Sebastián Salazar Bondy - La ciudad como utopía
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No es el caso, como alguien alguna vez se lo insinuó a quien esto escribe, que la oposición al apetito demoledor suponga adhesión y deseo de conservar todo lo que Lima tiene de vejez y pobreza. Hay en la ciudad, es cierto, mucho de feo y sucio, mucho de triste y miserable. Pero el problema parte precisamente del hecho indiscutible de que los “progresistas” eligen para levantar sus ostentosos edificios solo aquellos lugares que son ocupados por reliquias y monumentos representativos. (“El alud y el escarbadientes”)
No defendemos balcones apolillados. Que esos caigan en buena hora. Defendemos otra cosa: esa verdad que se expresa en trazos incaicos e hispánicos, en huacos precolombinos y lienzos coloniales, en la palabra de Garcilaso y de Vallejo. Claro que los idólatras del hormigón no podrán borrar esa herencia, por más brutales que sean en su fobia hacia los restos del pasado, pero el deber de todos aquellos que entienden que una nación es siempre la adición parsimoniosa de los borradores sucesivos de un proyecto vital es conservar un patrimonio, enriquecerlo en la medida de sus medios y brindarlo a los que vienen como algo aún imperfecto y perfectible. (“Balcones apolillados y tradición”)
Estos pasajes –y otros más pertenecientes a esta sección– son testimonio y síntoma de la importancia que representaba en la época la discusión y debate acerca del perfil urbanístico que debía adoptar una ciudad que, por su naturaleza histórica, estaba a un tiempo unida a un pasado colonial –y no olvidemos, también precolombino– y, por otro, urgida por las necesidades de un presente inmediato y tangible. La prueba de que este debate podía, en algunos casos, conducir a soluciones viables y adecuadas queda demostrada en una crónica en la que Salazar Bondy reconoce el acierto de la gestión del alcalde Luis Larco en la remodelación de la Plazuela de San Francisco:
En exceso gentil y generoso es el gesto del alcalde de Lima, Sr. Luis Larco, de invitar a este cronista a su despacho para solicitarle su opinión sobre las excelentes reformas que se están realizando en la Plazuela de San Francisco. La obra se ha concebido con un criterio tan justo y son tan apropiadas las ideas de restauración que en ese rincón limeño se han aplicado, que solo cabe al periodista estampar aquí la felicitación que personalmente expresó al jefe de la comuna. (“Gratitud a un gesto”)
La singular anécdota narrada por el cronista no solo demuestra la posibilidad de un entendimiento entre las actores involucrados e interesados en el destino de la ciudad –en este caso, un representante del poder político, el alcalde, y otro de la voz de los ciudadanos, el propio cronista–, sino, paradójicamente, el impacto que podía tener la labor de la prensa en una sociedad que atravesaba por ese entonces –el artículo está fechado en 1954, es decir, en plena dictadura del general Manuel A. Odría– un momento crítico en el que la posibilidad de respuesta de los ciudadanos al poder político era prácticamente nula. Por otra parte, la descripción de la escena simula el encuentro casi teatral entre dos actores sobre el fondo de una circunstancia y contexto –las reformas emprendidas por el alcalde y la correspondiente opinión del cronista al respecto– lo cual, a su vez, contribuye a legitimar las posiciones y roles de ambos actores: el alcalde es reconocido por el cronista en su calidad de autoridad política y este último lo es en términos de la importancia que aquel asigna a sus opiniones, es decir, a su palabra.
La tercera sección –titulada “El poco verde que nos han dejado”– agrupa textos que abordan el problema de la carencia de áreas verdes para el habitante promedio de la ciudad. Sostenidamente, Salazar Bondy emprende una obstinada defensa del árbol al punto de convertirlo en una suerte de símbolo del permanente divorcio entre la ciudad y la naturaleza. Uno de los más notables de la sección es, sin lugar a dudas, aquel en el cual el cronista sugiere cómo el maltrato que sufren los árboles en el espacio urbano da lugar a una grotesca progenie de criaturas de ficción:
Ni cuando el hombre inventó el hacha, el hacha fue más activa. La Plaza de Armas soportó el arma, el Parque de la Reserva supo de su filuda hoja, el Parque de la Exposición gimió bajo el martirio, la Avenida de la Paz agonizó con sus golpes, la Alameda Pardo sucumbió al furor de la flamante divinidad. En estos días es la Alameda Palma, la de don Ricardo, segundo fundador de Lima, como lo considera Raúl Porras, la que existe en el pánico del Azote del Árbol. Mas eso no es todo: para un Podador Técnico matar con hacha no es todo el placer. Hay que apuñalar, y surge entonces el Árbol Indicador, el Árbol de Dirección de Tránsito, el Árbol Publicitario. Hay que carbonizar, y aparece el Árbol Poste Eléctrico, el Árbol Telefónico y el Árbol Telegráfico. Hay que envenenar, y se da el Árbol Letrina, el Árbol Alcantarilla, el Árbol Tanque. Hay que ahogar, y se crea el Árbol Sediento. La muerte toma a los árboles de pie, pero un día se desploman. (“El árbol: un ser humillado y ofendido”)
El pasaje es significativo en la medida en que el Árbol –palabra escrita con mayúscula– adquiere una dimensión mitológica y religiosa (al comienzo del artículo, el cronista escribe, por ejemplo: “Plinio el Joven escribió que el árbol fue el primer templo en donde el hombre rindió su reverente tributo a los dioses”), como un ser sobrenatural y ajeno al mundo de los seres humanos que ha sido trasladado al ominoso paisaje del presente constituido por plazas, parques y avenidas. Haciendo uso de una serie de recursos estilísticos que contribuyen a exaltar el martirio que sufre el Árbol a manos de ese nefasto personaje que es el Podador Técnico (véase, por ejemplo, el encadenamiento de verbos que aluden al sufrimiento del protagonista, todo ello con una clara reminiscencia cristiana: “soportó”, “gimió”, “agonizó”, “sucumbió”), Salazar Bondy acierta a crear una imagen vívida y trágica de la existencia del árbol en una ciudad como Lima. Aparte de ello, en la extensa enumeración de los tipos de árbol que surgen a partir del maltrato (el Árbol Indicador, el Árbol de Dirección de Tránsito, y muchos otros más) diríase que hay una cierta reminiscencia vanguardista según la cual un elemento de la naturaleza asume las funciones propias de un artefacto o máquina creado por el hombre (“el Árbol Poste Eléctrico”, “el Árbol Telefónico” y el “Árbol Telegráfico”, por ejemplo).
Por otra parte, es también cierto que en esta defensa de los escasos espacios naturales de la ciudad –y en particular, del árbol– ante el avance de la destrucción emprendida principalmente por las autoridades ediles, hay un cierto tono de melancolía y tristeza que llega a translucirse en ciertos pasajes:
Hacía muchos años que estaban ahí, tantos que no hay vivo ya nadie que los conociera pequeños. Su nobleza la daban sus perfiles secos, sus fuertes ramas, sus copiosas hojas. Eran sobrevivientes majestuosos de un pasado íntimo. A su sombra transcurrieron muchos diálogos de amor, muchas amistades, muchas vidas, y ellos supieron ser discretos y amables, generosos e indulgentes, como ancianos cargados de experiencia a quienes nada sorprendía ya. Pasaron penurias y sed, y continuaron existiendo, hechos una sola unidad con la calle, con las gentes, con la ciudad. Eran como el símbolo del tiempo, pues todo podía cambiar a su alrededor sin que, gracias a su peculiaridad, el trozo de la ciudad en que estaban perdiera su carácter. Bastaba trazar sobre un papel la solidez de su tronco, la gracia de sus ramas y la densidad de su copa, para evocar de inmediato, no solo el rincón que les pertenecía, sino su atmósfera, su encanto, su historia. Toda alegoría de Miraflores los tenía que contar para ser verdaderamente significativa. (“Elegía para unos ficus asesinados”)
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