Unos veinte muchachos se precipitaron hacia nosotros llevando unas carretas de brazos. Apilaron las bolsas, la mesa, las sillas. Un hombre joven les daba unas órdenes breves. Ellos lo llamaban Tom. Un oficial desplegando a sus soldados.
—¿Necesitas ayuda?
Miré a Tom sin responder. Era un tipo alto, de pelo oscuro, apenas un poco mayor que yo. Me quitó el colchón de la cabeza y lo llevamos juntos hasta el número 17, una puerta roja y negra que nos habían abierto.
Mi tío estaba derrotado. Jamás lo había visto así. Apoyado en el farol naranja, miraba su sombra en la acera. Parecía indiferente a todo. Algunos hombres lo rodeaban. Uno de ellos le puso una mano en el hombro. Lawrence nos había sacado del incendio. Ahora que estábamos a salvo, tomaba aire. Tenía frío y miedo. Con la cara cubierta de humo y de hollín, como cuando regresaba de su trabajo combatiendo negras chimeneas. Estaba solo. Lo había perdido todo.
Tom puso el colchón en un rincón de la habitación. Lo había llevado solo y yo lo había seguido. Miré nuestra nueva calle, las caras de los vecinos, las vírgenes tranquilizadoras contra las ventanas heladas.
—No es grande, pero al menos podrán descansar.
El muchacho tenía los puños sobre las caderas. Miraba todo a la vez, como si vigilara el barrio.
—Aquí no hay nada qué temer, ¿cierto? —le preguntó mi madre.
Él sonrió. ¿Aquí? Nada nos ocurriría jamás. Estábamos en casa, en el corazón del gueto. Protegidos por nuestra presencia numerosa y nuestra rabia.
—Y también por el IRA —dijo sonriendo nuevamente nuestro anfitrión.
El IRA. Me estremecí. Lawrence lo notó. Alzó los hombros y me pidió que lo ayudara a llevar la mesa, en lugar de quedarme ahí de brazos cruzados.
El IRA. Ya no eran tan solo tres letras negras embadurnadas en nuestra pared con una pintura de odio. Ya no era una condena escuchada en la radio. Ya no era un temor, un insulto, el otro nombre del demonio. Era una esperanza, una promesa. Era la carne de mi padre, su vida entera, su memoria y su leyenda. Era su dolor, su derrota, el ejército vencido de nuestro país. Jamás había escuchado esas tres letras pronunciadas por labios diferentes de los suyos. Y ahora un muchacho de mi edad osaba decirlas sonriendo en plena calle.
El IRA. De repente, lo vi por todas partes. En ese fumador de pipa cargado de cobijas. Esas viejas mujeres de chal, que nos rodeaban con su silencio. Ese hombre anciano, acurrucado en la acera, que nos arreglaba la lámpara de aceite. Lo vi en los niños que nos ayudaban en nuestro exilio. Lo vi detrás de cada ventana, detrás de cada cortina cerrada para engañar a los aviones. Lo vi en el aire espeso de turba. En el día que comenzaba. Lo sentí en mí. En mí, Tyrone Meehan, dieciséis años, hijo de Patraig y de la tierra de Irlanda. Expulsado de mi pueblo por la miseria, sacado de mi barrio por el enemigo. El IRA, yo.
Le tendí la mano a Tom. Como dos hombres que concluyen un negocio. La miró, me miró, dudó. Luego volvió a sonreír. Su palma estaba congelada. Sus dedos eran firmes.
—Tyrone Meehan —dije.
Estábamos en la mitad de la calle. Me habría gustado verme en ese instante. Tuve la certeza de que esa mano tendida era mi primer gesto de hombre.
—Tom Williams —dijo Tom.
Me miró un instante y luego añadió:
—Teniente Thomas Joseph Williams, Compañía C, 2.º Batallón de la Brigada de Belfast del Ejército Republicano Irlandés.
Se rio de mis ojos inmensos.
—Tengo diecinueve años. Por favor, llámame simplemente Tom.
* * *
Me uní al IRA el 10 de enero de 1942, cuatro días después de nuestra llegada a Dholpur Lane. Bueno, no exactamente al IRA. Yo era demasiado joven. Nadie nos conocía en el barrio. Haber sido expulsado por los unionistas no era suficiente para generar confianza. Al igual que Tom antes que yo y que muchos volunteers del IRA, me hice miembro de los Na Fianna hÉireann, los scouts de la República. Desde 1939, los Fianna estaban muy debilitados. Habían sido prohibidos en la República y en Irlanda del Norte. Eran perseguidos. Los encerraban a ambos lados de la frontera. Aquellos que habían probado las cárceles británicas decían que los calabozos irlandeses no tenían nada qué envidiarles.
Cada barrio republicano tenía su propia unidad de jóvenes. El IRA estaba dividido en brigadas y en batallones. Nosotros nos reuníamos en grupos llamados cumann.
Nuestro local de Kane Street era minúsculo y oscuro. Apenas una mesa, algunas sillas y un cuadrilátero de boxeo. Parecía un gimnasio, no un cuartel general republicano. Yo pasaba mi tiempo entre las cuerdas, con los puños levantados a la altura de los ojos. Aprendíamos a pegar sin vacilar y a recibir sin gemir. Nuestro jefe se llamaba Daniel “Danny” Finley, un tipo sin emociones, sin calidez ni palabras de más. Tenía mi edad. Su familia había huido del barrio Short Strand después del linchamiento de Declan, su hermano gemelo. Regresaba del colegio, con uniforme católico, con su corbata verde de rayas ocres y el escudo de san Comgall. La acera estaba llena de escombros. Dudó un instante y luego cruzó la calle, la frontera invisible que separaba a las dos comunidades. Caminó por el frente, por la acera protestante. No quería provocar a nadie. Nada más hacía un desvío para esquivar la caída de materiales de una fachada.
Un camión de transporte de madera pasó por la calle. En las planchas apiladas, se habían acomodado unos diez colegiales protestantes vestidos de blazer azul. Entonces uno de ellos gritó:
—¡Hey! ¡ Miren a ese taig hijo de puta!
Taig. Católico de mierda. Cochino papista. El insulto preferido de los unionistas de pantalones cortos. Declan atravesó la calle corriendo y se tropezó en la acera. Cayó dando un grito. Los azules lo atacaron en gavilla. Él se protegió, acostado de lado, con los ojos cerrados, la cabeza entre los puños, las rodillas dobladas frente al torso. Un bebé en el vientre de su madre. Patadas. Rodillazos. Puños. Un muchacho le saltó con los pies juntos en la cabeza. Otro le lanzó un bloque de cemento al pecho. Luego se fueron corriendo y alcanzaron el camión en una esquina. Se subieron de nuevo a las planchas de madera cantando:
—¡En nuestra casa! ¡En nuestra casa! ¡Aquí estamos en nuestra casa!
Un hombre abrió tímidamente la puerta de su casa, otros se acercaron a la víctima. Una mujer salió con un vaso de agua. Todos católicos. Todos de la acera de este lado. En la acera del frente, unos adultos miraban.
Declan Finley murió. Con el rostro aplastado y los puños apretados. Cuando llegó el servicio de socorro, la sangre del muchacho estaba marrón, espesa, mezclada con el polvo. Con la ayuda de su bastón, un anciano se acurrucó, metió la mano derecha en el charco y cruzó la calle, con la palma hacia arriba. En la acera del frente, un centenar de silenciosos. Se apartaron. El nacionalista les embadurnó su acera lentamente. Un hombre avanzó hacia él. Otros dos lo retuvieron. El viejo se fue, dándoles la espalda.
Los enfermeros subieron a Declan a una ambulancia. Al frente, unos muchachos borraban la sangre del mártir, raspando los zapatos contra el asfalto.
Eso fue justo antes de la guerra. La familia Finley se fue del gueto para refugiarse en el oeste de Belfast. Como tantas otras. Una vez más, y otra y otra. Provenientes del norte y del oriente de la ciudad, los católicos llegaban a centenares y se apretujaban en las catacumbas de ladrillo.
Yo respetaba a Daniel pero me producía miedo. En el boxeo, daba puñetazos secos. Un día, sangró por la nariz. Un chorro. Se quitó los guantes, se limpió con ambas manos y luego embadurnó la cara del que le había dado el golpe. Con sus dedos pegajosos, ante la mirada aterrorizada del otro. Me alegraba estar en su bando, el de la República Irlandesa, el de James Connolly, el de Tom Williams, el de mi padre. Compadecía sinceramente a los muchachos que se nos enfrentaban.
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