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Mi padre perteneció al IRA. Era volunteer, óglach en gaélico, un simple soldado de la brigada de Donegal. En 1921, él y otros compañeros se opusieron al cese al fuego negociado con los británicos. Rechazó la frontera, la creación de Irlanda del Norte, la ruptura de nuestra patria en dos. Quería sacar a los ingleses del país entero, luchar hasta agotar el último cartucho. Después de la guerra de independencia contra los británicos, vino la guerra civil entre nosotros.
“¡Traidores! ¡Cobardes! ¡Vendidos!”, gritaba mi padre, refiriéndose a sus antiguos hermanos de armas que habían aceptado la tregua.
Esos desleales habían sido armados por los ingleses, vestidos por los ingleses y abrían fuego contra sus compañeros. De irlandeses solo tenían en las manos la sangre de los nuestros.
Mi padre había sido encarcelado sin juicio por los británicos, condenado a muerte e indultado. En 1922, fue arrestado de nuevo por los irlandeses que habían escogido el bando de los vendidos. Él nunca me lo contó, pero yo lo supe. Con seis años de intervalo, fue a dar a la misma prisión, a la misma celda. Después de haber sido maltratado por el enemigo, lo fue otra vez por sus antiguos compañeros. Lo golpearon durante una semana. Los soldados del nuevo Estado Libre de Irlanda querían saber dónde estaban los últimos combatientes del IRA, los refractarios, los insumisos. Querían descubrir los escondites del armamento rebelde. Durante aquellas horas, aquellos días y aquellas noches de violencia, esos hijos de puta torturaron a mi padre en inglés. Le daban a su voz el acero del enemigo. Como si no quisieran involucrar nuestra lengua en ese asunto.
—¿Usted es inglés? —le preguntó en cierta ocasión una vieja mujer estadounidense.
—No, al contrario —respondió mi padre.
Cuando mi padre me golpeaba, era su contrario.
En el mes de mayo de 1923, los últimos óglachs del IRA entregaron las armas y papá envejeció. Nuestro pueblo estaba dividido. Irlanda estaba partida en dos. Pat Meehan había perdido la guerra. Ya no era un hombre sino una derrota. Comenzó a beber mucho, a gritar mucho, a pelear. A pegarles a sus hijos. Tenía tres cuando su ejército se rindió. El 8 de marzo de 1925, llegué yo a acompañar a Séanna, Róisín y Mary, apretujados unos contra otros en la cama grande. Siete más saldrían del vientre de mi madre. Dos no sobrevivirían.
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Volví a ver el coraje de mi padre una última vez en noviembre de 1936. Había regresado de Sligo. Con unos antiguos combatientes del IRA, había atacado una reunión pública de los “camisas azules”, los fascistas irlandeses que iban a luchar en España junto al general Franco. Después de la batalla campal, con puños y golpes de sillas, mi padre y sus compañeros decidieron unirse a la República Española. Durante muchos días no hizo más que hablar de regresar al combate. Se veía hermoso, de pie, en su estado febril, caminando por la cocina con sus grandes pasos de soldado. Quería juntar a los hombres de la columna Connolly, de las Brigadas Internacionales. Decía que Irlanda había perdido una batalla y que la guerra ahora se jugaría allá. Mi padre no era solo un republicano. Católico por dejadez, había combatido toda su vida por la revolución social. Para él, el IRA debía ser un ejército revolucionario. Veneraba nuestra bandera, pero admiraba el rojo de los combates obreros.
Él tenía cuarenta años; y yo, once. Había hecho su mochila para irse a España. Me acuerdo de aquella mañana. Mi madre estaba en la cocina; le había hablado toda la noche. Había llorado. Él tenía el rostro de piedra. Ella pelaba unas papas. Pronunciaba nombres, uno tras otro. Murmuraba. Era una plegaria, una letanía dolorosa. Estaba ahí, en la mesa, moviendo ligeramente el cuerpo de adelante hacia atrás, recitando nuestros nombres como las cuentas de un rosario, “Tyrone… Kevin… Áine… Brian… Niall…”. Mi padre le daba la espalda, de pie contra la puerta de entrada, con la frente pegada a la madera. Ella le decía que, si se iba, nosotros íbamos a pasar hambre. Que ella nunca podría encargarse sola de todos nosotros. Le decía que, sin su hombre, la tierra ya no nos alimentaría. Nadie querría mirarnos al pasar. Le decía que las hermanas de Nuestra Señora de la Compasión se llevarían a los niños. Que nos mandarían a Quebec o a Australia, en los barcos del padre Nugent, con los niños de la calle. Le decía que se quedaría sola, sin más remedio que dejarse morir. Y que él moriría. Y que no volvería nunca más. Y que España quedaba todavía más lejos que el infierno. Me acuerdo del movimiento de mi padre. Le dio un puñetazo a la puerta. Con violencia, una sola vez, como si le pidiera audiencia al ángel caído. Dio media vuelta lentamente. Miró a mi madre con los labios apretados, frente a la mesa llena de cáscaras de papa. Levantó su mochila, lista para el día siguiente. La lanzó hasta el otro lado de la habitación, a la chimenea. Hasta el propio fuego pareció sorprendido, empujado hacia atrás con el soplo. Y, luego, las llamas azules envolvieron las alforjas de tela, en medio de un olor de turba y de tejido. Mi padre estaba petrificado. A veces hacía cosas así, sin comprender el sentido. Un día, me dio una patada en el costado. Me miró, tirado bocabajo, con los brazos recogidos debajo del cuerpo, sin comprender qué hacía allí. Entonces me levantó del suelo, me limpió la gravilla que me cubría las piernas. Me tomó en sus brazos diciendo que se disculpaba, pero que era culpa mía, en todo caso, que no había debido mirarlo con esa mirada desafiante y esa sonrisa en los labios. Pero que me amaba. Que me amaba como podía. Otra vez me vio sangre en la boca. Conocía ese sabor agrio, y lo dejé rodar adrede en mi mentón, poniendo los ojos en blanco, como quien se va a desmayar. Creo que sintió miedo. Me limpió los labios, el cuello, con su mano abierta. Repetía “¡Dios mío! ¡Dios mío!”, como si fuera otro el que me hubiera acabado de golpear. A veces, en la oscuridad, después de haberme abofeteado, me pasaba los dedos por los ojos. Quería saber si estaba llorando. Yo sabía que lo haría. Desde los primeros golpes lo sabía. Siempre terminaba sus castigos corroborando mi dolor. “¡Pero llora!”, suplicaba mi madre. Yo, al tiempo que me protegía la cara, me metía los dedos en la boca. Los mojaba de saliva y me untaba las mejillas. Entonces, mi padre creía que mis babas eran lágrimas, seguro de que su endemoniado hijo por fin había entendido la lección.
Aquella mañana, frente al hogar, tenía esa misma mirada de sorpresa. No entendía lo que acababa de hacer. Miraba su mochila, con todas sus pertenencias, su vida. Sus pantalones, sus camisas sin cuello, sus dos chalecos, su par de zapatos, su pipa de repuesto. Fue un incendio repentino. Las llamas destrozaron la mochila. Ardía España, y sus esperanzas de revancha, y sus sueños de honor. Mi madre no se movía, no decía nada. Silencio. Solamente los zapatos de mi padre crepitaban como leños. Y su Biblia, que daba una llama muy azul.
Mi padre me agarró del brazo. Me sacó a la fuerza de la casa. A rastras me llevó hasta el camino. Luego me soltó. Él caminaba y yo lo seguía en silencio. Tomamos el camino que llevaba al puerto. Tenía los ojos casi cerrados. Cuando nos cruzamos con McGarrigle y el asno George, mi padre escupió hacia el suelo. El animal chillaba con los empujones del viejo carbonero.
—Éirinn go Brách! —bramó mi padre después de golpear a la bestia.
“¡Irlanda por siempre!”. El grito de guerra de los “irlandeses unidos”, la frase sagrada que adornaba su bandera verde con el arpa de oro. Era viernes, 9 de noviembre de 1936. Patraig Meehan acababa de levantarle la mano a un burro. Yo perdía a la vez a un padre y a un héroe.
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