Sorj Chalandon - Regreso a Killybegs

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Tyrone Meehan crece en la miseria en un pequeño pueblo de Irlanda de nombre Killybegs. Su padre, quien sueña con ver una Irlanda libre de ingleses, lo golpea cada vez que está borracho. Tras la muerte del padre, la familia se instala en un barrio católico de Belfast, rodeado de protestantes unionistas. Desde muy joven hace amistad con los independentistas norirlandeses, primero como voluntario, luego como Fianna y finalmente como miembro del Ejército Republicano Irlandés, IRA. Tras la guerra de guerrillas urbanas, las torturas en las cárceles británicas y la vida de familia en Belfast, Tyrone se ve chantajeado por el ejército británico para que sea un espía de su inteligencia. Sin más remedio, Tyrone acepta, sabiendo que al hacerlo está firmando su muerte.

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En Killybegs, mi padre terminó siendo un bastard, el mote que todos susurraban cuando él les daba la espalda. Yo lo llamaba “mi hombre malo”. A él, antiguo combatiente del IRA, veterano legendario, deslenguado magnífico, cuentero de las veladas, cantante de bar, jugador de hurling, el mayor bebedor de stout que hubiera nacido jamás en esta tierra de Donegal. Él, Patraig Meehan, se había convertido en un tipo de cuidado, temido en la calle, ignorado en su bar, abandonado en un rincón de indiferencia, entre la diana de los dardos y el baño para hombres. Se había convertido en un hijo de puta, es decir, al fin de cuentas, en un hombre sin importancia.

* * *

Pat Meehan murió con los bolsillos llenos de piedras. Así fue como supimos que quería acabar con su vida. Nos dejó solos en diciembre de 1940. Se vistió el domingo, rodeado por los silencios de mi madre. Se fue de la casa una mañana para ocupar su lugar en el Mullin’s. Bebió como todos los días, demasiado, y se negó a que le recogieran los vasos. Los quería amontonados, reunidos en el borde de la mesa, para que se viera de qué era capaz. Bebía solo, no leía, no hablaba con nadie. Aquella noche lo esperamos.

Al alba, mi madre se envolvió en su chal para proteger a la bebé Sara, que dormía en sus brazos. Buscó a su marido en el pueblo desierto. Yo fui al bar. En la acera, el mesero hacía rodar los barriles de cerveza con la mano. Mi padre se había ido del bar hacia la una. Uno de los últimos en salir. Justo antes de cerrar, se tambaleó entre las mesas, buscando una mirada. Nadie cruzó los ojos con los suyos. El dueño le señaló la puerta con un gesto del mentón. Cuando salió, tomó hacia la izquierda. En dirección al puerto. Caminó tropezándose con los muros de su pueblo. Dos testigos lo vieron agachándose junto a la cantera para recoger algo. Hacía mucho frío. Lo encontraron al amanecer, a la salida del pueblo, en un camino que llevaba al mar. Estaba ebrio, tendido en la tierra helada, con escarcha en lugar de sangre. Tenía el brazo izquierdo levantado, con el puño cerrado, como si hubiera luchado contra un ángel. Antes de moverlo, la Policía pensó que había muerto de manera sorpresiva. Borracho, en el suelo, sin poder levantarse, dormido, esperando la llegada del día siguiente. Al darle media vuelta al cuerpo, los hombres de la Garda Síochána comprendieron. Mi padre había muerto cuando iba camino hacia la muerte. Se llenó los bolsillos de piedras. En el pantalón, en el chaleco, en la chaqueta, en el abrigo de lana azul. Incluso había metido guijarros en la gorra. Esos pedazos de piedra era lo que había recogido por la noche junto a la cantera. Se dirigía hacia su fin cuando le falló el corazón. Quería partir como mueren los campesinos de aquí. Entrar al mar hasta que se lo llevara el agua. En los bolsillos, se llevaba un pedazo de país. Partía lastrado de su tierra, sin una palabra, sin una lágrima. Solo el viento, las olas y la luz de los muertos. Patraig Meehan quería este fin de leyenda. Mi padre se fue como pobre, con la cara estrellada contra la escarcha y sus piedras para nada.

Capítulo 2

Tras la muerte de mi padre, la gente rehuía nuestra mirada. La miseria era contagiosa. Vernos pasar atraía la mala suerte. Ya no éramos una familia: apenas un rebaño lánguido. Mi madre y mis hermanos formábamos una horda lastimosa, dirigida por una loba al borde de la locu­ra. Caminábamos en fila, sosteniéndonos los unos a los otros agarrados a un pedazo de abrigo. Durante tres meses, vivimos de la caridad. A cambio de coles y de papas, ayudábamos en el monasterio. Róisín y Mary lavaban los corredores poniéndose de rodillas. Séanna, el pequeño Kevin y yo fregábamos vidrios por docenas. Áine, Brian y Niall ayudaban en el refectorio y mi madre se quedaba sentada en un banco del corredor, con la bebé Sara apretada contra el pecho, disimulada entre el chal. Yo no me sentía desgraciado, ni triste, ni envidioso de nada. Vivíamos con ese poco. Por la noche, con mis hermanos, nos peleábamos con el clan de Timy Gormley, que se llamaba a sí mismo “el rey de los muelles”. Unos diez chicos. Unos desastres como nosotros, remendados, tiñosos, iracundos, pero también unos rufianes de merengue, sorprendidos de que sangraran las narices. Nos llamaban “la banda de los Meehan”. El padre Donoghue nos separaba pegándonos con una rama de avellano. No aceptaba nuestras risas bajo las bóvedas del monasterio, y mucho menos nuestros juegos nocturnos.

En el invierno de 1940, fui a trabajar con turba en compañía de Séanna. Todos los días durante poco más de dos meses. En primavera y el Día de Todos los Santos ayudábamos a remover la tierra con una pala y a cargar las mulas, pero esta era la primera vez que trabajábamos en medio del frío. El granjero necesitaba brazos para transportar la cosecha hasta el cobertizo. El barro ya no nos arrancaba los zapatos, pero el agua y la escarcha los convertían en cartón. Éramos unos veinte chicos trabajando en las trincheras. El campesino nos llamaba “sus temporeros”. Era mucho más bonito que “sus huérfanos”. Vivíamos congelados y temblorosos, con los terrones apilados en los brazos, pesados como un compañero muerto. A cambio, el patrón nos daba turba, manteca y leche. Dinero nunca. Decía que el dinero era para los hombres y que nosotros no necesitábamos ni beber ni fumar.

Joseph “Joshe” Byrne era el más valiente de nosotros, y también el más joven: seis años apenas. Nueve horas al día apilaba con diligencia las briquetas congeladas y luego ponía la lona que las protegía. Y también cantaba. Nos daba un pedazo de cielo. Con él, éramos marineros, con nuestras manos en su voz, cortando la tierra lo mismo que hubiéramos izado las velas. Cantaba con cadencia, cruzando los brazos bajo la lluvia, en el viento, en irlandés, en inglés. Cantaba golpeando el suelo con el pie. Todavía no sabía ni leer ni escribir, y a veces sus palabras se perdían. Inventaba rimas, letras, nos hacía reír.

Padre sepultado, madre muerta. Joshe fue criado por sus hermanas, el único niño en medio de faldas terrosas y delantales grasientos. Quería ser soldado, o cura, cualquier cosa que fuera útil a los hombres. Era frágil y necesitaba anteojos: sería cura.

Cuando no cantaba, rezaba por nosotros. En voz alta, al borde de las trincheras, como si estuviera junto a una tumba. Por la mañana, antes de las palas, lo escuchábamos de rodillas. Por la noche, cuando sonaba el ángelus en Saint Bridget, saludaba a María amenazándonos con la mirada si nuestros labios permanecían cerrados. El padre Donoghue lo quería mucho. Lo llamaba “el ángel”. Era su monaguillo. A pesar de su edad, su rostro poco agraciado, su piel de tiza vieja, su pelo de crin, sus ojos bizcos y sus orejas inmensas, todos lo respetaban. Las mujeres decían que un espíritu se había adueñado de su cuerpo. Mamá lo veía como un leprechaun, un elfo, un duende de nuestros bosques. Un día, Timy Gormley juró que Dios lo había afligido para hacer de él un santo.

—¡Qué lástima! Espero que no —le respondió Joshe con voz suave.

Y Gormley se quedó con toda su maldad en las manos, sin saber qué hacer, rodeado por sus hienas de hermanos.

Por culpa de los Gormley nos tuvimos que ir de Irlanda. Fueron la crueldad que rebosó la copa. Una noche de febrero, Timy y Brian acorralaron al pequeño Kevin de camino a la casa cural. Mi hermano llevaba a casa la leche del granjero. Hacía girar el bote, al tiempo que escupía. El pequeño Kevin siempre hacía eso. Cuando tenía miedo, cuando tenía rabia o lo molestaban en su silencio, él se erizaba como un felino. Con el pelo rojo entre los ojos, los labios recogidos, los dientes negros, se babeaba el mentón y escupía. Esa vez, los Gormley no retrocedieron. Timy golpeó las piernas de mi hermano con un palo de hurling, nuestro deporte nacional. Brian le pegó en la oreja, con el puño cerrado. El pequeño Kevin abolló el aluminio del bote de leche contra la tapia baja, escupiendo en las sombras. Cuando llegó a casa, mi hermano cojeaba. Lloraba. Tenía apretado en la mano el mango del bote, que se había quedado tirado en la calle. Nadie lo regañó. Mi madre miró por la ventana. Tenía miedo de que la banda lo hubiera seguido. Séanna y yo salimos corriendo, con un sabor de sangre y leche en la boca. El pequeño Kevin estaba lavado en orina. Esos desgraciados se le habían orinado encima. Atravesamos el pueblo aullando el nombre maldito de Timy Gormley. Séanna lanzó una piedra hacia la vitrina de la tienda donde trabajaba su madre. No matamos a nadie. Renunciamos. Volvimos a casa.

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