Sorj Chalandon - Regreso a Killybegs

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Tyrone Meehan crece en la miseria en un pequeño pueblo de Irlanda de nombre Killybegs. Su padre, quien sueña con ver una Irlanda libre de ingleses, lo golpea cada vez que está borracho. Tras la muerte del padre, la familia se instala en un barrio católico de Belfast, rodeado de protestantes unionistas. Desde muy joven hace amistad con los independentistas norirlandeses, primero como voluntario, luego como Fianna y finalmente como miembro del Ejército Republicano Irlandés, IRA. Tras la guerra de guerrillas urbanas, las torturas en las cárceles británicas y la vida de familia en Belfast, Tyrone se ve chantajeado por el ejército británico para que sea un espía de su inteligencia. Sin más remedio, Tyrone acepta, sabiendo que al hacerlo está firmando su muerte.

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—¡Los pobres no! ¡No maten a los pobres! —rogaba mi madre al salir a la calle.

Volvíamos a formar nuestra oruga pesarosa, agarrados los unos a los otros por un pedazo de la ropa. Lawrence iba de primero. Las familias salían de sus casas, dejando las puertas abiertas. El miedo convertía en muecas las miradas. Casi medianoche. La luna estaba llena, el cielo claro había desnudado a la ciudad. Los aviones estaban allí, por encima, por debajo, en todo nuestro ser, rugían hasta en nuestro vientre. No nos atrevíamos a mirar. Agachábamos la cabeza de miedo a que nos golpearan las alas. La ciudad ardía a lo lejos, pero no nuestras casas.

—¡Dios mío, protégenos! —lloraba mamá, apretando la mejilla de la bebé Sara contra la suya.

En el extremo de la calle, una explosión inmensa, un racimo blanco destripó la capilla a donde íbamos a refugiarnos. El ruido de la guerra, el verdadero, el pasmoso. La tormenta de hombres. El gentío en desorden, sentado brutalmente, tirado, acostado, amontonado de cualquier manera y gritando junto a los muros. Algunos murieron de pie, estupefactos. Otros cayeron sin fuerzas.

Formamos un círculo de miedo, dándole la espalda al peligro. Lawrence se arrodilló. Mamá y los más pequeños en el centro. Séanna, Róisín, Mary, mi tío y yo los protegíamos. Estábamos abrazados, cabeza contra cabeza y los ojos cerrados.

—¡No miren los destellos, que se quedan ciegos! —gri­tó una mujer.

Nosotros solo repetíamos “Dios te salve, María…”, cada vez más rápido, lacerando las palabras. Hacíamos penitencia. Mamá ya no rezaba. Había abandonado esa paz familiar. Con el rosario en el puño, convertido en brazalete de perlas, le gritaba a María como quien le grita a la muerte. Imploraba ayuda en medio de la hoguera.

Nunca logramos llegar a la fábrica O’Neill y su sótano inmenso. Nos quedamos ahí hasta que la guerra se cansó. Los aviones se fueron, desaparecieron tras las montañas negras. Y nosotros volvimos a casa en medio de los escombros. Nuestra calle estaba intacta. Las casas ardían un poco más allá. Todo el norte de la ciudad había quedado triturado.

—¡Les dieron a los protestantes su merecido! —gruñó un tipo que miraba el cielo rojo y negro por encima de York Street.

—¿Y es que tú crees que los Jerrys son muy diferentes? —le preguntó una vecina.

El individuo la miró con rabia.

—Lo que es malo para los Brits es bueno para nosotros.

Eran las cuatro de la madrugada. Todo apestaba a agrura y fuego. Ayudada por la Santísima Virgen, mamá acostó a sus pequeños. Le hablaba, le agradecía en voz baja. Veo la cara de mi madre. Aterrada de lágrimas, embadurnada de mocos, de saliva espumosa, de mechones frente a los ojos. Le suplicaba. “No debes alejar los ojos de nuestra familia, María. Tienes que estar siempre ahí. ¿Está bien? ¿Lo prometes? ¡Prométemelo, María! ¡Prométemelo!”.

Lawrence tomó de los hombros a su hermana temblorosa y la apretó contra sí.

Por la mañana, caminé en Belfast por primera vez en mi vida, con Séanna y mi tío. El silencio estaba en ruinas, la ciudad al revés. Por todas partes el ruido de los vidrios, del acero maltratado, de los escombros desmoronados. Tropezábamos con los bloques, los ladrillos apilados, la madera arrancada a los armazones. Unas vigas bloqueaban las avenidas, acostadas entre los postes eléctricos y los cables del tranvía. Por todas partes, el polvo tras el drama. Humo blanco y gris, llamas perezosas bajo los escombros. En los lotes vacíos, las bombas habían cavado cráteres de agua fangosa. Frente a nosotros, un vehículo engullido por una calle hecha pedazos. Unos hombres deambulaban con sus manos negras, la cara de hollín, los pantalones y los abrigos cubiertos de cenizas. Otros se quedaban en las esquinas, solos, sin decir palabra, con la mirada vuelta escombro. Pocas mujeres. Un caballo que tropezaba. Una carreta. Los habitantes manejaban sus bicicletas al ritmo de las astillas de las aceras. Frente a una casa sin fachada había algunos estudiantes pala en mano. Cuatro de ellos, con batas de médicos, levantaban a un herido.

Luego vi mi primer muerto de guerra, a algunos metros de allí. Se veía un brazo que se salía de la sábana, en una camilla puesta en la acera. Era el brazo de una mujer, con su camisa de dormir pegada a la piel. Séanna me puso una mano sobre los ojos. Yo rechacé su movimiento.

—Déjalo mirar —soltó mi tío.

En un solo gesto, alejé de mí a mi hermano. Miré el brazo de la mujer, la mano con las uñas pintadas, la piel que pendía desde el codo hasta el puño, como quien hubiera arrancado la manga de una camisa. Pasamos muy cerca. La forma de la cabeza bajo la tela, el pecho y luego nada más: la sábana se aplanaba al llegar a la cintura. Ya no había piernas. En la calle, un voceador de periódicos vendía el Belfast Telegraph. Gritaba que eran cientos de muertos, mil heridos. Por mi parte, vi un brazo. No lloré. Hice como todos los transeúntes. Con mis dedos índice y corazón derechos, un toque en la frente, el pecho, el hombro izquierdo, el hombro derecho. En el nombre del padre de todos los demás. Había decidido dejar de ser un niño.

En Jennymount Street, un hombre tocaba piano, senta­­do en una silla de madera. El instrumento había sido salvado de las llamas y sacado afuera, con su capa de cenizas y ruinas. Algunos niños se acercaron. Y sus madres. Y también unos soldados. Yo conocía esa canción. Varias veces la había oído en la radio irlandesa. Guilty, una historia de amor.

“Si es un crimen, entonces soy culpable, culpable de amarte y de soñar contigo…”.

El músico ponía caras. Imitaba a Al Bowlly, el cantante preferido de las chicas de Killybegs.

“Lástima que no sea irlandés”, había dicho mi madre un día en el bar.

“Por fortuna no es irlandés”, respondió mi padre secamente.

E hizo girar el botón del radio que había en el mostrador del Mullin’s. Era un juego que ellos tenían. Bien habría podido desafiarlo en el canto. Él con su voz de piedras, el inglés con su miel.

“Es una voz de castrado”, decía Patraig Meehan.

Estaba equivocado, lo sabía. Pero nada que fuera británico debía herir nuestras orejas: ni una orden ni una canción.

El 17 de abril, dos días después de Belfast, Londres fue bombardeada. Al Bowlly murió en su casa, arrastrado por la explosión de una “bomba paracaídas”. La semana siguiente, pasaban su balada en la BBC como un himno fúnebre.

Frente a una casa destripada de Crumlin Road, se veía un grupo de bomberos rodeados de gente. No llevaban zapatos para incendios y sus abrigos estaban empapados con el agua de las mangueras.

—¡Son irlandeses de Irlanda! —gritó un hombre.

Su capitán daba órdenes breves. De inmediato, reconocí la voz de mi país. Vi el camión de la Dublin Fire Brigade. Irlandeses. Trece brigadas de bomberos habían cruzado la frontera en la mañana. Venían también de Dundalk y de Drogheda. La gente les ofrecía café y pan. Irlandeses. Me acerqué. Quería que todos supieran que ellos eran de ese país y que yo también lo era. Cada vez que un transeúnte se acercaba al grupo, le anunciaba la gran noticia. Unos irlandeses habían venido a ayudar. Me parecía ver de nuevo al soldado en la frontera, con su bigote rubio y sus labios delgados.

“¿Vienes a pelear contra los Jerrys?”.

“¡Y de qué manera!”.

Una anciana llegó con los brazos levantados, como una prisionera. Creía que el acento de Dublín era el alemán. Salía de entre los escombros de su casa. Estaba magullada, llena de hollín y de escarcha de yeso. Cuando le mostraron el camión irlandés, se sentó en la acera sacudiendo la cabeza, persuadida de que el aliento de las bombas la había enviado al otro extremo del país.

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