Héctor Rodríguez - Yo fui huérfano

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El autor, protagonista de esta obra, narra como desde muy pequeño le dijeron «vos sos huérfano» y por cuyo motivo había sido internado en los Asilos de épocas pasadas. Describe los distintos sucesos que vivió en esos orfanatos a lo largo de dieciocho años, algunos fueron terribles, con brutales castigos y otros acogedores con acontecimientos inolvidables, los que fueron moldeando su carácter y criterio. En reiteradas oportunidades se preguntaba qué es la vida, la muerte, por qué estamos y para qué, incluyendo por qué era «huérfano». Al respecto, ensaya distintas apreciaciones e interrogantes, fundamentadas en su experiencia, incitando al lector participar en el análisis y consideración de las mismas. Abarca etapas desde su infancia hasta la juventud; precisamente en la adolescencia, una serie de eventos impensados se fueron encadenando uno tras otro, los que culminaron con una revelación inesperada. Este desenlace cambia totalmente el paradigma de su orfandad.

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Yo recibí dos o tres veces ese castigo y puedo asegurar que no se lo deseo a nadie.

Nunca entendí qué era “portarse mal”; ¿acaso era charlar, reírse, correr, saltar, esconderse, y todas las cosas que hacen los nenes de esa edad?…

Bueno, un rotundo SÍ para las celadoras, eso era considerado “mala conducta”, sólo se podía hacer cuando ellas lo permitieran, así que “cuidadito con portarse mal”, era una desobediencia y como tal merecía un castigo.

Y desde luego, tenían un horario para permitir “jugar” a los chicos, fuera de él, la boca cerradita, nada de muecas y estar sentadito o paradito sin moverse del lugar, esa era la disciplina que nos imponían, así que nos teníamos que acostumbrar, obedecer si no queríamos ligar una paliza.

LA VESTIMENTA

Era habitual que cada fin de semana nos cambiaran la ropa que, por supuesto, estaba toda sucia y hasta en algunos casos rota, nos arrastrábamos mucho por el suelo a la hora de jugar.

La ropa consistía siempre en un calzoncillo, remerita, un bombachón que nos cubría desde el cuello, los brazos, hasta entremedio de las piernas y ahí se abrochaba con un par de botones, era de color verde claro a rayas verticales, todos iguales, parecíamos mini presidiarios.

En invierno nos agregaban una tricota gruesa, generalmente de color gris, algo así como un pulóver con cuello alto que se doblaba para afuera haciendo las veces de bufanda, los días muy fríos, temblábamos como una hoja porque esa tricota no era suficiente para abrigarnos.

Entrábamos en calor cuando corríamos y jugábamos a cualquier cosa, pero también, a la hora de tener que “portarse bien “, es decir, no moverse, estar paraditos en fila india y encima en el patio de afuera, la verdad, nos “cagábamos de frío”, y las muy “turras” (las celadoras), ni mu. Había que bancársela y sin chistar.

JUEGOS INFANTILES

De vez en cuando venían maestras jardineras que nos enseñaban diversos juegos infantiles, nos sentaban en el suelo uno al lado del otro formando una media luna, y ella se colocaba enfrente de todos y nos explicaba en qué consistía el juego.

¡Ustedes tienen que seguir mis movimientos, yo voy a imitar que estoy tocando el piano, después el acordeón, la flauta y así una serie de instrumentos musicales o cualquier otro movimiento con los brazos!...

¡Aquél que se equivoque tendrá una “prenda”, o sea una falta, a las tres prendas sale del ruedo hasta que quede el último que es el ganador!...

Los movimientos eran acompañados por una canción que cantaba ella y que nosotros también teníamos que aprenderla, en realidad era muy fácil y decía así:

“al don, al don, al don pirulero, cada cual, cada cual, atiende su juego, el que no, el que no, una prenda tendrá”, que se repetía constantemente mientras la maestra cambiaba con sus brazos el tipo de instrumento musical.

Había que estar muy atentos para no equivocarse y era bastante entretenido, por lo menos para nuestra edad, algo así como tres a cuatro años, pero muchos se equivocaban y, como es lógico, a las tres “prendas” quedaban afuera.

En realidad, este juego resultaba bastante competitivo entre nosotros porque incentivaba la rivalidad y superioridad, yo estaba entre los últimos que quedaban afuera, porque prestaba muchísima atención a los movimientos que hacía la maestra, me llevaba de pica entre otros dos que eran unos “bestias” en jugar, muy pocas veces llegué a ganar; no había premios, sólo una simple felicitación, eso nos bastaba.

Otro de los juegos era “el rango y mida”, que consistía en hacer una fila india, inclinando la cintura con las manos tocando el piso y separados un metro aproximadamente uno de otro, el primero se paraba y empezaba a saltar arriba de cada uno hasta el final, ahí volvía a inclinarse mientras el segundo hacía lo mismo y así hasta el último, no recuerdo bien cómo finalizaba el juego.

También jugábamos a las escondidas, a la mancha simple y a la mancha venenosa y saltábamos en una soga y otros juegos, en fin, eso nos entretenía bastante mientras poco a poco íbamos creciendo.

LAS COMIDAS

Como dije al principio, el desayuno era una taza de mate cocido con leche y pan.

Al mediodía nos daban un plato de sopa prácticamente lavada con fideos “cabello de ángel” o “dedalitos” o “sémola” y alguna otra cosa más

El segundo plato podía ser un guiso de porotos, garbanzos, fideos resortes o media luna, fideos a la manteca, papas, zapallo, polenta con picadillo de carne y alguna que otra variante más.

Churrascos, asado, pollo, lechón ¿qué es eso?, no se conocía, no existía, ni sabíamos lo que era; el postre casi siempre resultaba ser una compota de ciruelas, durazno, sémola con leche, arroz con leche, de vez en cuando un budín de pan, chuño, hecho de maicena con leche que parecía más un “engrudo” que otra cosa, un asco, a veces alguna fruta como banana, naranja, mandarina, pera, etc.

La merienda un mate cocido lavado con algo de pan y la cena prácticamente se repetía el plato del mediodía, así casi siempre.

En muy pocas ocasiones variaba el menú, generalmente en algún determinado día festivo, como bebidas, siempre agua, no se conocían las gaseosas ni ningún otro tipo de bebidas.

Las vajillas eran todas de lata estañada, los vasos, platos, cubiertos, tazas, bandejas, ahí, en el Asilo, no se conocían ni la losa ni el vidrio, salvo los vidrios de las ventanas que más de una vez los rompíamos con alguna que otra piedra y entonces sí, nos ligábamos flor de penitencia.

No se preguntaba quién había sido, todos éramos pecadores. —

LOS PASEOS

En ciertas oportunidades nos llevaban de paseo a distintos lugares del Instituto.

Íbamos todos agarrados de las manos junto a la celadora para que no nos perdiéramos en el camino.

La primera vez fuimos por los pasillos internos, conocimos varios pabellones donde había otros chicos, las diversas instalaciones como la gran cocina del Asilo, la enfermería, algunas aulas y llegamos al centro del edificio donde se encontraba la Dirección.

Me pareció un lugar muy importante por su imponencia, tenía sillones tapizados en cuero marrón, las paredes con grandes cuadros, una estatua en el centro de no sé quién y grandes ventanales que daban hacia los patios internos.

A lo largo de todo el Instituto corría un pasillo interno larguísimo que comenzaba en una punta y terminaba en la otra conectando todos los pabellones, se cortaba cuando llegaba a la Dirección y continuaba al otro lado.

Precisamente, del otro lado de la Dirección, continuando por ese pasillo tan largo, siempre en línea recta, se conectaba con otros pabellones, pero fue tan grande mi sorpresa cuando veo a unos niños con pelo largo que no usaban pantalones cortos como nosotros, ya teníamos entre tres y cuatro años y habíamos dejado atrás los bombachones, esos niños usaban pantalones abiertos en la parte de abajo, en realidad eran polleras cortas que les llegaban hasta más abajo de las rodillas, y como siempre de color gris.

Honestamente yo ignoraba que existía otro sexo, sólo conocía a las celadoras que de por sí no sabía que eran mujeres, yo las observaba como personas gigantes con un culo ancho, guardapolvo blanco y siempre dando órdenes o castigándonos por cualquier pavada.

Cuando le pregunto a la celadora quiénes eran esos chicos, me responde:

—¡Callate, mirá para adelante y seguí caminando si no querés que te dé un sopapo!… ¡La puta madre, no podés preguntar nada!… pensé en lo bajito.

Me la tuve que comer y quedarme con la incógnita.

En otra oportunidad nos hicieron recorrer el exterior, había un parque enorme en el frente del Asilo con un camino ancho que terminaba justo en frente de la entrada general donde a continuación circulaba la ruta siete y unos metros más allá las vías del ferrocarril Sarmiento.

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