María Antonia Quesada - El ingenio de los mediocres

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Hay verdades que dichas en un momento inoportuno provocan incendios. Así piensa Nino González, que prepara el relevo generacional en la empresa familiar que dirige. Todos consideran a Carmen, la menor de sus dos hijos, la más adecuada para sustituirlo, hasta que la muerte de Iluminado Arlaiz, suegro de Nino, trunca los planes y pone al descubierto una venganza que mueve a Carmen a indagar en la historia familiar. Los secretos que todos ocultan pondrán a prueba la estabilidad del grupo empresarial y de cada uno de sus miembros.
El ingenio de los mediocres narra el devenir de tres generaciones marcadas por los avatares políticos y económicos de nuestra historia reciente y compone un relato cuyos giros argumentales y estilo literario atrapan al lector de principio a fin.

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Rosa ahora, como Jon, también observa y espera a que hablen Javier o Carmen. Piensa que a su marido se le acaba de derrumbar un mito, porque no esperaba eso de su abuelo; desconoce qué sentirá su cuñada al respecto, aunque sabe que siempre ha tenido los pies más aferrados a la tierra que su hermano. La observa mientras permanece callada, muy quieta en su asiento y con la cabeza gacha de forma que la melena trigueña le oculta parte del rostro e impide captar su mirada y saber que Carmen en este momento se está acordando de las críticas de su padre hacia el abuelo, de las explicaciones que nunca le dieron sobre el cierre de la acería durante la reconversión de los noventa y de aquella aparente bajada a los infiernos de Iluminado que lo llevó a encerrarse con la abuela en Saldisetxea y reducir drásticamente sus estancias en Neguri. Se pregunta por qué Iluminado no echó mano de ese dinero cuando lo necesitó y sobre todo se cuestiona cómo lo consiguió. Finalmente, Carmen sale de su mutismo y presiona a Jon para que les hable sobre el origen de ese capital, pero este responde que ignora su procedencia, al tiempo que les indica que el abuelo sugirió que les aconsejara que actuasen con inteligencia.

—¿A qué te refieres? ¿Tú sabes qué hacer en una situación como esta? —pregunta Javier sobrepasado por las novedades.

Jon, que esperaba esa pregunta, le contesta que el abuelo no quería que ellos tuviesen problemas, sino que buscasen la forma de legalizarlo. Les aconseja que consulten con un asesor fiscal, ya que, si se hacen cargo de la herencia, pueden desvelar la existencia de este dinero y declararlo ante Hacienda sin más consecuencias para ellos que pagar lo que corresponda y los intereses de demora pertinentes. A pesar de que con ello pierdan un buen pellizco, evitarían incurrir en un delito.

—Además, creo que vais a tener suerte si finalmente el Gobierno aprueba la amnistía fiscal de la que tanto se habla —concluye Jon antes de que Amaia, que había estado dudando si interrumpir la reunión, entre en el despacho para advertirles de que ya es hora de ir al notario.

Lo mucho que se han demorado en el despacho ha azuzado más la curiosidad de la mujer, sabedora de que, si es paciente, se enterará de lo que han hablado. Le dan las gracias y se percata de que esperan que se marche de nuevo, pero no se aleja demasiado y permanece en el pasillo hasta que por fin escucha el crujido de la puerta al abrirse. La reunión ha terminado y Jon de lejos le hace seña de que le siga al Renault donde Ignacio Monreal les espera sentado ya en el asiento del copiloto para ir a la notaría de Pamplona. Antes de arrancar, Amaia observa que los Arlaiz se dirigen al Audi de Carmen con rostro impenetrable.

***

En un aparte antes de entrar en el coche, Rosa me pregunta por qué mi abuelo no me había hablado de su dinero negro. Con un encogimiento de hombros la hago partícipe de mi perplejidad al pensar que, después de tanto como hemos conversado él y yo en los últimos tiempos, no me confiase este asunto y, en cambio, se lo dijese a Jon. Mi mujer insiste en que creía que gozábamos de total complicidad y yo reconozco mi desconcierto pues no encuentro explicación a esa forma de actuar. Trato de disculparlo argumentando que quizás temiera que me enfadase con él y le dejase solo porque yo era el único apoyo que le quedaba, aunque debía de saber que nunca lo abandonaría. Rosa me mira escéptica y sonríe, convencida de que me ciega el cariño.

En realidad, no importan las razones por las que calló ni debo mostrarme resentido por ello, lo que cuenta es que guardó ese dinero para nosotros y eso fortalece nuestra posición económica. ¡Cómo podríamos reprocharle nada! A él menos que a nadie. Gracias a su ayuda no tuve que recurrir a mi padre cuando decidí demostrarle que no era un desnortado, como este llegó a decir. Siempre haciéndome sentir que lo defraudaba, simplemente porque no acepté que fijara mi destino sin darme la más mínima posibilidad de decidir. Nunca ha sido consciente del daño que me hacía su incomprensión, del sentimiento de orfandad que me producía, un malestar que yo compensaba con el cariño de mamá, a la que tampoco entendió, y con el refugio protector del abuelo, que comprendía que yo debía seguir mi camino y confiaba en que lo encontraría.

Miro de reojo a mi hermana, que se concentra en la conducción, mientras yo, sentado a su lado, me doy cuenta de que también Rosa me observa acomodada en el asiento trasero cuidando de que el cinturón no le oprima la barriga, que ya está muy crecida. Tengo muchas ganas de ver cómo es ese niño que lleva dentro y al que podré llamar mi hijo, nuestro hijo. Me gusta decirlo y me deleito muchas veces pensando en cómo será y en qué hará cuando vaya creciendo. He de reconocer que la paternidad próxima me abruma por la responsabilidad de no decepcionar a esa criatura, porque yo, desde luego, no seré un padre ausente como el mío, yo estaré al lado de mi hijo, ayudándolo a crecer. Siento que el abuelo no lo vaya a conocer, pero se ha ido sabiendo que ha cumplido su misión en este mundo, estaba muy cansado y me reconoció que era muy duro ser el último en morir y soportar la desaparición de su mujer y de su única hija. Lo peor para él fue lo de mamá, una muerte absurda, insistía siempre, que no se hubiese producido si papá se hubiese ocupado más de ella, si se hubiese molestado en llamarla por teléfono como era su obligación. Rosa, ajena a mis pensamientos, pone su mano sobre mi hombro y yo la atrapo con la mía antes de que la retire para prorrogar esa caricia. Mi mujer me hace sentir bien y da sentido a mi vida. Parece una obviedad, pero ella calma mi ansiedad y me ayudó a replantearme algunas decisiones que tomé en el pasado por rabia, por miedo y por la necesidad de ir contra mi padre. Mis largas conversaciones con Rosa me hicieron ver que no podía mantener la actitud de un adolescente y me sirvieron de entrenamiento para demostrar al abuelo que no se había equivocado conmigo. Sé que me estaba examinando y que se quedó satisfecho. No lo defraudé y ahora no pienso hacerlo tampoco, por eso puedo contemplar con indulgencia los errores que haya podido cometer.

Como juré, no le he dicho nada a Carmen del contenido de mis conversaciones con el abuelo. Debo acercarme y alejarla de la influencia que ejerce papá sobre ella, pero buena es mi hermana para que nadie la proteja; simula que no lo necesita a pesar de que no sea cierto. Esa actitud la aísla y, aunque trata de evitarlo bajo una apariencia amable, es demasiado reservada para ser feliz, para encontrar una pareja y formar una familia, y se está convirtiendo en el prototipo de mujer que a los hombres nos da miedo. Yo tengo una mujer muy válida, tanto o más que mi hermana, pero, a diferencia de Carmen, Rosa no va de cerebrito y de mujer perfecta. Debería relajarse, abrirse a la familia y a los amigos, pero me da la impresión de que mi hermana solo disfruta con el trabajo y es tan competitiva o más que los directivos con los que se relaciona. Claro que es el ambiente donde se encuentra más a gusto, aunque se equivoca de objetivo, y con esa actitud proyecta una imagen de dureza que espanta a quienes no la conocen. Antes se parecía más a mamá, tímida y reservada como ella, pero ha cambiado; ahora me parece distante, casi hermética, y tengo la impresión de que no la conozco. Posiblemente note, como todos, la ausencia de mamá. Pobrecilla, me hubiera gustado ahorrarle disgustos y tengo que reconocer que ninguno se lo pusimos fácil ni supimos valorar lo mucho que valía. Papá, menos que nadie, porque a él solo le preocupan sus negocios y su ambición de crear un emporio empresarial para superar su complejo de pobre. Ese continuo esfuerzo por estar siempre en la brecha lo alejó de las personas que más lo queríamos y tanto lo necesitábamos; no sé si fue consciente de lo infeliz que hacía a mi madre y cómo sufríamos todos por ello. Encima la engañó y eso nunca, nunca se lo perdonaré. Mamá procuró ignorarlo y Carmen parece haberlo borrado de su memoria, pero yo no.

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