1 ...6 7 8 10 11 12 ...29 —¿Eres francés?
Levantó la mirada hacia atrás para ver quién se había dirigido a él en la lengua de Molière. Era un hombre joven alto y fuerte, llevaba una jarra en mano...
—Sí, ¿tú también?
—No, yo soy americano.
—¡Ah!, ni tiene un acento quebequés, ¿entonces tal vez eres del Quebec?
—No, soy estadounidense, de la costa este.
—Pero hablas un francés perfecto.
—Es que mis padres son franceses; pero habiendo nacido allí, tengo pasaporte americano...
Sentándose, se presentó:
—Me llamo Eric.
—Yo, Iván.
—¿Eres nuevo aquí?
—Sí, llevo dos meses. Estudio...
—¿Qué estudias?
—Estudios Hispánicos para Extranjeros en la Complutense.
—¿Te gusta aquí?
—Mucho, mucho. Esta noche voy a un concierto de Morris...
—¿Quién es?
—Es un roquero argentino afincado aquí. No lo conozco, lo voy a descubrir. Hay un movimiento rock muy fuerte aquí...
—¿Tú crees?
—Sí... Y tú, ¿estudias?
—No, soy periodista.
—¿De qué periódico?
—No trabajo para un periódico, soy un periodista independiente, freelance.
—¿Y te vas a quedar aquí?
—Sí, por algún tiempo. Estoy trabajando en la situación política de este lugar.
—Es interesante lo de aquí, ¿verdad?
—Sí, un poco, lo que pasa es que acabo de llegar de Berlín oeste, donde trabajé sobre los movimientos alternativos. Allí sí que hay algo muy fuerte y veo bien el contraste: aquí es simpático, pero un poco superficial.
—Bueno, ¿¡así que Berlín es la rehostia!?
Se había lanzado a terminar su cerveza… Volviendo a colocarla en la mesa, dijo:
—Sí, te voy a contar... Pero antes voy a pedir otra jarra. ¿Quieres una?
—Sí, gracias.
Se levantó. No solo era fuerte, sino que incluso algo gordo, en cuanto a corpulencia sí que puede ser estadounidense; tiene algunos años más que yo...
Al poco más del minuto, volvió con las dos jarras.
—Gracias. Oye, yo tengo diecinueve años. ¿Tú cuántos años tienes?...
—Veinticinco.
Siguieron charlando. Pronto, Eric se definió como marxista-libertario. Cuando a la media hora aproximada intercambiaron sus números de teléfono antes de separarse, Iván pensaba haber sacado en limpio, sobre todo, que le encantaba el cantautor y poeta Wolf Biermann.
Al día siguiente, Sumiko, Yukari y Kayako tenían cita a las 17:00 con Ricardo, el amigo español de esta última; Rick, un estadounidense también de Estudios Hispánicos, e Iván. El lugar del encuentro era un bar de la calle Gatzambide, en la zona de Argüelles. La llegada de la noche no iba a tardar mucho. Cerca de las 17:10, Kayako y su amigo llegaron los últimos. Ya estaban los seis. Pronto, el amigo de Kayako dijo, dirigiéndose a Rick:
—Rick será de Richard, ¿no?
—Sí, es el diminutivo de Richard.
—Richard: Ricardo en español: ¡tenemos el mismo nombre!
—¡Ji, ji, ji! ¡Qué gracioso! ¡¡Ji, ji, ji!!…
—¡Ji, ji, ji!
—¡Ji, ji, ji!
Las tres japonesas se reían de buena gana tapando sus bocas...
Empezaron a dirigirse al pub que Ricardo les iba a enseñar. Kayako, Ricardo —con bigote de galán— y Rick iban en primera línea. Iván seguía tras ellos, y detrás de él estaban Sumiko y Yukari...
Al principio, Iván caminaba muy cercano del trío de delante, pero pronto empezó a dejarse distanciar. Llegó a tener a Sumiko y Yukari justo detrás. Llegó a oír de Sumiko:
—¡Creo que tiene más años que yo!
Iván aceleró el paso y llegó a un metro del trío delante.
—Oye, Ricardo; Rick tiene veintidós, yo diecinueve. Y tú: ¿cuántos años tienes?
—¡Uff, cómo me gustaría tener diecinueve años! Tengo treinta y tres.
—Jolín, te conservas bien.
Llegaron al pub. Estaba en una adyacente a la plaza Olavide; su escaparate era opaco, sin ventana alguna. Entraron, la luminosidad estaba tenue, había sofás de cuero taburetes pequeños con asientos también de cuero y la música sonaba potente... Al tener las tres cañas y tres jarras pedidas, el grupo se fue dislocando con Kayako y Ricardo yendo a la esquina más interior de la barra, Sumiko contestando a desconocidos que habían empezado a preguntar por su nacionalidad y Rick atendiendo a una desconocida, por lo que Yukari e Iván quedaron en el tramo central de la barra, donde había más luminosidad...
—¡Ven, Yukari! Allí hay menos jaleo...
Fueron hacia la esquina de la barra aledaña al escaparate, algo oscurecida y completamente vacía. Al haberse dado media vuelta, ella:
—¿¡Para qué me has traído hasta aquí!?
—Mira...
Ya no sentía su latido, esos ojos indómitos...
—¡Yukari, te quiero!
—Iván, te quiero mucho pero solo como amigo. No más, lo siento...
—Pero no lo puedo remediar. ¡Te voy a seguir queriendo!...
—¡Qué pesados esos chicos! Y tú, Iván: ¿qué tal?, está bien aquí, ¿verdad?...
Era Sumiko que acababa de llegar...
—Sí, sí es verdad, pero acabo de darme cuenta de que tenía que ver a mi amigo Eric en el Drugstore de Fuencarral y tengo que irme...
—¿¡Pero cómo has podido olvidar una cita!?
Empezó a tomar unos tragos precipitados y, al terminar uno más largo:
—Yo tampoco lo entiendo, pero es así. ¡Hasta luego! ¡Decid adiós a los demás!
Salió y se puso a andar superacelerado, manteniendo cerrado el cuello de su abrigo con la mano derecha, ¡lo único bueno es que con la noche casi no se me ve!
Dos días más tarde, el lunes 14 de noviembre, cerca de las 17:15, Iván entró en un bar en lado norte y de los pares de la calle San Vicente Ferrer. La caña estaba servida y empezó a beber vigilando la apertura del pub El Antro Más Distinguido, a una treintena de metros, en la minúscula acera de enfrente. Este local tenía una rocola: también por eso había pensado que era un buen sitio para esperar… Cerca de una hora más tarde dejaba su vaso vacío en la barra y sonaba la canción que había seleccionado. No se veía al dueño, la trampilla en el suelo tras la barra seguía levantada, el hombre está abajo otra vez, llevaba más de un cuarto de hora subiendo cajas de bebidas desde el sótano. Iván se acercó a la entrada más hacia el este, entreabrió su batiente acristalado y miró hacia el Antro canturreando bajito, con una expresión muy sentida, la canción que sonaba, aún no ha abierto; bueno al menos ha empezado a llover... Finalizada la canción, volvió a seleccionarla en la máquina de discos. Apenas volvió a sonar y el dueño apareció en la trampilla subiendo otra caja e irguiéndose. Estuvo resoplando con una expresión de tan profundo cansancio que una duda asaltó a Iván: ¿Estará cansado por remover tantas cajas pesadas o más bien está saturado con la repetición de mi canción?...
—Perdón, ¿me puede poner otra caña?
—Sí, voy a ponerla. Solo le pido un momento...
Se estaba secando la frente. Iván no llevaba la cuenta exacta, pero era como la duodécima vez seguida que había seleccionado la canción Ti amo, de Umberto Tozzi, pensando en Yukari...
—Sí, sí, no tengo prisa, por si acaso, no voy a ponerla más.
El día siguiente, cerca de las 17:15, Hilaire e Iván, entre una multitud en la calzada de la pequeña Santa Brígida, estaban delante del teatro Martín. Con los nervios de la expectación estaban más callados que de costumbre, a una veintena de metros en la calle Fuencarral, luminosidad suave, unos coches estaban inmóviles o avanzaban lentamente...
Llevaban escasos cinco minutos repantigados en sus butacas en el teatro Martín cuando las luces se apagaron y se abrieron las dos cortinas con el típico sonido. En el escenario aparecieron tres focos de luz blanca que seguían a dos hombres y a una mujer que se desplazaban y gritaban. Los tres subieron en una especie de andamiaje y, agarrándose a los barrotes, sus gritos se hicieron aun más estremecedores, parecen animales asustados, los tambores fueron redoblando y quedó una sola luz blanca saltando de un rostro a otro. Hilaire respiró hondo, se removió en su asiento y, bajito, sopló al oído de Iván:
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