María Antonia Quesada - El ingenio de los mediocres

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Hay verdades que dichas en un momento inoportuno provocan incendios. Así piensa Nino González, que prepara el relevo generacional en la empresa familiar que dirige. Todos consideran a Carmen, la menor de sus dos hijos, la más adecuada para sustituirlo, hasta que la muerte de Iluminado Arlaiz, suegro de Nino, trunca los planes y pone al descubierto una venganza que mueve a Carmen a indagar en la historia familiar. Los secretos que todos ocultan pondrán a prueba la estabilidad del grupo empresarial y de cada uno de sus miembros.
El ingenio de los mediocres narra el devenir de tres generaciones marcadas por los avatares políticos y económicos de nuestra historia reciente y compone un relato cuyos giros argumentales y estilo literario atrapan al lector de principio a fin.

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***

Preparo café en la cocina para servirlo cuando los chicos se reúnan con Jon Monreal antes de pasar por la notaría en Pamplona. Entra Carmen y le pregunto si a su cuñada le irá bien tomar un café a media mañana.

—Lo digo por el embarazo —aclaro mientras le explico que mi madre siempre me habló de lo mal que le sentaba el café cuando estaba esperando que naciese.

Carmen ni se lo había planteado y sugiere que tenga preparada agua caliente por si prefiere una infusión. A Rosa ya le queda poco para salir de cuentas, pero, aparte de algunas molestias puntuales del final del embarazo, está disfrutando de una gestación muy tranquila, lo que demuestra su fortaleza. Esta es una cualidad que se aprecia en la familia Arlaiz y de la que siempre gozaron sus mujeres, aunque todas, abuela, madre e hija, ocultaron su verdadera naturaleza bajo una apariencia física frágil. Yo digo que las recubrieron al nacer con acero de la fundición del señor Iluminado, disciplinadas como ellas solas sin dejar que los sentimientos interfirieran en su sentido del deber. Carmen, al igual que su madre, es más de hacer que de hablar. En eso es muy diferente de su cuñada, pues la madrileña aprovecha para charlar con cualquiera de nosotros en cuanto se da la ocasión. A todos nos pregunta por nuestra vida en el caserío, qué hacemos y desde cuándo estamos aquí. Es curiosa y parece que se quiere empapar del funcionamiento de todo con la aquiescencia de su marido, que observa divertido los interrogatorios a que nos somete. Me molesta que haya ido asumiendo el papel de señora de la casa a medida que se multiplicaban las visitas desde antes de que muriera el señor. No me quejo, porque gracias a esa frecuencia con que venían estaban junto a él cuando se puso muy malito y tuvieron que llevarlo a Urgencias de Pamplona. Luego todo fue muy rápido, porque cuando falla el corazón la muerte no se hace esperar y sentí un gran alivio por no haberme encontrado sola en esos momentos. Javier se hizo cargo de todo, tomó las decisiones oportunas después de que su mujer, tras examinar a don Iluminado, como ella le llamaba, le dijera que llamara rápido a una ambulancia porque creía que no le quedaba mucho tiempo.

Todavía siento la necesidad de acercarme a la entrada cuando se acerca la hora de comer, como si el señor fuera a doblar de un momento a otro la última curva del camino de regreso de Irati; incluso me despierto pensando en servirle el desayuno, como he hecho una buena parte de mi vida en esta familia que prácticamente ha sido la única que he tenido. Doña Rosa y su hija me metieron el vicio de la lectura, me animaban a tomar prestados libros de la biblioteca; yo al principio lo consideraba una excentricidad a la que accedía para no disgustarlas, pero me fueron encarrilando, como decía la abuela, y le cogí el gusto. Después se lo agradecí porque, aunque en esta casa sobra el trabajo, los inviernos son muy largos y no soy amiga de televisores, a pesar de que no soy tan mayor no he dispuesto de una tele en el cuarto hasta hace diez años. Me afectan como a cualquiera de ellos tantos adioses como hemos tenido que dar últimamente y siento que envejezco a medida que se han ido apagando las vidas de esas personas a las que, a fuerza de servirlas, tomé cariño, como don Iluminado, a quien al final ya no tenía miedo y hasta aceptaba sus manías con la misma indulgencia con que se trata a un padre anciano que desvaría. Eso no significa que no sepa bien cuál es mi sitio porque, igual que mostraban detalles, tanto doña Rosa como su marido marcaban bien las distancias.

Me preocupa qué va a suceder ahora y que haría si me viera obligada a abandonar el caserío. Si Rosa de los Ángeles no hubiera fallecido de forma tan prematura, todo estaría más claro, las cosas continuarían como siempre, pero los chicos son otra cosa y nadie sabe qué van a decidir. En el pueblo se dice que posiblemente venderán Saldisetxea porque piensan que son gente de Madrid a quienes no les importa esto, y cuando les digo que para Carmen y Javier es la casa de sus abuelos, responden que los sentimientos no mandan en estos asuntos. Javier y su mujer tienen buenos empleos, pero no gozan ni de la posición ni de los ingresos de Carmen en González Fuez, que es una empresa muy sólida, a pesar de que el difunto señor le comentase a Jon Monreal que con esto de la crisis estaban reduciendo plantilla.

—Ese —le oí decir con tono de desprecio en referencia a su yerno— vendería Saldisetxea si pudiera para enjugar sus deudas, pero no lo hará mientras yo pueda impedirlo.

Don Iluminado dijo esas palabras en el despacho donde sus nietos se acaban de reunir con Jon. Me intriga lo que quiere decirles y me demoro sirviendo los cafés, pero nadie habla hasta que me retiro y cierro la puerta tras de mí con la tentación de quedarme pegada escuchando. Nunca lo he hecho y a mis años no me voy a convertir en una fisgona, a pesar de que me retire inquieta a la cocina dando vueltas a qué se cocerá ahí dentro. Mejor olvidar y dejarlos con su parlamento, que será una conversación de amigos porque se conocen desde niños, aunque se hayan distanciado con el tiempo. Me intriga tanto misterio porque Jon no es dado a solemnidades y eso indica que tiene que decirles algo importante. Me da miedo que sean ciertos los rumores que hablan de la venta de la casa y de echarnos a todos. Llego a la conclusión de que es una tontería hacer suposiciones y trato de centrarme en mis quehaceres, pero ya está todo hecho porque me he levantado temprano; ayer me enteré de que el notario les ha dicho que los Monreal y yo los acompañemos a Pamplona para asistir a la lectura del testamento. Eso significa que el señor ha tenido un detalle con nosotros, aunque me extraña, porque don Iluminado no hacía ese tipo de reconocimientos. Era muy suyo para los dineros.

***

En el despacho que ocupó el abuelo, Jon, el más apocado y discreto de los tres hijos de Ignacio Monreal, mira a sus amigos de la infancia con aire circunspecto porque conoce el contenido de la carta que les acaba de entregar.

—Vuestro abuelo me pidió que la leyerais antes de acudir al notario. Es importante —subraya mientras Javier, con la aquiescencia de su hermana, empieza a rasgar el sobre con un abrecartas.

Carmen y Rosa esperan expectantes a que comente el contenido del papel que hay dentro del sobre, pero Javier se ha quedado mudo y relee una y otra vez como si no diera crédito al mensaje escrito con la caligrafía antigua del difunto.

—¿Tú sabías algo de esto? —pregunta Javier a Monreal.

Jon afirma con la cabeza y explica que Iluminado le hizo prometer que guardaría el secreto hasta el día de su muerte. Javier, desconcertado, le pasa la carta a Carmen y Rosa, intrigada, le hace gestos para que desvele su contenido.

—El abuelo tenía casi seis millones de euros depositados en cuentas en Suiza y en Andorra, un dinero procedente de dos sociedades ubicadas en otros paraísos fiscales —aclara—. Esta carta indica la cuantía exacta y las claves para acceder a su titularidad, que podemos reclamar como sus legítimos herederos. Dice que, por razones obvias, no lo incluye en el testamento que nos leerá el notario.

Javier lo ha soltado de una vez con la voz todavía impactada por la noticia. De repente, la atmósfera del despacho se ha hecho densa y Jon, que siempre temió este momento, observa la reacción de las tres personas que tiene enfrente. Aunque no es de la familia, siempre supo más que ellos sobre la existencia de ese dinero desde que Iluminado Arlaiz le nombró su albacea, un asunto que dice que le desagrada y que cumple por la fidelidad de tantos años, pues mancha como el aceite cuando se desparrama y convierte en cómplices a quienes comparten el secreto. Después de haber entregado la carta, Jon se hace a un lado y deja caer sobre los nietos esa carga que, como deja ordenado el difunto, ambos hermanos han de repartir a partes iguales. Incluso Rosa, una mujer que en lo poco que la conoce Monreal no se amedrenta por nada, parece conmocionada. Quizás se había planteado en estos días cómo iba a cambiar su vida y la de su futuro hijo al ser beneficiarios por vía conyugal de una herencia que ya sabía considerable antes de conocer el contenido de la carta. Desde luego esto no se lo esperaba. Ni ella ni su marido ni su cuñada imaginaban que el abuelo pudiera atesorar esa importante cantidad de dinero negro, que les plantea el dilema de qué hacer con él.

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