Fermín Cebrecos - Sobre Dios, el hombre y la muerte

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Dios, el hombre y la muerte son problemas cuya verdad radica más en su planteamiento que en su solución. Esta obra da fe de ello. La primera aproximación se basa en el método cartesiano. El hombre es el tema central de la segunda aproximación. Finalmente, la aproximación a la muerte deja en claro que la estetización religiosa, metafísica o poética del morir no lo exime de su nexo ontológico con la nada.

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La pregunta central se plantea aquí en términos de ecuación: ¿Coincide la “idea del bien” con el Dios del monoteísmo cristiano? Es cierto que en Fedro 247 c-d se habla de una “inteligencia divina” como de una “esencia inteligible, visible solo por la mente”, y que en Sofista 248 c-249 c se atribuye vida, alma, razón y movimiento a las ideas. Si a ello se suma el texto de República 517 c, tan recurrido en la lectura cristiana de Platón, en que a Dios se le conceden los atributos de “autor, padre, señor, fuente y fuerza”, puede tenderse a que la “idea del bien” podría poseer ciertas señales de identificación con un dios personal e independiente del mundo. Dios es inmanente al “alma del mundo”, pero resulta una tarea ardua para los intérpretes de Platón identificarla con el Dios de las religiones monoteístas. El “alma del mundo” es, al modo de la res cogitans cartesiana, pensante y no sensorial; está unida, sin embargo, a la materia cambiante y visible y, por lo mismo, el sistema del mundo, acomodado al plan de Dios ( Timeo 30 b), parecería no poder existir sin el concurso de su providencia. Ello, no obstante, no puede afirmarse que se trate de un dios personal, aunque Platón sí concede argumentos en pro de una divinidad que trasciende la materia, pero no el “alma” ( nous ) del mundo. La dialéctica platónica, llevada a cabo siempre mediante un pensamiento discursivo, puede conducir a un “absoluto”, donde el alma humana encuentra la plena satisfacción de sus deseos y, al igual que en la metafísica cristiana, su descanso total en la “contemplación de la belleza divina” ( El banquete 211 e y 212 a).

3

Más acorde con las restricciones a las que la razón debe imperativamente atenerse para no sobrepasar su propia naturaleza, fue San Agustín, el racionalista cristiano del que Descartes, por fidelidad a su duda metódica, se muestra como deudor silencioso. La conciencia de su existencia ( si enim fallor sum ) ( De civitate Dei XI, 26), fórmula antecesora de la cartesiana que figura en la traducción latina del Discurso del método , conduce de inmediato al cogito ergo sum . Más allá de lo categórico de ambos enunciados, interesa aquí relevar la autoconciencia del error en San Agustín, puesto que si el ser humano es falible, también podría ser susceptible de equivocación lo que irradia el espejo de la razón humana. Descubrir las verdades de la conciencia en la conciencia misma implica un acto de autoconsciencia basado en un hecho de evidencia inmediata que es descrito así en De Trinitate X, 10: “No se puede dudar de la duda”. Dicho de otro modo: no puede dudarse de que el “espejo” está reflejando este dato de la conciencia porque previamente fue puesto en él por el sujeto dubitante.

Agustín de Hipona coincide con Descartes, además de en la cautela para procurarse un saber seguro, en subrayar que su interés gnoseológico estriba solamente en conocer a Dios y al alma ( Soliloquia I, 2, 7), binomio que se pone de manifiesto en el método de su racionalismo cristiano. En efecto, puede afirmarse que su imperativo Noli foras ire (“no salgas fuera de ti”) implica un cierre de los cinco sentidos —cosa que describirá minuciosamente Descartes al inicio de la III Meditación—, a fin de que la operación de la mirada interiorizadora sea más efectiva ( in te rede ). Para Agustín solo en el hombre que interioriza la mirada ( in interiore homine ) habita la “Verdad” ( habitat Veritas ), una Verdad con mayúscula que, como se sabe, se identifica con Dios ( De vera religione 39, 72). Por consiguiente, no es correcto traducir, como se hace con frecuencia, la expresión in interiore homine por “en el interior del hombre”, ya que con ello se resta actividad a la puesta en marcha, por parte del sujeto pensante, del método introspectivo. El ablativo agustiniano interiore homine (y no el genitivo hominis , con el que se disfraza la mala traducción) concede al theorein una misión que impide considerar al espejo ( speculum ) como un habitáculo de la verdad disponible pasivamente a cualquier ser racional.

Sin embargo, a pesar de la rotundidad con la que San Agustín se refiere a su metodología racionalista, de nuevo aparece una duda que será impensable en el método cartesiano. En efecto, la célebre cita de De vera religione 39, 72 concluye así: “Y si hallas que también tu propia naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo”. Si por “naturaleza” se entiende la esencia del alma cartesiana, entonces no es dable pensar que esté sujeta a mudanza (no lo está, de hecho, en Descartes), pero el racionalismo cristiano no se identifica plenamente con el racionalismo moderno, de ahí que Dios se ofrezca como un ser trascendente y, por lo mismo, como imposible de ser reflejado en el espejo de la razón.

Agustín señala, como Platón, que el mundo de los cuerpos es mudable y, por deducción, que la fuente de la verdad no puede proceder de los datos sensoriales. Desde luego que será el espíritu el punto focal de la búsqueda de la verdad, pero el “trasciéndete a ti mismo” agustiniano sobrepasa lo que Descartes entenderá por “mismidad” y se identificará, por el contrario, con la “idea del bien” platónica siempre y cuando esta, a su vez, se identifique con el Dios de la Revelación cristiana. También se producirá un rebasamiento del criticismo kantiano, ya que, en expresión de San Agustín, “el discurso de la mente no crea la verdad, la encuentra” ( De vera religione 39, 73). El espíritu humano está, por consiguiente, vinculado ontológica y gnoseológicamente a algo superior a él, no importando siquiera que el “alma racional” se halle enturbiada en su mirada por el pecado original ( cupiditate caecata ): “Todo cuanto el entendimiento encuentra que es verdadero no se lo debe a sí mismo”; ha de atribuírselo, más bien, “a la luz de la verdad misma” ( ipsi lumini veritatis ) ( De sermone Domini in monte II, 9, 32).

Con el recurso a un contemplar humano enceguecido por la culpa original —un antecedente sui géneris del “genio maligno”— queda también enturbiado el theorein agustiniano. Es tentador recurrir en la denominada “teoría de la iluminación” a una interpretación platónica: al constituirse las ideas eternas ( species aeternae ) en el fundamento de la verdad para San Agustín y al estar ellas insertadas en el espíritu de Dios, cabe referirse a los arquetipos o modelos de las ideas que, unificadas en la idea del bien, garantizan por participación y copia ( méthexis-mímesis ) la verdad de todo lo creado. En este sentido, ni en Platón ni en Agustín la verdad puede ser definida como adaequatio rei et intellectus sino, más bien, como conformidad a un modelo eidético preexistente y fundante. La adecuación implicaría en San Agustín convertir a Dios en una suerte de sucedáneo del intellectus agens y, al mismo tiempo, pondría en peligro la sustancialidad del alma, tesis de la que él nunca abjuró de manera explícita. Desde luego que San Agustín paga tributo a la teología cristiana de manera diferente a Descartes, pero ni siquiera la aserción de las Confessiones III, 6: “Dios es más íntimo a mí que mi misma intimidad”, puede constituir un alegato en contra de la sustancialidad. La búsqueda de la verdad es inmanente al espíritu, mas el referente último (Dios) se sitúa fuera, de ahí que en esta coyuntura no pueda hablarse en San Agustín de speculum , máxime si a ello se añade que la inmediata contemplación de Dios no podrá llevarse a cabo en este mundo. El dualismo ontológico de mundos se convierte, pues, en la imposibilidad de que el espejo refleje dos correlatos inconmensurables entre sí.

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