Javier Protzel - Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos
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Primera parte
Notas sobre la constitución
de las narrativas fílmicas y la
diversidad de las culturas
En las sociedades urbanas de casi todas las latitudes lo humanamente deseable o aborrecible tiende a cristalizarse en formas arquetípicas, que desde hace cuando menos nueve décadas, y de manera variable según la región o la colectividad de pertenencia, se interrelacionan con las imágenes en movimiento. No obstante, esa gran diversidad es recorrida transversalmente por los invariantes comunes del relato de ficción, que sin ser signo de universalidad alguna, obligan a admitir que la mayor parte de la humanidad –no toda, es cierto– usa la pantalla como una ventana que se le abre como a otra vida, a una en que durante dos horas goza reencontrán-dose con sus pulsiones, trascendiendo la grisura cotidiana para obtener satisfacciones que esta constitutivamente no puede darle. En este capítulo me propongo reflexionar acerca de los vínculos del relato cinematográfico con sus públicos en sus complejas determinaciones mutuas. Los encuentros de la idealidad del referente fílmico con la realidad de su lectura ocurren siguiendo líneas de continuidad o bien de fractura, puesto que película y espectadores pueden perfectamente pertenecer a horizontes culturales distintos, fenómeno generalizado que sin embargo adquiere un perfil propio según el país. Y esto, a la inversa, es indisociable de la producción local, que pese a buscar sus propias miradas no se libra de construir su punto de vista inspirándose en la mirada extraña. Ese contrapunto especular entre lo propio y lo extraño es substancial para comprender la cultura cinematográfica. Por ello, me parece interesante referirme someramente al cine en otros bloques civilizatorios y poder comparar los procesos de formación de los imaginarios fílmicos en países más o menos lejanos y en el nuestro.
Capítulo 1
Cine y ensoñación a la luz del psicoanálisis
El uso indiscriminado de la palabra “imaginario”, concepto clave en este asunto, merece, sin embargo, ser aclarado antes de aterrizar en el Perú y comentar algunos largometrajes. Al haberse convertido casi en un lugar común para designar simplemente el conjunto de significaciones de las que un individuo dispone mentalmente para comprender y valorar una realidad determinada el término ha sido alejado de su base conceptual. Así, un imaginario político incluiría creencias más o menos estereotipadas (o precisamente imaginadas), por ejemplo, sobre el ejercicio del poder y el carácter de los líderes. En esas significaciones hay al menos fragmentos de un implícito relato (corrupción o laboriosidad palaciega, mala o buena fama del líder) cuya figuración mental tiene inevitablemente elementos sensoriales de contornos más o menos borrosos, los visuales y auditivos sobre todo. Sin que nada de esto sea falso, debe precisarse que esas figuraciones mentales resultan de una elaboración muy compleja, tanto en el plano psíquico personal como en el de la cultura, lo cual es pertinente para comprender el funcionamiento social del cine en países heterogéneos como los latinoamericanos. En uno de sus ensayos tempranos, Freud afirmó que los deseos insatisfechos son las fuerzas motrices de las fantasías, las cuales a su vez “corrigen” esas insatisfacciones. En la ensoñación diurna ( phantasierend ) del adulto o del joven se accede imaginariamente a lo inalcanzable o a lo prohibido. Sacia los impulsos inconfesables con disimulo en el fuero íntimo, a diferencia del niño, que materializa sus fantasías inventándose un mundo propio en sus juegos, libres y abiertamente exhibidos. 1Más que imitar al adulto, el juego le permite a la niña o niño asumir momentánea pero intensamente algunos de sus roles, en particular aquellos en los que más aparecen aversiones o afectos originados en las figuras paterna o materna, y sin dejar de distinguir entre la realidad y lo lúdico, los niños virtualmente se transforman en lo que quisieran ser pero aún no son. Las ensoñaciones diurnas del adulto continúan o substituyen al juego infantil, inscribiéndose en formas comunes pautadas, por cuanto las afinidades culturales también se expresan en las fantasías. Por ello, Freud se refiere a las narrativas más populares, cuyos héroes son omnipotentes y protectores –sal vadores de los débiles en el último instante o destructores de los monstruos más amenazantes– como si mientras más enraizadas y directamente conectadas estén las narraciones en fantasías infantiles (y por cierto, en sueños nocturnos, en los que también se cumplen las fantasías reprimidas, como veremos más adelante) mayor acogida del público tendrán. En esa medida, el narrador de éxito es una especie de soñador profesional, cuyo oficio legitima sus inmersiones en la propia fantasía de la que extrae lo que sus lectores o espectadores van a disfrutar. Pero siempre y cuando no sean simples transcripciones del deseo desnudo e individual, que serían rechazadas, sino una elaboración mediada por la técnica creativa ( ars poetica ) que atenúe su carácter egoísta. El principio de la estetización le da a la catarsis destructora una tonalidad justiciera, o bien sublima lo doloroso para convertirlo en placentero. 2Sin embargo, y por obvia que pareciese la respuesta, ¿cómo así los destinatarios del narrador de una historia de amenazas, víctimas inocentes y héroes providenciales se sintieron ellos mismos angustiados y luego “salvados” cuando llegó el happy end , si solo se trataba de una fábula, de algo inexistente? ¿No era que el narrador requirió él mismo de esas emociones al concebir y producir la obra, de modo semejante al del niño que vive esa historia a medida que la juega, palabra que dicho sea de paso es sinónimo, en otros idiomas, de obra escénica o de desempeño acto ral? 3
Turbarse con un relato sobre algo a sabiendas no acontecido no se debe a inferencias lógicas, sino al arraigo profundo de la relación afectiva del Yo con el mundo. Lejos de ser simplemente la reproducción mental de lo exterior ausente, la génesis de la actividad imaginativa radica, como señala Jacques Lacan, en “[…] establecer una relación del organismo con su realidad, o como se dice, del Innenwelt [mundo interior] al Umwelt [mundo circundante]”. 4A partir de los seis meses, el infante empieza a percibir su cuerpo como un todo; pasa de una serie de sensaciones fragmentadas a la de completud. Más allá de lo corporal, en esta fase que Lacan ha llamado “estadio del espejo”, se empieza a formar el yo. La niña o el niño se reconocen en su propia figura al otro lado del espejo (o también fuera de este, en otro infante). Se ve en ese “afuera” de la escena contemplada, haciendo suyos los atributos de este pequeño Otro que el cristal refleja de su propia imagen. La formación del Yo –de la identidad propia– es por lo tanto indisociable del Otro. La identificación primaria con una imagen exterior va a precipitar al sujeto en una matriz simbólica de mímesis más compleja, resumible en el enunciado “yo soy ése, actúo como ése y deseo lo que ése desea”. Y como el mismo Lacan señala: “[...] el punto importante es que esta forma sitúa la instancia del yo desde antes de su determinación social, en una línea de ficción [...]”. 5
Construido desde afuera, el Yo hasta esa etapa de su formación se constituye relacionándose con objetos fantasmáticos –imágenes irreales– precisamente sin distinción clara entre el Yo y el Otro: (“si aquel sufre yo sufro, si aquel goza yo gozo”). Si en el estadio del espejo ocurrió la identificación narcisista primordial con el propio cuerpo –empalmando con una relación imaginaria con el mundo, compuesta de atracción, emulación, angustia, repulsión–, más adelante, hacia los cuatro años, el sujeto es introducido al registro de lo simbólico. Toda esa energía pulsional –la libido– que había estado enfocada en lo imaginario, es inscripta en el orden simbólico, en el cual el sentido de la realidad, diferenciado del imaginario, es impuesto por la palabra del padre cuando el niño se identifica con la imago paterna. Con la resolución del complejo de Edipo se sella no solo el primado de la Ley (la prohibición del incesto); es la realidad en su conjunto la que va siendo aprehendida mediante el lenguaje, que al hacerle distinguir entre lo permitido y lo prohibido, va estructurando su imaginario. En otros términos, el niño aprende a diferenciar entre sus deseos y la realidad, sin que por ello la libido deje de investirse sobre determinados objetos. En tal virtud, la necesidad de controlar los deseos no satisfechos en la realidad va a llevar la energía libidinal por otros caminos, hacia elaboraciones sublimadas , a objetos “permisibles” que dispensan placer, capaces de saciar imaginariamente los deseos no realizados. Estos son los objetos que el arte y la cultura ofrecen, 6por lo cual, más allá de hacer inteligible la realidad, el lenguaje es parte del orden simbólico, noción más amplia, que moviliza las pulsiones del inconsciente y las hace emerger como sentido. El mismo Lacan sostiene que el inconsciente está estructurado como un lenguaje a través del cual “hablan” nuestros deseos y terrores que, además de aparecer en nuestro comportamiento o en el discurso del psicoanalizado, se elaboran en el sueño mediante figuras que las enfatizan u ocultan, como la metáfora y la metonimia. 7
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