras fuerzas motrices hacia el cambio. Tal y como yo lo veo, no se puede tener una esperanza plena (esperar cosas buenas y avanzar hacia ellas a pesar de las dificultades y de un futuro desconocido) sin la confianza implícita de la fe. Decirte “puedo hacerlo” y sentir que puedes influir en tu mundo requiere el tipo de confianza en ti mismo que no se basa sólo en hechos, sino en creencias.
Al igual que la esperanza, cuando actúas con fe, te arriesgas; das un salto. Cuando das un salto de fe te arriesgas a que tu confianza sea errónea o simplemente equivocada.
TERCERA LEY DEL CAMBIO PERSONAL:
LA FUERZA MOTRIZ DE LA FE
Y EL PODER RESTRICTIVO DE LA IMPOTENCIA
Si la esperanza es el anhelo de algo que has designado como importante y de lo que sientes que careces, entonces la fe es el mensaje de que tienes la capacidad de alcanzar esa cosa importante. Es difícil, si no imposible, avanzar en la esperanza sin tener también fe.
Solemos hablar de esperanza y fe como si fueran conceptos intercambiables. Pero no lo son. De hecho, ambos son muy diferentes, aunque cada uno forme parte del otro.
He aquí una historia de mi propia práctica que creo que ilustra la diferencia entre la esperanza y la fe, y cómo estas diferentes experiencias están intrínsecamente entrelazadas. Se trata de Bridget y sus padres, un trío extraordinario con una extraña capacidad para mantener intacta su confianza, sin importar sus decepciones.
“Le confiaría mi vida”
Bridget era una mujer de 25 años, muy inteligente, y con una creatividad extraordinaria. Diseñaba su propia ropa, realizaba cortometrajes documentales y organizaba fastuosas y caprichosas fiestas con sus numerosos amigos. Diagnosticada con trastorno bipolar, también experimentaba largos periodos de manía aguda, un síntoma caracterizado por una gran exuberancia y una sensación ilusoria de invencibilidad. En su fase maníaca, Bridget se comportaba de forma que corría un riesgo importante, como acostarse con extraños, viajar largas distancias en su coche mientras bebía y, en una ocasión, entrar sin permiso en un parque de atracciones. Entraba y salía de los hospitales psiquiátricos durante estas fases maníacas, y era incapaz de mantener un trabajo o terminar la universidad. Pero, de alguna manera, Bridget seguía adelante, sin dejar de crear, con resultados brillantes.
A diferencia de muchas personas con las que trabajo que han entrado y salido de centros de tratamiento, Bridget no tenía una visión negativa de sus problemas relacionados con el estado de ánimo. No es que fuera arrogante en cuanto a los riesgos que corría cuando era maníaca. Pero también sentía que sus estados de ánimo “le daban mensajes claros sobre la vida” y, aunque a veces eran extremos, “siempre daban en el blanco con respecto a la realidad”. Quería ayuda para controlar sus estados de ánimo, pero también decía a cualquiera que quisiera escucharla que “no renunciaría a ser bipolar por nada del mundo”.
Me reunía con regularidad con los padres de Bridget mientras lidiaban con su casi persistente estado de crisis. Sus padres eran muy parecidos a ella. Nunca parecían estar demasiado disgustados cuando volvía a ingresar en el hospital, y siempre esperaban al día siguiente como una nueva oportunidad para enderezar las cosas. Cuando algo salía mal, buscaban con energía soluciones y nuevas ideas. El mantra de su madre era: “Siempre hay un camino”.
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