Del concepto general puede deducirse que la ética individual y política requiere de una antropología filosófica, esto es, de una previa definición de lo que el ser humano es , a fin de que, sobre ella, la ética establezca su deber ser . Así, por ejemplo, si el ser humano es conceptuado como un “animal racional”, carecería de sentido elaborar para él pautas éticas de naturaleza puramente animal y, por ende, servibles también para el topo, la gallina y cualquier otro animal irracional. No habría lógica tampoco si, por el contrario, la ética solo tuviera en cuenta su dimensión racional y, a la manera de Descartes y Kant, la naturaleza humana fuese conceptuada como res cogitans (ser pensante) o “razón pura” ( reine Vernunft ). Del mismo modo, si el hombre es definido como “un ser de naturaleza inmaterial” (“angélica”) o como “hijo de Dios”, resultaría contradictorio pretender normar su conducta mediante una ética de corte puramente materialista. Toda relación, sea de preeminencia o de equilibrio irenista, dependerá –también en la ética política– del concepto de ser humano que teóricamente se maneje (Fernández, 2000, p. 27).
En la ética de SL, insertada dentro del materialismo histórico-dialéctico, se parte, como no podría ser de otra forma, de una antropología previa. Sus presuposiciones básicas, casi todas ellas sujetas a la dimensión política, son principalmente estas: el ser humano como un producto derivado (“epifenómeno”: Lenin) de la materia; la desigualdad social (“explotadores y explotados”); la lucha de clases, para combatirla; y la instauración, mediante el triunfo del proletariado, de un régimen igualitario, “comunista”, en el que el “ser” explotado sea corregido por un “deber ser” que garantice una auténtica justicia distributiva.
Conviene hacer presente que, desde el punto de vista etimológico, el término “ética” está formado, en la filosofía clásica ateniense, por la raíz griega ethos (= costumbre, uso, hábito, pero también “forma de ser”), queriendo significar que se trata de un saber normativo de las acciones humanas, es decir, regulador de la praxis habitual de la conducta, la cual está estructurada por acciones que pueden tipificarse como “costumbres” (véase, por ejemplo, Aristóteles: Ética nicomaquea , II, 1, 1103 a 17-18). Esta concatenación de acciones virtuosas, iniciada en la educación de la niñez, garantiza, en tanto que hábito, la adquisición de la virtud ética ( Ética nicomaquea , II, 2, 1103 b), de tal modo que, en términos de Tomás de Aquino, las costumbres se tornarán en naturaleza, en “forma de ser” ( Suma Teológica , 1-2, q.58, a.1). De igual manera, el vocablo “moral” procede del latín mos-moris (que significa “costumbre” y también “carácter”, tal como sostiene Cicerón en De fato , I, 1), de ahí que puedan usarse etimológicamente como sinónimos los términos “ética” y “filosofía moral”, a sabiendas de que entre ellas suele hacerse la siguiente distinción: la moral se refiere directamente a la bondad o maldad de las acciones, mientras que la ética implica una justificación racional del porqué se atribuye a las acciones dichos predicados 1.
2. División general de la ética
Cuando Aristóteles, en el Libro VI de la Ética nicomaquea (1139 b 20-21; 1140 a 3-5), define la ética como un “saber de lo práctico”, subraya su diferencia esencial con el saber teorético, ya que mientras el objeto de la ciencia implica la necesidad (“no puede ser de otra manera”), el saber de lo práctico recae, contingentemente, sobre cosas que sí pueden ser de otra manera, aunque siempre ha de estar vinculado a una “disposición racional apropiada para la acción”. La doble división de la ética estaba aquí prefigurada.
La ética, como saber normativo o regulador de la praxis y, a la vez, como fundamentación racional de los principios de dicho saber, se divide en dos grandes ámbitos, dependiendo la división del modo de normatividad o regulación de las acciones.
Si en la ética las leyes (formulación de los principios prácticos) son extraídas a priori de la razón humana, esto es, si se considera a la razón, en su dimensión práctica, como fuente causal y legitimadora de reglas, preceptos e imperativos morales, entonces se trata de una ética formal. La razón en ética recibe el nombre de razón práctica o conciencia moral (en Kant la conciencia moral será denominada también “razón práctica pura”). La ética formal pretende dirigir la conducta humana por medio de imperativos universales y necesarios ubicados puramente en la razón; son, por tanto, leyes a priori (no formuladas “desde” ni sacadas “de” la experiencia). La ética formal se identifica, entonces, con una ética ideal (en latín, forma reproduce el significado del término griego eidos ; y ambas palabras significan “idea”). Es por eso que puede recibir los nombres de ética ideal o eidética, puesto que está basada, en último término, en un referente ideal, en una “idea del deber” ( deón = idea del deber) y, por ello, se le aplica también el nombre de deontología. Una ética así constituida presupone la existencia de una “naturaleza” o “esencia” humana inmutable (que en Kant se identifica con la “racionalidad pura”), de la que emanan, de manera inalterable, los principios prácticos (en forma de leyes, normas, imperativos) que deben regular el comportamiento. En consecuencia, y como ya se ha dicho, la ética formal kantiana presupone una antropología filosófica en la que el ser humano sea definido como un ser puramente racional.
En cambio, si se pretende regular la conducta humana mediante normas o principios que no son a priori , sino, más bien, tomados de la experiencia (por ejemplo: el obrar para conseguir la “felicidad”), esto es, si se da a la ética un “contenido” detectable (y, en cierto modo, empírico), extraído inductivamente de lo que los seres humanos, por experiencia, consideran como el “bien supremo” en la vida real, entonces se habla de una ética material. Esta no es una ética a priori , ni universal, ni necesaria y, por consiguiente, considera cambios y matices en la aplicación de sus principios morales, puesto que ellos son relativos, por ejemplo, a la situación en la que el ser humano se encuentra (de ahí que a la ética material se la conozca también, en una de sus variables, con el nombre de “moral de la situación”), mientras que la ética formal, al fundamentarse en principios a priori , aspira a tener una validez universal que esté por encima de los avatares históricos y de las peculiaridades humanas.
No pocos autores denominan ética eudemonista ( eudaimonía = felicidad) a la ética material, puesto que piensan que, en último término, se considera en ella a la felicidad como el “bien supremo” perseguido en sus acciones por el hombre. Se trata de una ética teleológica en la que, al contrario de lo que sucede en las éticas deontológicas, se prioriza la felicidad sobre lo racionalmente correcto (el deber, lo bueno en sí mismo, la justicia) (Polo, 2013, pp. 63-76).
La antropología filosófica que sirve de fundamento a la ética material toma en cuenta que el ser humano no es exclusivamente “razón pura”, sino que posee también un cuerpo y condicionamientos histórico-sociales que influyen en lo que respecta al bien o mal moral en su relación con la felicidad. Se pretende superar así la confrontación que efectuó Hume entre racionalidad y sentimiento, y que Kant convertirá en la de “objetividad” frente a “subjetividad”, pues se considera que esta última dicotomía parte en dos la naturaleza unitaria de la existencia moral y desconecta entre sí sus componentes esenciales (razón, valor, sentimiento, felicidad).
Читать дальше