—¿Lado océano Pacífico o continente?
—Está en la costa sureste, lado océano Pacífico.
Cuatro días más tarde, el lunes 10 de octubre, en el descanso del mediodía Norio e Iván, en algún tramo de la parte más interior de la larguísima barra de la cafetería, acababan de tomar el primer trago de su caña. Minutos antes, Norio le había anunciado que tenía una noticia para él y después de haber encendido un cigarrillo Fortuna le informó:
—Va a haber una habitación libre en mi pensión y la señora está interesada en verte, ¿puedes pasar esta tarde?
—Sí, sí, claro.
Cerca de las 17:30, en un pasillo de la pensión de Norio, en la calle del Desengaño, muy cerquita de la Gran Vía y de la plaza del Callao, la señora llevaba a Iván hacia la habitación libre...
—Te la puedo reservar para el mes de noviembre.
Abrió la puerta. Era totalmente interior, un papel gris con motivos marrones que se repetían cubría las cuatro paredes, una bombilla desnuda pendía encima de la cama; se podía encender al entrar y desde otro interruptor al lado de la cama, de todos modos, me ahorro mucho dinero...
—La cojo.
—Está bien, pero tienes que darme algún adelanto...
—No llevo dinero encima, pero mañana puedo pagar el mes entero...
Cerca de las 20:50, al llegar a Antonio Arias, Iván decidió no decir nada a la casera, mejor no fastidiarme una noche tranquila de sofá y tele.
Un día después, cerca de las 7:45, cuando terminó de desayunar, Iván se levantó de la mesa pequeña de la cocina, como recordando de repente:
—¡Ah, sí! A final de mes me voy a mover a una pensión más cercana a la universidad...
—¡Pero tu madre me había dicho que era para todo el año!
Una mueca de disgusto afloró en su boca al cerrar la puerta. Con un soplo:
—¡Es que esto es un negocio!, ¿sabes?
—Sí, lo siento… Hasta luego.
A las 12:00, al terminar las clases, decidió no coger el autobús y anduvo solo por el camino ajardinado hasta la estación de la Moncloa...
Emergió del metro en la soleada Goya. Llevaba una bolsa de plástico con una carpeta de hojas, un estuche con dos bolígrafos, un libro de cuentos de Ignacio Aldecoa y otro de poesía. Le inquietaba encontrarse con la señora, pero emprendió Narváez... En la calle Alcalde Sainz de Baranda, al ver una muchedumbre de hombres como asediando la barra codo a codo y extremadamente alegres, entró... No lograba pedir nada a los dos camareros, tan irremediablemente separado de ellos por la muralla humana estaba, pero dándose cuenta de ello, un hombre:
—¡Pasa, joven!
—¡Gracias!
—¡De nada, hombre!
Bebió sin prisa su vino tinto, aun anonadado al ver a esos hombres mayores bebiendo vino con tanto ardor... Pidió dos tintos más... Salió del bar un poco piripi. Al cruzarse con los viandantes oía un sonido, «fffrrruuu», y sentía el aire desplazado en su cara...
La señora le abrió la puerta...
—¡Hola!...
—¡Hola! ¡He preparado unos macarrones con tomate!
—¡Qué bieeen, gracias!
Sintiéndose aliviado, ¡no va a haber guerra!, se dirigió a su habitación. Dejó la puerta completamente abierta, puso su material escolar sobre la mesa, se quitó la americana y los zapatos, enfiló las sandalias de piscina y bajó las persianas. Preveía echarse por una vez un ratito después de haber almorzado, además, es una costumbre muy extendida entre los espías, ja, ja, ja...
—¿Pero no te gusta la luz?
Era Elisabeth, que se había parado delante de la habitación...
—Sí que me gusta la luz, justamente así veo las líneas de luz entre las tablillas.
Tres días más tarde, el viernes 14 de octubre, cerca de las 12:30, Hilaire e Iván, recién salidos del autobús, entraban precipitadamente en un bar de Meléndez Valdés en el barrio de Argüelles. Estaba lloviendo a cántaros, no habían ido a la última hora de clase... Ya con sus cañas se dirigieron a la sala trasera, dos escalones arriba, para estar más tranquilos.
—Todas las mesas están libres, je, je, je...
Con unas servilletas de papel se secaron un poco la cara, se zamparon las dos patatas al tomillo ofrecidas, bebieron el primer trago y posaron sendos vasos...
—¿Entonces en Haití has estado dos años en la cárcel?
—Sí, fui liberado en 1971, cuando llegó Baby Doc al poder. Suele pasar que en los intermedios entre dictadores se relaja un poco la presión. Mi madre me cuidó para que recobrara la vista y pudiera mantenerme sobre las piernas; es que en esos dos años no había visto el sol y solo nos daban plátanos para comer. Cuando me vio suficientemente recuperado, me compró un billete de avión para salir del país, ya que lo más probable era que las cárceles se llenaran de nuevo, como de hecho ocurrió poco después.
Cuando al siguiente día siguiente, cerca de las 16:35, sonó el timbre, la hija de treinta y siete años se levantó del sillón como un resorte y se lanzó a esprintar para abrir la puerta como si fuera una chavala. Elisabeth no se encontraba en casa.
—¡Hola, buenas!
—¡Hola, qué tal!
Era una voz masculina, ¿¡es el poli!? A los pocos segundos llegaba al salón un hombre de complexión fuerte y al ver a Iván, ¡sí, es el poli!, levantó los ojos hacia el techo...
—¡Hijo!, ¿qué tal estás?
Se inclinó para besar a su madre, sentada en el sillón. Tenía unas patillas espesas, cogió sitio en el sillón de al lado, que justo antes había ocupado la hija...
—Este es Iván, el nuevo inquilino francés...
Se saludaron de manera ya oficial con sendos movimientos de cabeza. La señora pidió a su hija apagar el televisor, los tres empezaron a charlar mientras Iván hojeaba un Cambio 16, aunque también prestaba mucha atención a lo que decían. Bastante pronto la charla empezó a derivar hacia la situación del país. El «secreta» objetaba que la economía estaba muy mal. Iván, con el ritmo cardíaco ya acelerándose un poco, no conseguía leer la revista… Ahora se quejaba de la pérdida de orden en la calle...
—¡Ya, hijo, pero el orden que teníamos!...
—Pero si vieras lo que está pasando realmente, en profundidad, no es admisible...
Haciendo acopio de voluntad, Iván intervino:
—Bueno, tal vez no hay que ser tan pesimista. ¡En este Cambio 16 hay unas declaraciones de San Carrillo asegurando que va a hacer todo lo necesario para la estabilidad de España!
Mirándolo con unos ojos horrorizados y grandemente abiertos, el hombre:
—Se llama Santiago Carrillo, no San Carrillo, ¡no es ningún santo!
Sintiéndose de repente más desenvuelto, Iván:
—Realmente, creo que España tiene suerte de tener gente como Carillo y Sánchez. ¡Parecen muy responsables los dos!
Mientras, había hablado la hija expresando su acuerdo con movimientos de cabeza muy marcados y un:
—¡Sí, claro!
Aflojando el nudo de su corbata, el hombre:
—Bueno, habría que ir por partes...
—¡Ah!, ¿no te he contado lo de Merche?
Era la señora que acababa de intervenir...
—No.
—Ha estado en Trujillo y dice que es una ciudad bellísima...
La conversación ya cogió otros derroteros... A poco más de las 17:00, Iván se despidió para salir a pasear. Bajó las siete plantas tragándose los escalones de dos en dos. Aun atento a no caerse, atesoraba la mirada incrédula del policía secreto al oírle decir «San Carrillo», ¡¡qué equivocación más cojonuda tuve!!...
Dos días más tarde, el lunes 17 de octubre, cerca de las 14:30, Iván se encontraba en el barrio de Argüelles e iba eligiendo su camino dejándose tentar por intuiciones, a ver esta calle con el tronco inclinado... Había avisado a la señora que no iba a almorzar en casa. Atravesó Alberto Aguilera corriendo y tomó la primera a derecha, un dédalo de calles, se internó en San Vicente Ferrer, cuya calzada se presentaba estrecha y llana unos decámetros antes de desaparecer de la vista; luego, a unos doscientos metros largos, volvía a aparecer remontando tras la aún invisible calle de San Bernardo. Fijándose en lo más cercano, vio a una decena de metros, al lado izquierdo, una enseña y leyó sobre su fondo blanco «Restaurante Casa Domingo», ¿a ver qué tal?
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