Dejó la maleta abierta en el suelo, contra la pared, y fue a llamar a la puerta de la habitación de Norio...
—Hola, Norio...
—Hola. ¿Ya te has movido?
—No del todo, ya he llevado la maleta pero me queda traer la bolsa...
—¿Cuánto vas a tardar?
—Calculo que en una hora estaré aquí...
—Cuando llegues podríamos jugar al flipper en el bar debajo...
—Sí, sí, perfecto.
Más tarde, cerca de las 16:10, Norio llamó a la habitación de Iván invitándole a tomar un té japonés...
—SÍ, YA VOY...
Volvió a su habitación. Un minuto más tarde llegaba Iván y Norio, quitando un cartón de la única silla:
—Puedes sentarte...
Norio enchufó el hornillo eléctrico, alcanzó una cacerola pequeña, la llenó de agua del lavabo, está bien tener un lavabo, (Iván no tenía lavabo en su habitación), puso la cacerola sobre el hornillo que ya se había enrojecido, encendió una lámpara pequeña, apagó la luz general y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas... Por la ventana se veía, a unos quince metros hacia el sur, el muro gris de un edificio, con una luminosidad muy debilitada ya que el cielo se había nublado bastante... El agua ya hervía... Norio llenó las dos tazas y tendió una a Iván...
—Gracias.
El joven japonés dejó su taza en el trocito de suelo iluminado por la lámpara y alcanzó un pequeño recipiente con un cubo rectangular blanco dentro...
—¿Qué es eso? ¿Un queso?
—¡No!, es un tofu, me encanta. ¡Estoy absolutamente loco por el tofu!
Iván probó el tofu, está bien... Tazones humeantes en manos y casi sin hablarse, bebieron a tragos mirando el grisáceo afuera.
Dos días más tarde, el lunes 31 de octubre, en la pausa del mediodía Iván estaba con Norio en una mesa de la cafetería. Se encontró también con Kayako, otra japonesa que tenía veinte años; Yukari, la chica con quien había compartido su libro días antes, que ya tenía veinticuatro; y Rick, un estadounidense de veintidós que, alto y con pelo medio largo, vestía pantalones y chaqueta ambos de tela vaquera. Como estaba algo nervioso por la presencia de Yukari, cuando no cogía su taza de café Iván mantenía las manos bajo la mesa. Luego, cuando se levantaron para retornar a clase, Kayako dirigiéndose a él:
—¡Estás muy silencioso!
—Sí, a veces me pasa.
A las 14:00 salió tan rápido del aula que se encontró en el autobús sin ningún colega de clase al lado. Desde la Moncloa se puso a andar a buen ritmo hasta llegar al restaurante Casa Domingo... Todas las sillas estaban ocupadas y esperó cerca de la entrada. Llegó otro cliente, los dos tuvieron cuidado de no mirar demasiado a los que ya estaban tomando el postre, preferiría sentarme en la parte más adentro. A él le gustaba el carácter más íntimo de la zona más interna, pero la primera silla que se liberó fue de la mesa junto a la ventana con cortinilla blanca, y el jefe:
—¡Siéntese allí, caballero!
—Gracias —¡Qué le vamos hacer!...
Terminada la sopa de fideos, Iván se echó hacia atrás levantando del suelo las dos patas delanteras y apoyando la extremidad derecha del respaldo de la silla sobre la pared; arriba de la cortinilla el cielo aparecía diáfano, bueno, al final con este azul voy...
El martes 1 de noviembre Iván se despertó alrededor de las 8:00 con un dolor de cabeza. Es que, como no tenía clases, había bebido más de la cuenta la noche anterior. En seguida se esforzó en levantarse y vestirse, se dirigió al bar de abajo y a los cinco minutos ya estaba desayunando un café con leche grande con una ración de porras. La visión de la calle y una cascada de pequeños acontecimientos simultáneos como voces, gestos y ruidos del flipper empezaron a levantarle el ánimo, y, cuando hubo terminado de desayunar, el dolor de cabeza había desaparecido...
Cerca de las 16:15, Iván andaba al azar por callecitas no muy lejos de su pensión cuando su ánimo decayó vertiginosamente. Notó un hormigueo desagradable en su espalda. Solía tener momentos de ansiedad así los domingos ante la visión de calles desiertas, mortecinas. Se replegó en su habitación y se metió en la cama, va a pasar...
A las 18:20 salió de nuevo a la calle, me siento mejor, suele ser así cuando ha caído la noche ya completa. En la calle Fuencarral, a unos ciento cincuenta metros de la glorieta de Bilbao, vio escrito arriba de una ancha entrada en la acera de enfrente: «El Drugstore de Fuencarral, abierto 24 horas». Atravesó la calzada y entró en el local, que parecía muy amplio; no se veía su final. A una decena de metros, una barra de bar se escapaba hacia dentro. Entre otras cosas, se vendían periódicos, discos y casetes. Compró El País y fue a la barra a pedir una manzanilla. Desestimando las mesas para cuatro personas, se sentó en una de las dos mesas rectangulares muy largas en las que podían caber fácilmente una quincena de personas y que estaban cerca de la entrada. Leyendo y bebiendo a pequeños tragos, llegó a sentirse bastante a gusto, uff, sí, ¡ya me siento bien del todo!
Dos días más tarde, el jueves 3 de noviembre, a las 7:00, Norio llamaba a la puerta de la habitación, pero Iván, que apenas había empezado a despertarse. Gritó:
—NO ME ESPERES —¡¡¡mi cabeza!!!—, HOY NO VOY.
—¡VALE, JA, JA, JA! HASTA LUEGO.
Llegó a levantarse aproximadamente una hora más tarde. Cuando tomó el desayuno en el bar de abajo, el poco dolor de cabeza que le quedaba se esfumó. La luminosidad en la calle del Desengaño era muy gris, pero no es un gris prometedor, no creo que vaya a llover.
Un poco más tarde, cerca de las 11:25, bajando la Gran Vía en dirección de la plaza de España por la acera norte, Iván acababa de rebasar la calle de los Libreros cuando se inmovilizó al ver un centenar de jóvenes irrumpiendo en plena calzada una cincuentena metros más abajo, en el cruce con San Bernardo. Más allá, en la plaza de España, aparecieron unos faros giratorios azules; eran de una decena de furgonetas policiales que empezaron a subir lentamente la Gran Vía... Al llegar a tiro de piedra de los jóvenes, empezaron a recibir objetos diversos y de las furgonetas salieron policías con cascos y fusiles. Se oyó un primer disparo y varios más, una espesa nube invadió la calzada; ya no se percibían los faros azules. Los jóvenes corrían para salir del humo. A uno le dolían tanto los ojos que se dejaba guiar por su amigo...
—¡NO VEO NADA!
—¡NO ME SUELTES!
Las siluetas de los antidisturbios emergieron de la polvareda en el cruce con San Bernardo, reaparecieron los faros azules girando e Iván empezó a retroceder en dirección de la plaza del Callao. Echó una mirada atrás y se asustó, ¡siguen subiendo, se están acercando!, y torciendo a la izquierda entró en la calle Tudescos. Al alcanzar la plaza Santa María Soledad Torres Acosta, miró otra vez para atrás: los jóvenes venían corriendo y tras ellos, en la Gran Vía, se veían unos antidisturbios con escopetas largas y gruesas, ¡a ver si entran en la calle!, y sin pensar más atravesó aceleradamente la plaza hasta meterse en un bar que hacía esquina con la calle de la Luna...
—Una infusión de verbena, por favor.
—Muy bien. —Está un poco pálido este chico...
Abonó la verbena y se fue a una mesa. A unos cinco metros, los dos batientes de la entrada del lado de la plaza estaban abiertos. Empezó a calentarse las manos en la taza, mirando hacia fuera. Entraron dos jóvenes que depositaron sus apuntes y libros en una mesa vecina a la suya; uno se sentó mientras que el otro fue a la barra a pedir dos jarras de cerveza. El que se había sentado recuperaba su respiración, el otro volvió con las bebidas, se sentó, chocaron sus jarras de buena gana y cuando terminaron de beber su primer trago, Iván:
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