—Oye, perdón, ¿venís de la manifestación?
—Sí, ¿se nota, verdad?
Había contestado sonriendo. Ambos tenían dos o tres años más que él...
—Sí, ¡es muy peligroso lo que habéis hecho!
—Bah, es solo un mal momento, no dura ni un minuto, todo se juega en una carrera, no te tienen que coger.
Dirigiéndose al mismo que le había contestado:
—¿Qué idea os inspira más?
Después de mirar unos instantes al suelo moviendo la cabeza, como sopesando la respuesta, interrogó a su amigo:
—¿A ti qué te parece?
—Mmm, creo que el último que intentó realmente de hacer algo fue Jesucristo, ¿no crees?
—Sí, es posible...
—De verdad —este será más marxista, pero no quiere división en la acción—, ¡encuentro que tenéis mucho valor!
Al terminar sus jarras, se despidieron de Iván y desaparecieron por la entrada ancha, abierta con los dos batientes replegados. Iván se quedó mirando la luminosidad en la plaza... ¡¡Qué grisáceo más prometedor!!
Al día siguiente, en la pausa de las 10:00, Iván fue a la cafetería y vio que Norio estaba con Yukari y Sumiko, otra japonesa de la clase que tenía veintinueve años. Se acercó al camarero de sala para pedir y pagar ya un café solo; seguidamente se dirigió a la mesa y se sentó:
—Hola a todos. Norio, ¿qué te parece si almorzamos en Casa Domingo?
—Ah, sí, tengo que conocer este restaurante. ¿Venís con nosotros? No está lejos, está cercano a Argüelles...
—¡Sí, es una buena idea!
—¡Sí, sí!…
Las dos parecían encantadas, ¡gran Norio!...
—Lo que pasa es que sería mejor no ir a la última clase. Así, si llegamos cerca de las 13:00, encontraríamos más fácilmente una mesa libre...
—Sí, sí, nos iremos al mediodía…
Llegó el camarero y sonrió:
—Aquí tiene su café, ¡ya pagado!…
—Gracias.
Cerca de las 12:50 llegaban al restaurante, y el jefe:
— ¿Sois cuatro?
—Sí.
—Tenéis dos mesas completamente libres…
Eligieron la mesa más hacia el interior. Estaba en la fila derecha. Uno tras otro fueron a limpiarse las manos, los servicios se encontraban tras una puerta a la izquierda, en la mitad del túnel casi espantoso entre la sala y la cocina invisible, qué pasadizo más guay.
Fueron servidos rápidamente. Sumiko e Iván, una ensalada de tomates; Yukari y Norio sendas sopa de fideos, y Sumiko:
—Este sitio está muy bien. ¿Cómo lo descubriste?
—Bueno —cojonudo así quedo modesto—, fue el azar.
Aunque vibraba cada vez que cruzaba la mirada de Yukari, Iván se sentía más calmado, mejor en pequeño comité, que en la cafetería de la Facultad de Letras. Un momento, con la mano tapando su boca, Sumiko (riéndose):
—¡Estaba comentándole a Yukari que sois más jóvenes y que tal vez os estamos pervirtiendo, ji, ji, ji!
Yukari también se reía con la mano delante, y Norio:
—Tengo hambre de mujeres: ¡acepto todas las edades!
—¡¡Noorio!!
Las dos se reían aun más... El almuerzo prosiguió alegre, al ritmo del vaivén del jefe entrando y saliendo del pasadizo. Era evidente que Yukari, con las mejillas algo rosadas, era la más afectada, pero los cuatro sentían un calorcillo suave por el vino con gaseosa... Con el café, los tres japoneses sacaron sus paquetes de cigarrillos; Yukari invitó a Iván, que aceptó aunque no solía fumar. Al intentar hacerlo sin tragar el humo, se fijó en un cartel que estaba al inicio del pasadizo oscuro. Reproducía una pintura de Klimt, esos ojos casi cerrados, es como oriental, su cuello, sus hombros, está envuelta en una cortina que al bajar se vuelve más fina y transparente; es como un visillo...
—¡Iván, Iván…!
Eran las dos chicas que lo llamaban...
—...¿Sí?
Ya se había despertado de su ensoñación, y Sumiko:
—¿Qué quieres hacer después?
—Mmm, si no os molesta, primero quisiera pasar a la pensión para dejar la bolsa y limpiarme los dientes.
—Ji, ji, ji. Ah, sí, sí, claro: ¡qué elegante limpiarse los dientes después de almorzar!, ¡qué francés, ji, ji, ji…!
Los tres japoneses se reían de buena gana...
—¡Ji, ji, ji, ji, ji…!
—¡Ji, ji, ji, ji, ji…!
—¡Ja. ja, ja, ja, ja…!
—Ja, ja, ja —qué graciosos son—, ¡ja, ja, ja,ja…!
El día sábado 5 noviembre, después de haber desayunado en el bar que quedaba justo debajo de su pensión, Iván sintió ganas de pasear y se dirigió hacia la plaza de España sin tener claro ningún destino posterior. Llegó a la plaza, abierta a un sur un poco desviado hacia el suroeste me parece, y prolongó el paseo subiendo el falso llano de Princesa. En Alberto Aguilera bajó los escalones de la estación de metro de Argüelles lanzando una mirada al cielo, hasta luego, azul. En el quiosco de prensa, una decena de metros antes de la taquilla, notó a Miles Davis en la portada de una revista, la compró; era un semanario muy fino, de apenas una veintena de páginas, que se llamaba Rock Express. Traspasado el torno de acceso, anduvo lento mirando la portada; en ella se veía al jazzista ataviado de una camisa sombría, con lunares blancos, abierta en el pecho; llevaba gorra blanca, gafas negras y un pañuelo en el cuello; entre fino y macarra. Arriba de la imagen el titular preguntaba: «Miles Davis, ¿una nueva estética punk?»
—¡¡Jo, jo, jo!!
Al levantar la vista vio unos pequeños carteles que anunciaban el concierto de un grupo llamado La Romántica, banda de la Escuela de Arquitectura Técnica, para este mismo día a las 21:00. Como responsable de la organización del concierto se mencionaba el colectivo de la Cochu.
Más tarde, cerca de las 20:40, habiendo dejado atrás la plaza de la Moncloa, Iván bajaba unos trescientos metros de la avenida de Séneca, muy arbolados, con especímenes grandes en ambos lados. Notó que de todas partes estaban llegando jóvenes, la gran mayoría con melena y pisada decidida. En la calle Martín Fierro, ya muy cerca de la Escuela de Arquitectura Técnica, se sintió, ¡felizmente!, engullido entre varios centenares que iban...
Un poco más de dos horas después, el público salía alegre del recinto, mientras la inmensa mayoría se quedaba para charlar el tiempo de un cigarrillo. Iván no se detuvo e inició, acelerado, la subida de los trescientos metros de oscuridad salpicada a cada lado por las claridades de ocho farolas. Sin pararse, se fijó en unos troncos tocados por estas claridades, las estrías del tronco, relieve, tacto y tiempo... Alcanzó la luminosidad tenue pero amplísima de la plaza de la Moncloa con el cuartel general del Ejército del Aire a la derecha. Al salir de la plaza, doscientos metros más adelante, apareció la espuma del alumbrado de la calle Princesa extendiéndose levemente descendente hasta la plaza de España. Ralentizó un poco el paso. En su cabeza bullían sonidos del concierto. Miró atrás y viéndose suficientemente aislado empezó a canturrear:
—No me gusta el rock, no me gusta el rock, que me den música ¡country coouuntry, cooouuuntry…!
Y seguido, ya más fuerte:
—BABA UNA UNA UAAANNN —(simulación de solo de guitarra eléctrica)—, ¡¡NO ME GUSTA EL ROCK!!
Dos días más tarde, el lunes 7 de noviembre, cerca de las 20:45, Iván entró en su habitación. Una lluvia muy fuerte lo había sorprendido cerca de Cuatro Caminos. Se quitó los zapatos tenis, los calcetines y toda la ropa, se secó someramente con una toalla pequeña y empezó a vestir ropa nueva: pantalón, zapatos más potentes pero sin calcetines, luego un jersey y el impermeable, y salió a llamar a la habitación de su amigo japonés...
—Hola, Norio...
—Hola, Iván...
—¿Has cenado?
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