Isaac León Frías - El cine en fuga

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Este volumen es una antología de los textos, distintos en extensión y contenido, que el autor escribió para la revista La Gran Ilusión entre los años 1993 y 2003, en que fue publicada. Sin embargo, la mayor parte de lo escrito corresponde a la década del noventa e inclusive el año 2000. De allí que el subtítulo sea Textos en el umbral del milenio.
El título El cine en fuga, por su parte, además de aludir a la película El amor en fuga, de François Truffaut, que se comenta en estas páginas, proviene de la acepción musical de fuga: 'variaciones sobre un tema en diferentes tonos'. El sentido musical de fuga se aplica como una metáfora, pues los textos que componen este volumen son, finalmente, variaciones en torno a ciertos motivos o rodeos sobre estos mismos. También la fuga se asocia con el movimiento rápido, con la fugacidad, con el tiempo que avanza velozmente.
Esas acepciones no están reñidas, precisamente, con el carácter fugaz de los filmes y, por qué no, de los textos de este libro, que están conectados con los años de fin-de-siècle.

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Con la excepción de las películas más radicalmente personales, tipo 8 ½ o La noche , Mastroianni participó en producciones donde la expresión del director no era incompatible con la apelación a un auditorio amplio y popular, en una época en que el cine italiano tenía ganado un importante espacio en el mercado mundial. Con el paso del tiempo y el deterioro de los términos de comunicación entre el cine peninsular y el público internacional, es posible que varias de las películas del actor, por ejemplo las que dirigió Marco Ferreri, vieran limitado su público potencial. Pero, de todas formas, Mastroianni nunca quiso confinarse al reducto de las salas de arte y alternó con producciones de mayor convocatoria como las que hizo para Ettore Scola, desde Celos estilo italiano (1970) hasta Macaroni (1985).

Cuando se fueron desdibujando los rasgos jóvenes que el rostro del protagonista de La dolce vita mantuvo más allá de la edad en que otros asumen decididamente el aire adulto, el actor supo ser fiel en lo que cabía a ese perfil inestable y nervioso que varias de sus cintas más logradas expresaron con claridad. Y cuando, con el correr de los años, la inevitable vejez le dio el encuentro no tuvo el menor inconveniente en asumir esa nueva etapa de su carrera y hacerlo en una de las formas más dignas que se recuerde en la historia del cine.

Así, la vejez cinematográfica de Mastroianni puede ser comparada con la de otros dos magníficos actores fallecidos en años anteriores, el francés Yves Montand y el norteamericano Burt Lancaster. Ellos también gozaron del estrellato en sus años jóvenes y compusieron personajes teñidos por el romanticismo de la aventura (Lancaster) y del romance (Montand), dos eficaces modalidades de la seducción. Igual que Mastroianni tuvieron luego una destacada actividad en papeles acordes con una edad avanzada, como los policías maduros que interpretó Montand, que no excluyeron su capacidad seductora, pero le dieron otras inflexiones de agotamiento o cansancio, ese que Lancaster también supo modular, por ejemplo en Grupo de familia (Luchino Visconti, 1974) o Atlantic City (Louis Malle, 1980).

Por eso, el Mastroianni de Ginger y Fred (1986), de Fellini, de ¿Qué hora es? y Splendor (ambas de 1989), de Scola, de Querer es un sentimiento (1990), de Francesca Archibugi, de Sostiene Pereira (1996), de Roberto Faenza, es un Mastroianni envejecido pero consecuente con un talante emocional que lo hace inconfundible. No fue un director italiano, sin embargo, el que le facilitó hacer la síntesis de su obra interpretativa; fue el ruso Nikita Mijalkov quien dirigió al Romano de Ojos negros (1987), casi una summa de los rasgos actorales más destacados del italiano.

Ahora de pronto nos vemos privados de lo que hubiera sido, sin la menor duda, la continuación de una carrera cuyo límite seguramente no hubiera sido otro que el de la muerte. Pero de una muerte más tardía y no como en realidad ocurrió cuando contaba con 72 años. Nos queda, por el momento, esperar a verlo en ese rol postrero que ejecutó para el portugués Manoel de Oliveira en Viaje al comienzo del mundo (1996).

(N. o7, primer semestre de 1997, pp. 10-12)

A la búsqueda de un cine fronterizo. Comentarios a partir de los festivales de Puerto Rico y Mar del Plata

El autor asistió a los últimos festivales de Puerto Rico y Mar del Plata como miembro, en ambos casos, del jurado Fipresci (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) que en Puerto Rico premió como mejor filme latinoamericano a El impostor, de Alejandro Maci (Argentina, 1997) y en Mar del Plata a La pelvis de J. W., de João César Monteiro (Portugal, 1997), mejor filme en la competencia oficial, y Pizza, birra y faso, de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro (Argentina, 1997), mejor cinta de América Latina. Lo que sigue no es una reseña de esos festivales sino una introducción informativa y un comentario sobre las películas que encontró más relevantes a partir de las razones que expone.

Los festivales de cine siguen siendo los espacios de mayor capacidad de convocatoria entre los que pugnan por hacer de las películas un producto diferenciado e individual (otros espacios son las cinematecas, las salas de arte, los cineclubes). Que se organice durante una semana, 10 o 12 días un amplio programa de películas, con asistencia de realizadores, actores y cámaras fotográficas y de televisión, constituye normalmente un atractivo especial para el público aficionado. Y uno puede comprobarlo asistiendo a los festivales. Dos de ellos se han realizado casi sucesivamente en San Juan de Puerto Rico y Mar del Plata, desde fines de octubre hasta el 9 de noviembre de 1997 el primero, y del 3 al 22 del mismo mes el otro. El Festival Internacional de Cine de Puerto Rico llegó este año a su séptima edición, mientras que el de Mar del Plata, que había realizado once ediciones hasta 1970, fue relanzado el año 1996 y en 1997 llegó, por lo tanto, a su decimotercera edición. Ambos tienen carácter internacional pero el de Mar del Plata está organizado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales y cuenta con un elevado presupuesto, mientras que el de Puerto Rico responde a una iniciativa privada y su presupuesto es, ciertamente, mucho más reducido. La diferencia se puede comprobar en el mayor número de películas, salas y horas de programación de Mar del Plata y en la presencia de numerosos actores y directores. Esta vez, por ejemplo, se congregó a Sofía Loren, Catherine Deneuve, Jacqueline Bisset, Alain Delon, Giancarlo Giannini, Kathleen Turner, Geraldine Chaplin, Peter Fonda, entre otros nombres consagrados, amén de numerosos directores y actores. El alcance del Festival de Puerto Rico es bastante menor.

De cualquier modo, ambos festivales apuntan a convertirse, si es que las circunstancias (políticas en el caso de Mar del Plata, económicas y organizativas en Puerto Rico) lo favorecen, en los certámenes internacionales de mayor significación en sus respectivas regiones. América Latina no ha contado hasta ahora con festivales de proyección universal realmente significativos, a no ser, precisamente, Mar del Plata en los años cincuenta y sesenta. El de Cartagena ha tenido siempre un alcance más limitado, y otros como el de Punta del Este o, más tarde, el de Río, no llegaron a consolidarse. Por su parte, y a escala del cine latinoamericano, el de La Habana ha logrado una encomiable continuidad.

La oferta festivalera

El material exhibido por los dos festivales —el de Puerto Rico no tiene carácter competitivo, mientras que el de Mar del Plata sí ofrece una sección oficial de competencia, además de varias otras muestras— reúne títulos de procedencias diversas que tienen en general un común denominador: su carácter alternativo en mayor o menor grado al de la producción masiva.

Aquí habría que hacer una distinción. Parte de esas películas constituyen ese bolsón del llamado cine de calidad que encuentra en los festivales el ámbito propicio para su ratificación, si se quiere oficial, como producto culto o selecto. Títulos como Despabílate amor (1996) o Pequeños milagros (1997), del argentino Eliseo Subiela; La belleza de las cosas (1995), de Bo Widerberg; Pajarico (1997), de Carlos Saura; La buena estrella (1997), de Ricardo Franco; Carne trémula (1997), de Pedro Almodóvar; Capitán Conan (1996), de Bertrand Tavernier; La tregua (1997), de Francesco Rosi; Washington Square (1997), de Agnieszka Holland, y Wilde (1997), de Brian Gilbert, entran en esta categoría. Nótese que lo dicho no implica un juicio de valor. Hay en esa lista algunos filmes logrados como La belleza de las cosas, Capitán Conan y Carne trémula , pero lo expresado vale para todos. Se trata de películas que ingresan sin mayor dificultad a los circuitos, ya no solo de las salas de arte, sino de las salas comerciales en su acepción más genérica, pues esas cintas se proyectan hoy en día en pantallas de multicines al lado de otras que nunca serían exhibidas en festivales internacionales. Son, en todo caso, los productos alternativos en menor grado a la producción masiva y pueden incluso obtener una asistencia superior a la de las cintas estándar de género y, a veces, a la de los mismos blockbusters .

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