Fermín Cebrecos - Sobre Dios, el hombre y la muerte

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Dios, el hombre y la muerte son problemas cuya verdad radica más en su planteamiento que en su solución. Esta obra da fe de ello. La primera aproximación se basa en el método cartesiano. El hombre es el tema central de la segunda aproximación. Finalmente, la aproximación a la muerte deja en claro que la estetización religiosa, metafísica o poética del morir no lo exime de su nexo ontológico con la nada.

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Ello no es óbice para sostener que la contemplatio intellectualis , que se efectúa con “el razonamiento de la mirada” ( Fedón 79 c), garantice un acceso teorético a la verdad y, al mismo tiempo, implique un correctivo de una metodología que no es exclusivamente racional, sino que está mezclada o contaminada de otras adyacencias (“impuro” será el término que, aplicado tanto a la razón como al método, se aplicará en el lenguaje poscartesiano). Cuando, en efecto, el alma, en su afán cognoscitivo, se une al cuerpo, las expresiones platónicas del Fedón adquieren una tonalidad expresiva que hace pensar en la duda cartesiana: “El alma —dice Platón— se extravía” (“se complace en extraviarse”, escribirá Descartes) (... gaudet aberrare mens mea : Medit . II , 10), “se turba”, “vacila”, “tiene vértigos como si estuviese ebria” ( Fedón 65 b y 79 c). Sin embargo, cuando el alma examina las cosas “por sí misma” —es decir, sin recurrir al cuerpo— se dirige a lo puro, eterno e inmutable, esto es, a lo igual a sí misma, y entonces cesa el extravío. Imposible no recurrir en este contexto al principio homérico ( Odisea XVII, 218) invocado en El banquete 195 b: “Lo semejante busca a lo semejante” ( similis simile quaerit ) (cfr. también Lisis 214 a y República 329 a).

Aun cuando esta heterocontemplación, llevada a cabo mediante un método autocontemplativo, constituye el punto máximo de conocimiento al que puede accederse (“a este estado del alma llamamos sabiduría”) ( Fedón 79 d), no se está autorizado a hablar aquí, en rigor, de un theorein especulativo, y ello porque el speculum (o “visión de la visión misma”, como lo llama Platón en Cármides 167 d) tiene dos rostros ontológicamente distintos y solo cabe entre ambos una relación analógica. Tal vez de esta no-identidad —“la luz y la vista son afines al sol, pero no son el sol”— ( República 509 a) procede la afirmación platónica acerca de que el nombre de “sabio” conviene solo a Dios, mientras que al ser humano le corresponde contentarse con ser “amante de la sabiduría” ( Fedro 245 e; El banquete 203, e y 204 b; Fedón 66 e). En este sentido, el theorein platónico reflejaría en el espejo la verdadera autenticidad del “conocerse a sí mismo”, requisito sin el cual es imposible ser “sabio” ( Cármides 169 e). Pero la comparación entre la “cara de acá” y la “cara de allá” del espejo se traduce en una suerte de sabiduría negativa que Platón expresa así en la Apología 155 d: Ser sabio consiste en “no creer saber lo que no se sabe”.

En este contexto de debilidad humana es donde debe insertarse la “segunda navegación”, esto es, el tránsito del mundo sensible al mundo suprasensible. Aquí aparecerá con nitidez el problema neurálgico que representa para Platón y para todo racionalista la existencia de “lo otro de la razón”, de ahí que entre cuerpo y alma se produzca necesariamente una metodología visual contradictoria. La función del alma en Platón consiste en aprehender una realidad que exigirá, por ser forma metasensible, un eidein (’ !ei’deieidos (eiforma , en latín), elucidar también el auténtico ser de las cosas físicas, función que estas no pueden llevar a cabo abandonadas a su suerte. Así se explica que haya que separarse del cuerpo ( apallagé apó tou sómatos ) para, evitando sus perturbaciones, remontarse a la aprehensión de lo invisible, ya que pueden incluso perderse los ojos del alma si se miran los objetos con los ojos del cuerpo ( Fedón 64 e, y 66 d-e).

El “mirar mal” ( República 518 a) imposibilita trasladarse hacia lo puro, hacia lo “siempre existente e inmortal” ( Fedón 79 d), es decir, impide “navegar” desde la “visión de lo que nace” hasta la “contemplación de lo que es” ( República 518 c), empresa que no sería viable si no estuvieran ínsitos en el alma el saber y la recta razón, de manera tal que la función de la “imagen” no podrá ser otra que una suerte de ocasionalismo para traer a la conciencia contenidos previamente poseídos a priori ( Fedón 73 a y 73 c-e). Por consiguiente, la búsqueda de la sabiduría tendría su pleno acabamiento en el theorein de las ideas y, con ello, la dóxa quedaría remontada como hipótesis antecedente, pero la elevación hasta el grado último del saber, al no ser producto de un acto psíquico (como en Descartes) sino ideal, no parece sobrepasar, en la mayoría de los casos, el nivel de conocimiento denominado pistis ( belief ) (Reale 2001: 179-180). En la pistis platónica, además de testimoniarse la confianza en la palabra ( légein ) del otro, se observa un desplazarse de lo fiducial a lo cognoscitivo, de ahí que en ella queden vinculados la opinión, la creencia, el conocimiento y la verdad. Todo ello, sin embargo, no ha de ser impedimento para afirmar que los objetos de conocimiento del alma son independientes de los sentidos porque las “formas” están separadas, a su vez, del mundo de las cosas. En consecuencia, el auténtico “decir verdadero” ( lógos alethés ) ( Menón 81 c), aun cuando se sirva del mythos (lenguaje referido a las cosas), no podría darse nunca en el ámbito de la dóxa (Conford 2007: 18).

En la interpretación más conocida de la gnoseología platónica, la participación ( méthexis ) de la mente en las ideas implica, ante todo, que estas son trascendentes al alma y, por tanto, no creadas por ella, de ahí que los predicados correspondientes a la esencia de la psyché (simplicidad, invisibilidad, inmortalidad) no concuerden sino analógicamente con los de la idea del bien. Y lo mismo puede decirse de la anámnesis ( Menón 80 d-86 c; Fedro 249 e-250 c). Por ende, no parece del todo acertado confundir psyché con nous (instrumento metodológico y grado supremo del saber humano) sino, más bien, anticipándose al cristianismo, habría que entender el espíritu como contrapuesto a la carne (Conford 2007: 21). Todo ello implicaría situar las ideas en “otro” mundo, en un topos uranos que contiene la realidad verdadera y que lo emparenta de un modo asaz similar con el Dios agustiniano. Esta posición se deriva sin duda de muchos pasajes de los Diálogos , pero en la actualidad es interpretada —entre otros, por Conrado Eggers Lan— como fruto de un doble dualismo platónico en el que se insiste equivocadamente: un dualismo ontológico de mundos y un dualismo antropológico que estriba en separar, también ontológicamente, psyché y soma , todo ello en aras de hacer imposible la inmanencia de las ideas. Antes de Platón, parece que no existía esta última diferenciación, y en Platón mismo convendría, desde esta perspectiva nueva, no interpretar el dualismo mente-cuerpo como ontológico sino, antes bien, como un “dualismo ético” (1997: 146).

Tal vez fue Platón el primero en emplear, refiriéndose al “modo de hablar sobre los dioses”, el vocablo “teología” ( República 379 a). Su légein sobre Dios no es, sin embargo, unitario y, por lo mismo, se presta a interpretaciones hasta hoy irreconciliables. En efecto, detenerse en República 517b, 508b, 509c; en Fedón 75 d-e; en Parménides 130 b y ss.; en Filebo 15 a; y —sin ánimo de exhaustividad— en Leyes 887 c y 891 b, constituirá el testimonio más convincente para percatarse de que la reflexión platónica sobre Dios significa, en más de un caso, una auténtica aporía. A ello ha contribuido, sin duda, el afán por “cristianizar” a Platón y por encontrar en su filosofía argumentos coincidentes con la fe revelada.

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