Mi madre nos esperaba en la puerta, con el chal en la cabeza. Había aceptado el ofrecimiento de Lawrence Finnegan, su hermano. No podíamos continuar viviendo en Killybegs, entre la humillación, la humedad y los golpes. Ella partía, nosotros la seguíamos. Nos íbamos de nuestra Irlanda, la tierra de mi padre. Nos íbamos a otra parte, al otro lado, íbamos a atravesar la frontera, hacia la guerra.
“Mientras viva, mis hijos jamás verán una bandera británica”, decía mi padre cuando la cerveza le ganaba la partida.
Pero ahora estaba muerto. Y sus palabras habían muerto con él.
Mamá decidió vender la casa de mi padre. Durante semanas, el letrero amarillo y blanco permaneció clavado en la grava de nuestro camino de entrada. Pero esa tristeza de piedras no le interesaba a nadie. Demasiado exigua, demasiado alejada de todo. Además, la muerte merodeaba por ahí, la miseria, el dolor de esa viuda de rosario en mano que hablaba con Jesús como quien desaira a su hombre.
Un día, muy de mañana, el tío Lawrence llegó con su vieja camioneta de deshollinador. Era el 15 de abril de 1941, dos días después de Pascua. Mi madre había dicho que iríamos a misa en Belfast, al día siguiente.
Belfast. Temblaba con esa gran ciudad, con ese otro país. Lawrence se parecía a mamá, con ese dejo rugoso en la voz. Una mirada más dura, también. Sobre todo, vivía silencioso. Rara vez hablaba. Nunca maldecía. No cantaba jamás. Para él, los labios eran el umbral de la oración.
Nos contó a mí y mis hermanos como quien le da al comerciante del pueblo el nombre de sus ovejas. Hacía bonito día. Es decir, sin lluvia, sin siquiera la amenaza. El viento del mar entraba a la casa como una bofetada. No nos llevamos casi nada. Ni la mesa, ni el banco, ni el aparador. Nos llevamos, eso sí, la sopera de Galway que mi abuela le había regalado a su hija. Se apilaron los colchones bajo la lona. Séanna, mi madre y la bebé Sara se sentaron junto a Lawrence y nosotros nos metimos atrás, peleando. Tengo el recuerdo de un instante extraño, raro y nervioso. Mamá lloraba. Cerró la puerta de la camioneta y pateó el interior. Luego pidió que hiciéramos una parada para despedirse de su marido.
Atravesamos el pueblo. Una mujer se persignó al vernos pasar. Los demás siguieron su camino. Ni enemigos, ni amigos, nadie para llorarnos o maldecirnos. Nos íbamos de nuestra tierra y a nuestra tierra le daba igual.
En el cementerio, nuestro tío abrió la puerta del platón. Caminamos hacia la tumba, juntos, salvo la bebé Sara, que se había quedado dormida, y Lawrence, que permaneció frente al volante. Mamá nos hizo arrodillarnos frente a la cruz. Luego le dijo a mi padre que todo era culpa suya. Que nunca más volveríamos a tener techo, ni pan. Que ella se enfermaría y que nosotros moriríamos, uno tras otro, bajo las bombas alemanas o las bayonetas inglesas. Que tenía mucho dolor, que nuestras mejillas estaban hundidas; y el borde de nuestros ojos, casi negro. Mamá tomó por testigo a una mujer que alisaba la gravilla que cubría a su hombre.
—¿Ah? ¿Lo ve? ¿Los contó? ¡Nueve! ¡Son nueve y yo estoy sola con ellos, sin nadie que me ayude!
La mujer echó una mirada a nuestro rebaño y luego agachó la cabeza en silencio. Me acuerdo de ese instante, porque una gaviota se rio. Se balanceaba en el viento, arriba de nuestras cabezas, y se rio de nosotros.
* * *
Jamás había visto un uniforme inglés, como no fuera en la mirada de odio de mi padre. ¡La cantidad de soldados ingleses que decía haber agarrado por el cuello! Por lo que uno le oía decir, la mitad del ejército del rey había regresado al país con barro de sus suelas en el culo.
En la frontera con Irlanda del Norte, los británicos nos hicieron bajar de la camioneta. Todavía no sabía distinguir a la Fuerza de Voluntarios del Úlster, a la Policía Real o a las Brigadas Especiales, esos B-Specials que mi pueblo vomitaba. Lawrence no dijo una palabra. Mi madre tampoco. Como si una orden secreta le prohibiera a un Meehan o a un Finnegan dirigirle la palabra a esa gente. Llevaban cascos y el pantalón arrugado sobre los zapatos de guerra. El soldado que nos registró tenía el botón del cuello cerrado, un casco plano, una mochila en el torso, el fusil a la espalda y la bayoneta que temía mamá. Era la segunda vez que veía una bandera británica en mi vida.
La primera fue el 12 de junio de 1930, en el puerto de Killybegs. El Go Ahead, un barco pesquero inglés de vapor, hacía escala para reparar un daño en el motor. Tenía dos mástiles, unas velas rojas oscuras y una chimenea que escupía un humo negro. En menos de una hora, la mitad del pueblo estaba en el malecón. Yo tenía cinco años. Tenía a Séanna agarrado de la mano; mi padre también estaba allí. Mientras los marineros instalaban la escala real, mi hermano me hacía leer la matrícula del barco, pintada en blanco en la popa. Reconocía las cifras y estaba orgulloso de eso. Durante mucho tiempo conservé el número —LT 534— que copié con mamá cuando regresamos a casa. Dos policías de puerto subieron a bordo, llevando en la mano una bandera irlandesa. La bandera de cortesía que el capitán había enviado estaba manchada y rasgada. Entonces, Killybegs les regaló una bandera irlandesa nueva. La izaron a estribor, en el mástil delantero. Los policías saludaron la izada de los colores. La gente aplaudió ruidosamente. Con los codos apoyados en la borda, los marineros ingleses fumaban sin decir una palabra. Su bandera dormitaba detrás, inmensa, enrollada por nuestro viento en torno del mástil.
Hacía mucho tiempo, mi padre y sus compañeros habían quemado la Union Jack en la plaza de nuestro pueblo para celebrar la insurrección de 1916. En honor de James Connolly, Patrick Pearse y todos los fusilados, se reunieron frente al Mullin’s un día de Pascua. Había parado de llover. Mi padre había pronunciado un discurso, de pie sobre un barril de cerveza, con las cejas arqueadas y los brazos levantados de orador. Recordó el sacrificio de nuestros patriotas y pidió un minuto de silencio. Después, un muchacho salió de entre la muchedumbre. Se sacó una bandera británica de la chaqueta y mi padre le prendió fuego con su encendedor. No era una bandera de verdad. No había sido fabricada en Inglaterra por los ingleses. La que hicimos había quedado mal pintada, en la espalda de una blusa blanca. Los colores se corrían y se salían de las cruces, pero se podía reconocer, de todos modos. Cuando las llamas la consumieron, la gente aplaudió. Yo estaba ahí. Estaba orgulloso. Batí palmas como los demás. Éramos unos cincuenta. Y dos policías irlandeses vigilaban la aglomeración.
—¡Mierda, no hagas eso, Pat Meehan! ¡No les quemes su puta bandera! —gritó el más viejo cuando mi padre le prendió fuego.
—Van a joder al pueblo —suplicó otro.
Irlanda era un Estado libre desde hacía quince años, pero la gente pensaba que el Ejército británico podría cruzar la frontera para vengarse.
Los dos policías atravesaron la plaza corriendo. Mi padre y sus compañeros gritaron “¡Traidores!”. Estaban dispuestos a pelear para defender las llamas. Las mujeres gritaron y agarraron a sus niños. Luego, a Cathy Malone se le ocurrió una idea genial. Se quitó el chal, levantó la cabeza, ofreció la frente, cerró los ojos y entonó La canción del soldado, poniéndose los puños contra el vestido. Papá y los demás se quitaron la gorra, en posición de firmes, viejos soldados. Los policías quedaron pasmados. Detenidos en su carrera por las primeras notas, recuperaron el control como quien obedece a un silbato. Al detenerse, hombro a hombro, se reacomodaron el cinturón con el pulgar y se llevaron los dedos a la visera. No se oía ni un ruido. Solo nuestro himno nacional, nuestro orgullo de cristal, y Cathy Malone que lloraba a mares. La bandera enemiga ardía, en la calle húmeda, desafiada por un puñado de patriotas, algunas mujeres envueltas en su chal, diez niños con las rodillas raspadas y dos policías irlandeses en uniforme. De verdad que nunca en mi vida de conmemoraciones inmensas y celebraciones grandiosas volví a ver la belleza bruta y la dicha de ese instante.
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