Las reformulaciones más recientes de la noción de progreso son, sin duda, mucho menos ambiciosas desde un punto de vista metafísico y mucho más diferenciadas internamente. Aunque algunos defensores de esta noción todavía quieren defender la idea de que ha habido un progreso demostrable no solo en los ámbitos técnico-científicos, sino también en los ámbitos político-morales (Habermas, 1984, 1987; McCarthy, 2009); sin embargo, consideran el progreso en dichos ámbitos como fenómenos desagregados. Para Habermas, por ejemplo, no hay razón para pensar que el progreso técnico-científico debería conducir al moral y político o viceversa; mucho menos para pensar que el progreso en cualquiera de estos ámbitos deba conducir a un incremento en la felicidad humana. Incluso dentro del ámbito moral y político, el progreso económico puede estar desvinculado del progreso moral, el progreso moral del progreso cultural, y así sucesivamente. Finalmente, en todos estos diversos ámbitos, el progreso se entiende en un sentido posmetafísico como un logro histórico contingente, resultante de la acción humana y, por lo tanto, sujeto a reversiones y regresiones.
Se han ofrecido dos tipos distintos de argumentos para sostener que la teoría crítica necesita de una idea de progreso para ser realmente crítica. El primer argumento es que necesitamos la idea de progreso hacia algún objetivo con el fin de tener algo a lo que podamos aspirar políticamente para hacer que nuestra política sea genuinamente progresista (McCarthy, 2009). El progreso entendido en este sentido está conectado con la famosa tercera pregunta de Kant: ¿qué puedo esperar? Para que una teoría sea crítica, debe estar conectada con la esperanza de una sociedad significativamente mejor, más justa o, al menos, menos opresiva. Tales esperanzas sirven para orientar nuestros esfuerzos políticos y, para contar como esperanzas genuinas, deben estar basadas en la creencia de la posibilidad de progreso. Esta afirmación puede fundarse en cierto tipo de argumento trascendental: cuando un teórico critica una característica existente del mundo social o político, presupone de manera necesaria un ideal a la luz del cual hace esa crítica y, además, se compromete con la afirmación según la cual el logro de ese ideal constituiría un progreso moral o político de algún tipo —o tal vez solo normativo; nada en particular pende de estas distinciones, al menos no por el momento—.
La segunda razón por la cual se cree que la teoría crítica depende de una idea de progreso implica un tipo de argumento trascendental distinto pero relacionado. La idea aquí es que, en la medida en que los teóricos críticos alientan ciertos eventos políticos en su propio tiempo —tomando como caso paradigmático la posición de Kant con respecto a la Revolución francesa—, necesariamente se comprometen a ver esos eventos como mejores que lo que los preceden y, al hacerlo, ellos mismos se comprometen con la idea de que al menos ciertas características de su mundo social y político son el resultado de un proceso progresista de desarrollo o aprendizaje histórico.
Estos dos argumentos a menudo están estrechamente entrelazados en formas que analizaré a continuación. Por ahora, quiero resaltar que hay dos concepciones distintas del progreso implícitas en estos argumentos. La primera concepción es prospectiva, orientada hacia el futuro. Desde esta perspectiva, el progreso es un imperativo moral y político, un objetivo normativo que nos esforzamos por alcanzar, un objetivo que puede capturarse bajo la idea del bien o, al menos, de una sociedad más justa. La segunda concepción es retrospectiva y está orientada hacia el pasado; desde esta perspectiva, el progreso es un juicio sobre el proceso de desarrollo que nos condujo al «nosotros», un juicio que considera «nuestra» concepción de la razón, «nuestras» instituciones moral-políticas, «nuestras» prácticas sociales, «nuestra» forma de vida como resultado de un proceso de desarrollo sociocultural o de aprendizaje histórico. Llamaré a la concepción prospectiva «progreso como un imperativo» y a la que es retrospectiva «progreso como un hecho»2. Ambas concepciones del progreso están, obviamente, ligadas de manera profunda a afirmaciones sobre normatividad y sobre la posibilidad de estándares o principios que permiten juicios normativos transhistóricos y, en ese sentido, convergen necesariamente. Ambos argumentos sobre por qué la teoría crítica necesita una concepción del progreso giran en torno a la posibilidad o realidad de un tipo específico de progreso, a saber, el progreso moral-político —o, más ampliamente, progreso normativo—, en lugar del progreso técnico-científico o el progreso überhaupt. A continuación, me concentraré en esto último.
2. El progreso y la normatividad de la teoría crítica: dos estrategias
En gran parte del trabajo de la teoría crítica reciente, lo que llamo la concepción retrospectiva del progreso como un «hecho» desempeña una función crucial, aunque a menudo no reconocida, en fundamentar la normatividad de la teoría crítica y, por lo tanto, en la justificación de nociones prospectivas de progreso como un imperativo. Esto se desprende más o menos directamente de la combinación de dos compromisos: primero, el compromiso con la idea de que la perspectiva normativa de la teoría crítica debe fundarse de forma inmanente en el mundo social real; y, en segundo lugar, con el deseo de evitar los males gemelos del fundacionalismo y el relativismo. Estos dos compromisos están en tensión uno con otro en la medida en que la firme decisión de fundamentar la perspectiva normativa de la teoría crítica dentro del mundo social existente despierta preocupaciones con respecto al convencionalismo. La estrategia neohegeliana, en términos generales, para fundamentar la normatividad favorecida por Habermas y Honneth constituye un intento de resolver esta tensión. La idea básica es que los principios normativos que encontramos dentro de nuestro mundo social —como herederos del proyecto de la Ilustración europea o del legado de la modernidad europea, que tiene una cierta concepción de la autonomía racional (Habermas) o la libertad social (Honneth) en su núcleo— están justificados, al menos en parte3, en la medida en que pueden entenderse como el resultado de un proceso de evolución social progresiva o de aprendizaje sociocultural. Por lo tanto, esta concepción del progreso normativo permite a la teoría crítica comprender los estándares normativos que encuentra dentro de su mundo social existente no como estándares meramente contingentes o arbitrarios relativos a marcos conceptuales, sino más bien como justificados en la medida en que son los resultados de un proceso de desarrollo histórico o de aprendizaje.
Pero si la base inmanente de los principios normativos de la teoría crítica dentro del mundo social descansa finalmente en una afirmación sobre la evolución social o los procesos de aprendizaje sociocultural, entonces esto significa que los estándares normativos que nos permiten imaginar una sociedad buena o más justa —el principio del discurso, por ejemplo, o la idea de la libertad social— están justificados —de nuevo, al menos en parte— en la medida en que son el resultado de un proceso de desarrollo o aprendizaje sociocultural (Owen, 2002; Iser, 2008). En otras palabras, las dos concepciones de progreso delineadas anteriormente están relacionadas debido a que tal progreso como un imperativo moral-político está, para Habermas y Honneth, basado en la orientación normativa básica que se apoya en la concepción del progreso como un «hecho» histórico. La perspectiva normativa que sirve para orientar la concepción prospectiva de progreso se justifica por la historia retrospectiva de cómo «nuestro» vocabulario moral moderno, europeo e ilustrado, y «nuestros» ideales políticos son el resultado de un proceso de aprendizaje y, por lo tanto, ni meramente convencionales ni fundamentados en alguna concepción a priori o trascendental de la razón pura. Esta orientación normativa, a su vez, nos proporciona una concepción de la sociedad «buena» o «más justa» que proporciona la base para nuestros esfuerzos morales y políticos.
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