—If you like it, you should put a ring on iiiiiiit!
—¡Gollum! Estás… ¡has bebido!
—Miiiiiii tesoooooooroooo.
—¡Suelta el vodka, Gollum! Ven aquí.
—Es que me parece mal que pases por alto…
—Sí, lo sé: que a Mendeleiev, como uno de sus logros mayores, se le atribuye el haber estudiado la composición óptima del vodka ruso, la que maximiza su sabor, dando una carga de alcohol de 40°. La que hoy se usa mundialmente.
—Sip, eso.
—¿Contento?
—Pues no… Ahora quiero saber qué pasa con el eka-aluminio.
—Siéntate aquí que te lo cuento. Pablo Emilio Lecoq de Boisbaudran era un hombre al que se le daba bien la química y perseveró. Para nuestra desgracia, porque ahora tenemos que aprendernos de memoria un nombre tan largo. El caso es que analizando una piedra conocida como esfalerita descubrió un nuevo elemento. Su peso atómico era 70, su densidad 5.94 veces la del agua, su punto de fusión de 30 grados y el de ebullición de unos 2,000. En cuanto lo midió con precisión se dio cuenta de que había descubierto el eka-aluminio de Mendeleiev. Pero ese nombre le pareció feo y decidió llamar al nuevo elemento galio, en honor a su patria, Francia (Galia para los antiguos). Otros dijeron que había nombrado el elemento con la forma latina de su apellido (gallum significa “gallo”, coq en francés). Lo importante es que Lecoq había encontrado uno de los misteriosos elementos que Mendeleiev había predicho. Mendeleiev estaba en lo cierto: no sólo predijo la existencia de un elemento, sino que fue capaz de clavar sus propiedades sin haber visto un gramo de galio en su vida. No sólo eso, sino que se atrevió a discutir la medida que el señor Lecoq había hecho de la densidad de este elemento. ¡Y tenía razón! Eso es tener confianza en uno mismo. Bravo, Mendeleiev. Por si quedaba alguna duda, el resto de los huecos en su tabla fueron rellenándose con elementos que iban poco a poco descubriéndose. Por fin teníamos la tabla periódica de los elementos.
Esa tabla la hemos tenido que memorizar en clase, todos hemos pasado por eso. ¿A que prefieres la de los griegos, Sam, con sólo cuatro elementos? Nada de Wolframio, Copernicio, Meitnerio o Godolinio… Pues no eres el único que no tiene afecto a esta tabla atómica. Pronto se pensó que los átomos no eran el componente originario de la materia. Los científicos buscan siempre algo más simple, más sencillo. No una tabla gigante, sino algo pequeño, manejable. La naturaleza no puede ser tan rebuscada. Además, el hecho de que los elementos se puedan clasificar en una tabla de modo que los de una columna tengan las mismas propiedades hizo pensar que había algo que se estaba repitiendo, como una especie de estructura interna. Así es como los científicos de la época comenzaron a pensar que el átomo que habían encontrado no era realmente lo que estaban buscando: no era fundamental, irrompible.
Lo que descubrió Dalton no era el átomo indivisible de los griegos. Dio con algo muy pequeño que compone la materia pero… ¿por qué tantos átomos distintos? ¿Por qué tantos elementos? La búsqueda continuó y pronto se descubrió que, en efecto, los átomos estaban compuestos de algo más pequeño. Con lo que el nombre “átomo”, que significa “indivisible” en griego, se convirtió en un error histórico. Culpa de los químicos. Pero no nos adelantemos, vayamos paso a paso.
Tenemos muchos átomos ordenados en una preciosa tabla pero sospechamos que la historia no acaba ahí y que todavía podemos alcanzar más profundidad en el interior de la materia. Vamos a bucear en las intimidades del átomo para ver exactamente qué es eso que ha encontrado Dalton. Vamos a atrevernos a explorar el mundo microscópico hasta lugares donde nadie había llegado. Y para esta nueva aventura contamos con un gran héroe, un luchador incansable que ha recorrido niveles y pantallas de videojuegos uno tras otro desde la década de 1980 sin cansarse de saltar y de morir una y otra vez. Con nosotros se encuentra Mario Bros
.
Rompiendo el átomo con Mario Bros
—No, con Mario no. Soy Luigi, el hermano. Que Mario siempre va de estrellita apareciendo en todas las aventuras y yo soy siempre el que va detrás. Además le duele la cabeza de tanto golpear cajas. Así que lo dejé en casa con Peach y me encargo yo de esto, que lo de buscar piezas, para un plomero es pan comido. Aquí estoy con Yoshi, que es un gusto viajar con él porque, como no habla, pues no molesta. Ni se queja ni hace nada. Ahí está parado, sonriendo. Pobre alma. En fin, a lo que vamos: estaba yo paseando por la Toscana, vi una tubería verde que salía del suelo y ya me involucraron… Aquí estoy, en Inglaterra en 1896. Según dicen es el año en el que va a tener lugar un descubrimiento histórico. ¡Mamma mia, qué ganas, qué emoción!
A esta gente lo que le ocurre es que en las últimas décadas le ha estado dando vueltas a un juguetito en forma de tubería (aunque para mí todo tiene forma de tubería, de seta o de pizza de pepperoni) al que llaman tubo de rayos catódicos. Mira qué interesante: se coloca en un tubo de cristal un gas a baja presión (imagínate que hay poco gas en el tubo) y establecen una diferencia de potencial eléctrico entre los extremos (como las pilas del control de Nintendo, con un polo positivo y otro negativo). Al hacer esto, si la presión es baja, aparece una luz. Una luz parecida a la de los carteles luminosos. Como esa luz que hay en esos clubes sociales que hay por todos los lados en las carreteras de España, también en Italia. El invento fue de Heinrich Geissler, en 1857. Nadie entendía qué era esa luz, pero esto no impidió que fuera un éxito tan grande como la aparición del Game Boy
mucho después. Pero la cosa no paró aquí. William Crookes, en 1870, consiguió bajar mucho más la presión y observó algo nuevo: la luz desaparecía, pero se observaba un destello en el ánodo (el electrodo positivo). Además colocó una cruz en medio del tubo (tubería para los plomeros) y pudo ver su sombra proyectada en el ánodo. Algo estaba viajando por el tubo en línea recta. Lo llamaron rayos catódicos. Pero la pregunta seguía en el aire (y en el gas de baja presión): ¿qué diablos son estos rayos?
Ésa es la situación en la que nos encontramos ahora, en este precioso lugar, Cambridge, Inglaterra, mientras me termino este plato de penne a la gorgonzola y estos profiteroles… Bravo. Grazie, tutto delizioso. Andiamo, bambino, que estamos a punto de hacer historia. Ese edificio que tenemos enfrente no es otra cosa que el famoso laboratorio Cavendish. Por aquí han pasado grandes científicos como Maxwell o Rayleigh y hoy vamos a conocer a alguien que se va a convertir en una leyenda, un físico que hará historia. Estamos a punto de conocer a J. J. Thomson.
Pasa, Yoshi. Sube las escaleras. Abre esa puerta, sí, sin miedo. Ya casi estamos. ¡Sí! ¡Ecco! Hemos llegado, ahí está Thomson con su tubería, quiero decir el tubo de rayos catódicos. Como ves, está midiéndolo todo con mucho detalle. Bueno, en realidad ni lo toca. Es que dicen que es un patán con los experimentos y prefiere no tocarlos y que los haga otro. Como yo para limpiar los platos. ¡Qué listo! El caso es que midió la velocidad de los rayos catódicos y descubrió que era menor que la de la luz. También vio el efecto con campos eléctricos y magnéticos, por lo que concluyó que debía de tratarse de partículas cargadas. Además calculó la relación carga/masa de estas misteriosas partículas. Aquí lo vemos en su último experimento, Yoshi, ya sólo le falta obtener la masa y el descubrimiento será suyo. Mira su libreta, ahí lo tiene todo anotado: partículas ligeras con carga negativa. Con una masa… ¡unas dos mil veces más ligera que el átomo de hidrógeno! Ha encontrado la primera partícula más pequeña que el átomo: ha roto el átomo en sus componentes. ¡Los átomos no son indivisibles, Yoshi! ¡Lo ha logrado! ¡Y sin comer una sola seta
!
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