En tal virtud, ¿cómo no encontrar equivalencias en las relaciones fantasmáticas del espectador y la película que está viendo, si la pantalla viene a ser a su modo un espejo? Christian Metz las ha destacado, sustentando que, a diferencia del infante frente al espejo primordial, el espectador está ausente en la pantalla, aunque sí permanecen vivos –gracias a su propia experiencia antigua del estadio del espejo– sus mecanismos de identificación. Estos lo sumergen en la escena del espectáculo fílmico movilizando sus deseos en lo imaginario, pese a ser consciente de ver una ficción, es decir de la brecha que separa su Yo de su no-Yo, a diferencia del infante que ve al Otro en sí mismo reflejado en el espejo. En términos lacanianos, el cine como toda creación cultural pertenece al orden de lo simbólico. 8Ahora bien, ¿por qué atrae ver una película, en qué consiste ese placer de la evasión o la distracción que tanto se invoca? Como sabemos, a diferencia de otras artes, la diégesis fílmica (o “impresión de realidad” de las imágenes en movimiento) ha marcado una revolución sin precedentes en la historia de la producción simbólica, tanto por la sofisticada reproducción de la realidad visible y audible y la eficacia del montaje para construirle tiempos y espacios narrativos, como por cierto la materialización de las fantasías lograda mediante efectos especiales. En esa medida, el cine ha devenido en un “buen” objeto para sus espectadores (entendiéndosele psicoanalíticamente como un modo de relación que “engancha” al sujeto con su mundo), verdadero fenómeno social de alcance mundial, dada la manera en que reactiva, sin discriminación de latitudes y culturas, las condiciones del estadio del espejo.
La inmersión del adulto en lo imaginario en estado de vigilia crea similitudes entre el estado fílmico y el estado onírico. Dada la densidad y organización de la narración cinematográfica, para Metz las intensas emociones inducidas en el espectador por los mecanismos de identificación y proyección no tienen parangón con ninguna otra impresión exterior. En esa medida, él encuentra que cine y sueño se asemejan y diferencian en tres aspectos. En primer lugar, la conciencia del sujeto. Si el durmiente gene-ralmente no sabe que está soñando y el espectador sí es consciente de estar viendo una película, la brecha entre uno y otro estado a menudo tiende a cerrarse según diversas circunstancias. Más allá de la integración psicológica en la ficción (o “la suspensión de la incredulidad” tomando el concepto inglés de suspension of disbelief ) la extrema concentración en la pantalla puede ir acompañada de diferentes descargas de energía (crispación, sudoración, excitación sexual, etcétera), y sobre todo de la ilusión del carácter omniperceptivo del sujeto. 9Por cierto, los cambios en la exhibición cinematográfica que ha traído el avance tecnológico atenúan según el caso la fuerza identificatoria del espectáculo. No son lo mismo el placer de la sala oscura, la pantalla grande y el sonido estereofónico que la reproducción casera del mismo largometraje en una pantalla de vídeo, puesto que más allá de las diferencias de calidad técnica, las condiciones de recepción domésticas impiden el aislamiento al que se refiere Metz en un número creciente de espectadores cinematográficos en el mundo, puesto que las salas como “ventanas” de exhibición están proporcionalmente disminuyendo a favor del crecimiento del largometraje propalado por televisión abierta, de cable y digital, y por cierto el expendido en DVD. Obviamente, la diversidad de la recepción cinematográfica puede ser muy vasta, según los grados de educación, de cultura y de la edad, entre otros factores, pero sobre eso volveremos más adelante.
La segunda semejanza (y diferencia) es la presencia o ausencia de una percepción cinematográfica real en el cine o en el sueño. Mientras los sentidos del espectador son excitados por un estímulo real (el haz de luz, el sonido de los parlantes) para entregarse al relato, el sueño muestra también imágenes e incluso voces y música. En ambos casos se “vive” intensamente el relato, pero el sueño es un proceso psíquico interno en que el deseo se cumple como alucinación, sin ningún material real de base, como si fuese una película “[…] ‘rodada’ de principio a fin por el sujeto mismo del deseo, por el sujeto del miedo igualmente, filme singular por sus censuras y sus no-dichos como por su contenido expresado, cortado a la medida de su único espectador […]”. 10
Al contrario, los fantasmas conscientes e inconscientes del espectador deben calzar empáticamente con la película para lograr una inmersión emocional equivalente a la del estado onírico, lo cual no ocurre si el filme no gusta, choca o los personajes (actores) no encajan con las expectativas. En otros términos, lo que el público ve es una ilusión óptica, una serie de manchas de luz (fotogramas, píxeles) cuya veloz variación simula movimiento aunque su estatuto diegético lo aporten sus propios fantasmas, provocando, en palabras de este autor, un “salto mental” “[…] de un significante objetivamente real, pero negado, a un significante imaginario pero psicológicamente real”. 11
La tercera diferencia la marcan las de naturaleza “textual”. El cine es, efectivamente, un constructo textual con su sintagmática propia: su lenguaje despliega secuencias de continuidad y discontinuidad espacio-temporal: saltos, elipsis, retrocesos en el tiempo ( flashbacks ), traslaciones instantáneas en el espacio, utilización de símbolos, etcétera, para lograr figuras expresivas como la metáfora y la metonimia. No obstante, todo ello tiene la limitación de la calidad y verosimilitud de la puesta en escena y de la edición (de excelente a mala), siempre expuesta a mostrar su artificialidad, su simulación, esa tramoya de cartón-piedra que moviliza la fantasmática del espectador. En cambio, en el sueño la metáfora y la metonimia son las figuras “espontáneas” de la condensación y desplazamiento de los deseos y terrores y de su plasmación como significante del sueño, como si el arte (el cine que se fabrica) tendiese a imitar a la vida (el sueño radicalmente soñado, alucinado). Mientras que en el cine las elipsis, flashbacks y símbolos de valor metonímico pueden requerir de un mínimo de racionalización y la verosimilitud del relato puede colapsar si la figura no se entiende o es forzada, en el sueño se dan las situaciones más absurdas sin que se les deje de sentir auténticas: pasos súbitos e inexplicados de una época o lugar a otro, dos personas “juntas” en una al mismo tiempo, aparición disparatada “en escena” de personajes desconectados entre sí en la realidad, entre muchas otras que aparecen en la elaboración secundaria. En suma, el sueño es una “[…] una historia ‘pura’ una historia sin relato […] que no viene a formar (deformar) ninguna instancia narrativa, una historia de ninguna parte que nadie cuenta a nadie”. 12
Pese a esa diferencia, Román Gubern subraya que el cine se emparenta con el sueño por la común incapacidad del durmiente y del espectador de modificar o determinar el curso de la historia, cuya precipitación alcanza paroxismos semejantes en las pesadillas y en el cine de terror cuando se ciernen grandes amenazas o peligros. 13Igualmente, el inconsciente no da parámetros a lo verosímil en el sueño como ocurre en el estado de vigilia, lo cual pone al realizador cinematográfico en la libertad de manipular imágenes y sonidos con efectos de sentido semejantes a los de los sueños. Pero lo más interesante de esta última constatación es la independencia de cualquier historia soñada con respecto a sus referentes reales, puesto que los símbolos metonímicos y metafóricos que aparecen en el estado onírico gozan de una autonomía relativa en lo “cultural”, para decir lo menos, lo que nos lleva a otro tema.
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