María Antonia Quesada - El ingenio de los mediocres

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Hay verdades que dichas en un momento inoportuno provocan incendios. Así piensa Nino González, que prepara el relevo generacional en la empresa familiar que dirige. Todos consideran a Carmen, la menor de sus dos hijos, la más adecuada para sustituirlo, hasta que la muerte de Iluminado Arlaiz, suegro de Nino, trunca los planes y pone al descubierto una venganza que mueve a Carmen a indagar en la historia familiar. Los secretos que todos ocultan pondrán a prueba la estabilidad del grupo empresarial y de cada uno de sus miembros.
El ingenio de los mediocres narra el devenir de tres generaciones marcadas por los avatares políticos y económicos de nuestra historia reciente y compone un relato cuyos giros argumentales y estilo literario atrapan al lector de principio a fin.

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Sé que la decepcioné profundamente y que nunca respondí al prototipo de hija de buena familia que ella deseaba; mi amistad con las amigas del colegio en Burgos y Pamplona, actualmente todas casadas y con hijos, se esfumó en cuanto nos fuimos a Madrid: descubrí otras formas de vivir y forjé amistades con gentes muy distintas de las que hasta entonces había conocido. A pesar de que todo resultara más duro, diría que más áspero, era tan real y tan vívido que durante unos años olvidé mis complejos y me sentí más cercana al vigor con que mi padre absorbía la existencia que a la melancolía con que mi madre dejaba pasar sus días.

Aun así, hay actitudes que ahora veo con más objetividad y entiendo que para ella fuera muy difícil mantenerse equidistante intentando no quemarse entre esos dos fuegos que eran mi padre y mi abuelo, sin que ninguno de los dos fuera capaz de calibrar el daño que le hicieron. Eso explica que hubiera etapas en las que ella se inclinaba hacia el lado paterno, para acercarse a Nino de nuevo después de pasado un tiempo. Me pregunto hasta qué punto eran sinceras esas reconciliaciones de mis padres, seguidas siempre de la abrupta interrupción de la visita mensual a Saldisetxea.

El abuelo echaba mano de cualquier pretexto, un papeleo o una revisión médica, para romper el hielo y recabar la presencia de su hija. A mamá siempre le sobraron los motivos para acudir a la casa de sus padres y, sin embargo, en los meses previos a su enfermedad, a raíz del intento de reconciliación más serio que hubo entre mis padres y del que yo fui testigo, se mostró por primera vez desapegada con el abuelo, que por entonces ya había enviudado y la necesitaba más que nunca. Alguna vez he tratado de abordar esta cuestión con Nino, ahondar en ese cambio de actitud inexplicable de mamá, pero se resiste a hablar de la misma forma en que yo tengo algunos asuntos que reservo para mi estricto ámbito privado y sobre los que me vuelvo escurridiza como una anguila cuando papá intenta abrir esa puerta que yo he cerrado con una llave después de tirarla al fondo de una sima a la que no me quiero ni asomar. ¿Para qué decirle la verdad si no lo entendería? A veces es preferible callar para no hacer sufrir a nadie, más cuando tengo asumido que yo sola debo arrastrar mi carga. Reconozco que no sé cómo abordarlo y trato de ignorarlo para aliviar esta presión que, a la postre, pesa sobre mi estado de ánimo y me descentra de mis ocupaciones. Curiosamente solo me siento segura en el trabajo, la fábrica me produce bienestar, incluso cuando hay problemas gozo de una tranquilidad que no encuentro fuera. Papá dice que soy como él, una adicta al trabajo, pero solamente yo conozco la causa de esta adicción que él ni siquiera imagina.

Dejo los papeles y le pido a Amaia que hagamos el recorrido por las habitaciones para disponer lo que se hace con algunas prendas del abuelo que ya no le servirán a nadie; le digo que se encargue de regalar la ropa y que haga lo mismo con los vestidos de la abuela, que todavía se conservan en los armarios y de los que él no se había atrevido a desprenderse. Se me inunda la pituitaria del olor a cera, lavanda y membrillo que exhalan los cajones, un aroma que me devuelve a la infancia cuando mamá y yo rebuscábamos telas en desuso para disfrazarme y ella abría esas puertas de nogal y se quedaba mirando igual que si se asomara a una ventana desde la que contemplar el paso del tiempo. Enseguida venía la abuela a ver qué le estábamos revolviendo. Era muy celosa de su orden y de sus cosas y no le gustaba que hurgáramos en los armarios. Un recuerdo amable de mi madre que me da otra perspectiva de ella, de un tiempo en que estábamos unidas.

Amaia se conoce todos los recovecos de la casa y es de agradecer lo bien que la cuida desde hace tanto tiempo. Como los Monreal, forma parte de la familia y de Saldisetxea, y así lo sienten todos ellos. A mí me trata como a una hija y con esa confianza me ha preguntado si pensábamos seguir contando con sus servicios. Sin dudarlo le he dicho que sí, ni siquiera le he consultado a Javier, aunque no creo que ponga ningún reparo. No sé qué dirá Rosa al respecto, pero mi hermano también aprecia a Amaia y a su edad, debe de rondar los cincuenta, no le vamos a hacer una faena. Cuando me planteo estas cuestiones cotidianas siento cierta inquietud por el futuro de Saldisetxea y me pregunto si, desde nuestras respectivas responsabilidades, sabremos conservar como se debe este lugar que a los dos nos trae buenos recuerdos.

Me revuelve por dentro el papel de notaria que hoy ejerzo. Este recorrido por la casa certifica el fin de una época, eso espero, marcada por la desaparición de seres queridos. El último ha sido el abuelo, con quien me unía un extraño sentimiento de amor-rechazo que nunca me he podido explicar. Disfrutaba cuando me dejaba acompañarle en sus largos paseos por el bosque, una costumbre que adopté desde bien niña cuando veníamos a pasar aquí el verano. Estoy segura de que le complacía mi compañía porque no interrumpía el silencio que solo él quebrantaba para explicarme los nombres de los árboles y de las plantas, para señalarme algún insecto curioso que no habría visto si no me lo hubiera enseñado, de los pájaros y de los animalitos que salían de sus madrigueras, cuando en total comunión con el paisaje nos deteníamos a observar durante un buen rato las ramas de las hayas columpiarse dulcemente en el cielo. Después proseguíamos y continuaba con sus explicaciones, cuyo término representaba para mí la señal de que ya podía preguntar todo lo que me había ido callando por el camino. En un momento determinado juzgaba que ya era hora de regresar y, de vuelta, me contaba habladurías del pueblo, recuerdos de su vida en Bilbao y de cuando mamá era pequeña.

No puedo evitar la congoja que me produce su ausencia, quizás porque añoro ese tiempo en que lo admiraba tanto. Realmente no lo aprendí todo de mi padre, el abuelo también me hablaba de los buenos tiempos de la acería, de la reverencia con que saludaban a su padre los obreros y el personal de las oficinas, de cuando empezó y mi bisabuelo le obligaba a acompañarle para que reconocieran en él al hijo del patrón que un día se haría cargo de todo aquello y le aconsejaba que evitara las malas prácticas de algunos que, si se veían en aprietos, estropeaban las coladas para venderlas como chatarra porque se las pagaban mejor. Me crie con estas historias, que el abuelo adornaba a su manera para dar ante mí su mejor imagen; era muy jactancioso, pero me ponía sobre la pista de actuaciones que atribuía a otros y que he llegado a sospechar que él también practicaba. Yo entonces era demasiado joven y me limitaba a escuchar, pero alguna vez he sentido que su voz regresaba como un eco y me recordaba que no me había llegado a contar el final del cuento. Siempre presentí, influida por los comentarios ácidos de Nino sobre su persona, que guardaba algo, una parte de su historia que le hubiese gustado relatarme, pero que no se atrevió a hacerlo.

Esta sensación cobra fuerza cuando recuerdo en él actitudes que me incomodaban, como esa superioridad con la que hablaba a quienes no formaban parte de su familia o de sus amistades. Ese rictus soberbio en sus labios, sobre el que no me interrogué hasta que me hice mayor, deshizo la magia que había entre nosotros e hizo que las acusaciones de mi padre cobraran sentido para mí y que yo me fuera alejando del abuelo poco a poco sin saber a ciencia cierta los motivos. Pese a todo, siento cierto remordimiento por haberlo dejado solo este último año en que ha debido de pasarlo tan mal, por no haberme acercado más a él como hizo mi hermano. El abuelo me conocía, leía mi pensamiento como un libro; quizás por eso prefería a Javier, que nunca le cuestionó, pues para mi hermano por encima de todo era su abuelo sin más disquisiciones. Javier siempre se sintió un Arlaiz de los pies a la cabeza. En cambio, a mí el abuelo me decía que tenía un «ramalazo peligroso», una expresión que entonces me resultaba muy ofensiva y hacía que me enfurruñase, mientras él se reía por hacerme rabiar. Boberías que ahora también me hacen sonreír porque reconozco que tengo un ramalazo de González del que, contrariamente a lo que él pensaba, me siento muy orgullosa.

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