Sebastián Salazar Bondy - La ciudad como utopía

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El libro reúne una muestra de las crónicas que Sebastián Salazar Bondy publicó en distintos medios de prensa de nuestro país. Los textos tratan sobre la defensa del patrimonio histórico de la ciudad, la carencia de una planificación urbana, la ausencia de áreas verdes y espacios públicos, la delincuencia y la mendicidad, las deficiencias del transporte público y el caos vehicular, entre otros temas.

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Significativamente, en otra de sus crónicas Salazar Bondy hará mención del cuento de Julio Ramón Ribeyro –“Páginas de un diario”– identificado con un personaje que, como él, parece desgarrarse “ante los cambios de la ciudad natal” 24.

Recuerda el cronista unas páginas melancólicas –“Páginas de un diario”, se titula el cuento– de Julio Ramón Ribeyro a propósito del arrasamiento arbóreo de la “Alameda” Pardo, también en Miraflores, en donde la memoria de la infancia de un hombre se desgarra ante los cambios del barrio natal, como si dicha violenta transformación ocurriera no solo en el ámbito donde el niño iniciara su aventura vital, riesgo y desengaño, sino en su interior más profundo, en su corazón central. Ese relato es la protesta que todos quisiéramos hacer cada vez que, con argumentos prácticos tajantes, las municipalidades hurtan a nuestra ciudad lo único que ella tiene de encantador. Valga ese diario personal del personaje de Ribeyro –tal vez él mismo, quién sabe–, como el testimonio de que no todos, en este tiempo, optamos por un expediente fácil en la tarea de hacer más habitable este espacio amado en el cual nacimos 25. (“Otra vez los árboles”)

La cuarta sección, “La prosperidad con mendigos”, reúne un conjunto de textos en los cuales el cronista incide en las contradicciones sociales y económicas propias de la ciudad y reflexiona acerca de los males que aquejan a la sociedad limeña, expresados principalmente en el problema de la mendicidad, pero también en la proliferación de un sinfín de “oficios” producto del desempleo generalizado (cuidadores de autos, vendedores ambulantes, niños lustrabotas, delincuentes, entre otros). Urgido por el panorama desolador del futuro que se cierne sobre las nuevas generaciones, Salazar Bondy plantea que las raíces del problema se sitúan en las deficiencias y limitaciones del sistema educativo y llega a proponer algunas alternativas de solución:

¿Con qué derecho, podemos preguntarnos, hemos de exigir a quienes nacen y crecen en los tugurios de los barrios clandestinos, que Lima ostenta como una verdadera lepra, educados, de otra parte, en escuelas donde la enseñanza adolece de formalismo y vacua grandilocuencia, un sólido fondo ético? (“Delincuencia y juventud”) Alguien ha dicho que los conceptos educativos que rigen en los países desarrollados no pueden ser aplicados sin revisión previa a nuestro medio, porque la idea de la infancia –etapa de aprendizaje y preparación para la existencia adulta– es entre nosotros, desde el punto de vista cronológico, infinitamente más reducida que la de aquellos. En efecto, para la pedagogía francesa, inglesa o norteamericana, un ser es niño hasta bastante avanzada la adolescencia. Su época de educación y juego es vasta, lo que permite que los conocimientos le sean proporcionados con método y parsimonia. En tanto, los niños del Perú –por lo menos, los niños de una buena parte de la clase popular– lo son hasta el momento en que pueden echarse a la vía pública a conseguir el sustento por el medio que el azar ponga a su alcance: la caja de lustrabotas o la astucia del “pájaro frutero”. ¿A qué edad termina, pues, la infancia? A los seis, siete u ocho años. En adelante, la vida de un chico es tan dura como la del cualquier obrero. ¿Esto no justificaría que nuestros planes educativos se redujeran, para aumentar su eficacia, mientras el país no puede ofrecer a cada ciudadano una formación completa? ¿No sería propio disponer un mecanismo de “promociones adelantadas”, mientras subsiste la emergencia del desamparo infantil? (“Un lustrabotas y el país futuro”)

A diferencia de aquellas crónicas que proponen una relectura del pasado de la ciudad, o bien las que buscan identificar “el meollo singular de nuestro modo de ser” a través de la revaloración del patrimonio histórico, o las que plantean una reconfiguración de la relación entre el hombre y la naturaleza en el espacio urbano, las que conforman “La prosperidad con mendigos” revelan el trasfondo dramático que gobierna el escenario de la urbe: en este caso, la patente incompetencia del poder político –tanto del Estado como del Municipio– no hace más que agudizar la postergación de vastos sectores de la población abocados a actividades económicas informales tales como el comercio ambulante. En estos pasajes, la figura del cronista cede su lugar a la del político que aspira a revertir la precaria condición de quienes permanecen al margen de las reformas del Estado:

Soy partidario de que se les deje trabajar libremente en tanto el Estado sea incapaz, pese a sus promesas de “estabilización”, “techo y tierra”, “saneamiento económico” y otras fórmulas al uso, de resolver el problema básico del país: el subdesarrollo. Es síntoma de ese subdesarrollo tanto la existencia de los pobres vendedores ambulantes cuanto la dación de disposiciones que intentan pintar de carmín las mejillas del país anémico y hético. (“La verdad contra la zona rígida”)

Por su parte, la sección “Ideas de peatón” agrupa un conjunto de crónicas cuyo eje gira principalmente en torno al problema del tránsito en la urbe, trátese ya sea de la circulación de automóviles, las deficiencias del transporte público, la configuración de ciertas importantes avenidas y las consecuencias funestas del desorden vial que, en general, gobiernan la ciudad. Sintomáticamente, la presencia cotidiana de la muerte en estos textos sugiere el grado de desorganización que rige la circulación vial (véanse, por ejemplo, los textos “Criminales en auto”, “Crimen de irresponsable”, “Una nueva pista”, “Vehículos y cáncer”, “Ómnibus y horarios” y “Los criminales del tránsito”). A semejanza de las crónicas incluidas en la sección “La prosperidad con mendigos”, el presente acomete violentamente al lector a través de la noticia fatídica: la muerte toma posesión del escenario de la crónica sin preámbulo alguno, acompañada, además por la presencia de la demencia de algunos conductores. Ante la carencia de normas que regulen la circulación vial por la ciudad y la ausencia de control, el automóvil se convierte en un arma letal en manos de los irresponsables:

El tránsito es una imagen de la moral colectiva, del alma nacional, y no es esta una afirmación apocalíptica, como podría parecer. Cualquier persona sensata que haya viajado a las horas de mayor congestión por el perímetro más agitado de la ciudad sabe que las pistas son escenarios de más de un caso demencial. Con licencia para conducir, circulan en Lima innumerables locos y desequilibrados, cuando no seres poseídos por un complejo de inferioridad, al que compensan o subliman haciendo privar su voluntad y su capricho. Las normas son para los tontos, los tímidos, los abúlicos, según el criterio del intolerante que tiene un timón entre las manos. (“Los criminales del tránsito”)

La rotunda afirmación de que el “tránsito es una imagen de la moral colectiva, del alma nacional” no hace más que confirmar el hecho de que el organismo social se encuentra enfermo: a través de la metáfora del cuerpo, Salazar Bondy sugiere que por las vías de la ciudad –esto es, sus avenidas, pistas, etc.– circula un cáncer encarnado en “la demencia de los conductores” cuya capacidad destructiva es apenas concebible.

Por otra parte, desde su visión de peatón 26, en la sociedad limeña el automóvil representa para el cronista un objeto de adoración en la medida en que alimenta el egoísmo e individualismo de quienes lo poseen. Salazar Bondy, además, cuestiona el hecho de que, lejos de servir como un medio de transporte rápido y eficaz, el automóvil en Lima es un instrumento que propicia el divorcio con la realidad circundante. En esta suerte de alegato moral contra el automóvil se vislumbra una crítica profunda contra las bases sobre las que está constituida la sociedad burguesa:

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