La puerta de entrada se encontraba al fondo de un pequeño espacio de un metro de profundidad. Justo a la derecha de esta puerta estaba pegado un plástico con la carta. Sobre la lista de platos se anunciaba un menú setenta y cinco pesetas con entrada, plato principal, pan, vino, postre o café, ¡sí, que parece simpático! No se podía ver a través de la puerta porque su cristal, enteramente cubierto por innumerables pequeños relieves, resultaba muy opaco. Fue hacia la izquierda del espacio de entrada, donde estaba la más pequeña de las dos ventanas del escaparate, pero tenía un visillo blanco que impedía ver adentro. Continuó hacia la derecha, donde estaba la ventana más grande, que tenía un gran tabique rojo vivo que solamente dejaba ver algo del techo. Cerca, expuesta sobre un papel también de color rojo, una botella de vino tinto estaba al lado de una fuente rebosante de frutas de plástico. Volvió al espacio de entrada, tiró de la puerta y vio aparecer un pasillo entre dos hileras de mesas dispuestas en rombo. Avanzó. Aproximadamente a la mitad de la sala de apenas cinco metros de ancho sobresalía medio metro de pared perpendicular al lado izquierdo y oeste. Este pequeño obstáculo desbarataba la total perfección de la lisura de la pared izquierda, pero afectaba muy poco visualmente. A la postre, solamente escondía una silla en la mesa inmediatamente posterior, pero sí que podía tener una influencia psicológica importante al definir claramente sector exterior y la parte más interior de la sala. Se paró al lado de la mesa que estaba justo tras esta pared, con tres comensales. Las demás mesas también estaban ocupadas, qué pena, no hay mesa libre. Después de esta constatación, desilusionado, se dio media vuelta para irse, pero el camarero, que también era el jefe, mientras atendía a un cliente se dio cuenta de ello y en voz alta:
—¡SEÑOR!, ¿QUIERE ALMORZAR?
Llevaba pantalón negro, camisa blanca y trapo blanco sobre el hombro...
—Eehh… Sí.
—¡Venga!
Lo dirigió hacia la misma mesa tras la diminuta pared a izquierda. En el rinconcito, la silla más invisible estaba libre...
—Con su permiso, señores.
—¡Claro!
—¡Claro!
Un treintañero se levantó para que pudiera pasar. Sentándose, dejó su bolsa de plástico con el material escolar en el suelo. El jefe le tendió un plástico con el menú y se fue. Algo intimidado, saludó al sesentón y a los dos treintañeros y empezó a leer el menú... Al depositar un café solo delante del sesentón, el jefe:
—¿De primero qué toma?
—¡Una sopa de fideos!
—¿Y de segundo?
—Albóndigas con patatas fritas.
El jefe giró la cabeza en dirección de un estrecho y oscuro pasadizo al fondo de la sala y con voz potente:
—¡UNA DE FIDEOS!, ¡UNA DE FIDEOS!
Dirigiéndose de nuevo a Iván:
—Y para beber, ¿vino con casera?
—Sí.
Ya se había ido y el sesentón, sacando un cigarrillo:
—¿Permiso?
—¡Claro!
—¡Claro!
La sopa de fideos aterrizó humeante delante de Iván, que se lanzó a comerla, mmm, qué buena y calentita. El jefe no paraba de entrar y salir del pasadizo cargado con platos que iba sirviendo a diestra y siniestra conforme avanzaba. Al final del pasadizo oscurísimo y de medio metro de ancho se percibía la luminosidad de lo que debía ser la cocina.
Al otro día, cerca de las 12:05, Iván volvía de la cafetería; subía la escalera para la última clase cuando lo alcanzó Hilaire:
—Tengo que decirte algo importante. ¿Después de clase vamos al bar del otro día?
—Sí, sí, de acuerdo.
Cerca de las 13:40, se encontraban en la sala trasera del bar en Meléndez Valdés...
—Entonces, ¿qué me quieres decir?
—En el descanso de las diez hablaste con los dos otros haitianos...
—Sí, coincidimos en la barra...
—Vi que te dieron una tarjeta...
La sacó de su bolsa y se la tendió:
—Sí, mira, tiene la dirección de su pensión. Está en la calle, a ver..., de San Agustín, cerca de las Cortes. Me han dicho de pasar por allí cuando quiera...
—Bueno, tienes que saber una cosa: el apellido de uno de ellos me pareció el mismo que el del cocinero de Papa Doc, y, por lo del envenenamiento, los cocineros de los dictadores son de máxima confianza...
—¿¡Ah, sí!?...
—No tengo ninguna prueba, pero ayer aposta expresé una duda sobre la elaboración de un plato haitiano y él me la aclaró superbién. De verdad me da la impresión de que es hijo del que fue cocinero de Papa Doc. Los saludo como si nada, pero mejor no les hables de mí...
—Bueno, solo quedé en visitarlos dentro de poco, pero tendré todo el cuidado.
Un día después, Iván entró al aula un par de minutos tarde y se sentó en la primera silla del rango más cercano a la puerta de entrada para no molestar. Era la primera clase y no había ni la mitad de los alumnos que habría en la segunda hora. No había nadie a su izquierda, los demás estudiantes estaban en los rangos de adelante. A los dos minutos vio el picaporte moverse, la puerta se abrió, ¡es la japonesita chula! La recién llegada se dirigió al rango posterior al suyo, la oyó pasando tras él y alejarse recorriendo todo el rango hasta alcanzar el pasillo lateral sureste, ¡avanza un rango, pero no más! Efectivamente entró en el rango donde estaba Iván, bien, prosigue hasta cerca de mí, pero se sentó mucho antes, ¡mierda! Unas once sillas los separaban. Ella sacó un bolígrafo y unas cuantas hojas sobre la mesa y empezó a remover el interior de su mochila pequeña… Ya hacía más de un minuto que estaba buscando algo, a ver si le falta el libro...
—PASEN A LA PÁGINA CUARENTA Y CINCO...
Iván pasó páginas haciendo el mayor ruido posible... Ella se rindió ante la evidencia y mirando a su derecha vio a Iván con el libro.... Cogió sus cosas y se levantó para acercarse, ¡súper!...
—Perdón, olvidé mi libro. ¿Puedo leer en el tuyo?
—Sin problema.
Le gustaban la delicadeza de su pañuelo en el cuello y el peso de su mirada, carne desnuda en el aire, atenta...
Ya tenía la página leída...
—¿Pue... puedo pasar la página?
—¡Sí, ji, ji, ji!
—Gracias —¡Un riachuelo su risa!...
Al día siguiente, jueves 20 de octubre, alrededor de las 17:00, Iván cruzó el Retiro y se dio cuenta de que su reserva de dinero era ya casi nula, voy a llamar a cobro revertido para que me envíen ya el dinero de noviembre... Preguntó para saber dónde podía hacer una llamada a cobro revertido, se le dijo que debía ir a la oficina de Telefónica en la calle Fuencarral... Su madre le dijo que siguiendo su intuición había enviado el giro por adelantado esa misma mañana.
Los días sucesivos Iván continuó dando una vuelta después de la sobremesa del almuerzo, pero ya no podía parar en ningún bar.
El jueves 27 de octubre, cerca de las 14:45, al abrirle la puerta, la señora:
—Ha llegado tu giro, para cobrarlo tendrás que ir al Palacio de Correos en la plaza de Cibeles...
—Bien, iré esta tarde...
—Mmm, haz lo que quieras pero me han dicho que lo podrás cobrar solo a partir de mañana.
La mañana siguiente, cerca de las 8:50, Iván salía del portal de Antonio Arias disparado bajo la lluvia, ¡sí que llueve de verdad, je, je!, rumbo al Palacio de Correos...
El sábado 29 de octubre, cerca de las 9:55, Iván salía del portal de Antonio Arias 15 con la maleta en mano. Iba a su nuevo domicilio en la calle del Desengaño. Luego iba a volver por la bolsa de cuero marrón, más fácil de llevar. Era una bella mañana bien despejada, esta luz radical me gusta. Evitó el parque el Retiro y empezó a subir Narváez; tenía ganas de multitud y de bocinazos. En la Puerta de Alcalá se metió en Salustiano Olózaga. Decámetros delante en la segunda esquina a la izquierda vio el cristalón de un bar, descansar un poco el brazo tomando una cañita, je, je, je...
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