En la frontera, la bandera inglesa era pequeña y estaba toda estropeada. Ondeaba a media asta, como ropa secándose. Sin embargo, esta vez era auténtica. Y los británicos también. Me dio la sensación de que estaban mejor vestidos que nuestros soldados. Tal vez porque me producían miedo. Mamá nos había dicho que bajáramos la mirada cuando nos hablaran, pero yo los miré a los ojos.
—¿Vienes a pelear contra los Jerrys? —preguntó el militar que me registraba.
—¿Los qué?
El tipo me miró de manera rara. Tenía un acento curioso, el mismo de Lawrence. Era un irlandés del norte, metido en un uniforme británico. En el chaquetón tenía una insignia: un arpa con una corona encima.
—¡Los Jerrys! Pues, los Krauts, los Fritz. ¡Vamos, despiértate, chico!
—Los alemanes —me sopló mi tío.
Me revisaba la espalda, entre los muslos, debajo de los brazos, extendidos en posición horizontal.
—¿No sabes que estamos en guerra?
—Sí, sé.
Me abrió la mochila y metió la mano dentro, como si fuera suya.
—¡Pues, no, irlandés! No sabes nada de nada —dijo el soldado que requisaba el camión.
Ese era uno de verdad. Un inglés de Inglaterra. Mi padre solía imitar su manera de hablar, con el labio superior pegado a los dientes y la entonación ridícula de la gente de la radio.
—¡No me mires a los ojos, irlandés! ¡Date la vuelta! ¡Todos se dan la vuelta ya, con las manos en el aire y la boca contra la lona!
Mi tío me hizo girar a las malas. Todos levantamos las manos.
—El truco de ustedes es dispararnos por la espalda, ¿no es cierto?
Lo sentía detrás de mí.
—¿Aplaudiste cuando esos hijos de puta del IRA nos declararon la guerra el año pasado?
No respondí nada.
—¿Sabes que ponen bombas en los cines, en Londres, en Mánchester? ¿En las oficinas de correo? ¿En las estaciones? ¿En el metro? ¿Has oído hablar de eso? ¿Qué te parece, irlandés?
—Solo tiene dieciséis años —intervino mamá.
—¡Tú te callas la boca! Le estoy hablando al mocoso.
—Deja así, no vale la pena —murmuró tranquilamente el otro soldado.
Me hizo dar media vuelta y bajar los brazos. Me devolvió la mochila en desorden.
—Vienes a ayudarnos a ganar la guerra contra los alemanes, ¿o no, mocoso?
Yo miraba sus botas llenas de barro. Pensaba en mi padre con gran intensidad.
—Porque, por lo demás, no hay mucho qué ver por estos lados.
Levanté la mirada.
—A los traidores los colgamos. Ya tenemos suficiente con Hitler. ¿Está claro?
Habló más fuerte.
—A ver. Oigan bien. Están entrando al Reino Unido. Aquí, nada de Éamon de Valera, de neutralidad, ni de sus cagadas de papistas. Si no están de acuerdo, ¡dan media vuelta ya mismo!
Crucé la mirada silenciosa de Lawrence. Me había dicho que me callara, la frente contra la lona, con las manos todavía levantadas.
Entonces, agaché la cabeza, como él, como mamá, como mis hermanos y mis hermanas. Como todos los irlandeses que esperaban en el borde de la carretera.
Mi tío vivía cerca de Cliftonville, en la zona norte de Belfast. Un gueto católico, un bastión nacionalista rodeado de barrios protestantes leales a la Corona británica. Era viudo, sin hijos. Poseía dos casas, la una junto a la otra, con un patio en común. La primera era su taller de deshollinador; y la segunda, su vivienda. Jamás había visto calles tan estrechas, alineamientos de ladrillos tan siniestros, rectilíneos, hasta el infinito. A cada familia le correspondía su ratonera. Rigurosamente la misma. Una puerta de entrada, dos ventanas en el primer piso, dos ventanas en el segundo, un techo de pizarra y una larga chimenea. Nada de fachadas de colores, con esos verdes, amarillos o azules fulminantes de nuestra tierra. Nada más el ladrillo de Belfast, rojo sucio, negruzco, y las cortinas de las ventanas que sonreían un poco. Hasta las vírgenes con las manos en oración puestas contra las ventanas eran las mismas por todas partes, en yeso azul y blanco, compradas en Hanlon’s.
Vivíamos en el número 19 de Sandy Street. Mi madre se instaló con Róisín, Mary, Aline y la bebé Sara en una habitación del segundo piso. El pequeño Kevin, Brian y Niall tomaron la otra, con la ventana que daba al patio. Séanna y yo pusimos nuestro colchón en el primer piso, en la sala. Corríamos por la escalera estrecha riéndonos, subíamos, bajábamos, ocupábamos el espacio. Faltaba un vidrio en la ventana de la cocina y lo habían reemplazado con una placa de madera. Todo era húmedo, el papel de colgadura se despegaba, la chimenea tiraba bastante mal, pero teníamos un techo.
En nuestra primera noche en Belfast, Lawrence preparó un guisado de cordero y col. A partir de ese momento, viviría en su taller, pero se quedaría con nuestra llave. En Belfast, se cierra la puerta con llave. Nos sentamos en el suelo, sobre el colchón, en el sillón y en el sofá, con los platos en las rodillas. Yo tenía hambre. Mi tío bendijo la comida a su manera.
—Dios mío, haz que nuestros platos siempre estén llenos. Haz que el techo que nos cubre la cabeza sea lo suficientemente fuerte. Y que lleguemos al paraíso una media horita antes de que el diablo se entere de nuestra muerte. Amén.
Mamá elevó los ojos al cielo. No le gustaba que se tomara en broma el infierno. Nos persignamos. Adoré de inmediato a ese hombre. Cortó el pan y lo distribuyó de manera justa.
—¡Denle las gracias al tío Lawrence! —dijo mi madre al recoger los platos.
—¡Gracias, tío Lawrence!
No respondió. Rara vez respondía. El pequeño Kevin le preguntó algún día si acaso tenía la boca pegada. Creo que sonrió.
Mi hermano Séanna quería salir, pero mamá le pidió que se quedara frente a la casa. Yo salí con él. Hacía un clima casi bueno, una lluvia sin importancia. Más o menos en toda la calle había hombres hablando, apoyados contra los muros. Cada vez que alguien pasaba, los demás lo saludaban. Todos se llamaban por su nombre de pila. Como en nuestro pueblo.
Yo acababa de cumplir dieciséis años. Y aquella noche, la primera de mi nueva vida, en una Irlanda que todavía no era la mía, conocí a Sheila Costello. Ella tenía catorce años, era mi vecina de la izquierda subiendo la calle. Era alta. Tenía el pelo negro, corto, los ojos verde estanque y esa sonrisa. A cambio de poco dinero, mi hermana iría a cuidar dentro de poco a la hermana de Sheila por la noche, mientras sus padres estaban en el bar. Besé a Sheila algunos días después, un domingo, en la oscuridad, justo después del ángelus. Se había inclinado ligeramente para que nuestros labios se juntaran. Me dijo que un beso no era nada, que no debíamos volver a hacerlo ni ir más lejos. Luego me llamó weeman, hombrecito. Así fue como se convirtió en mi mujer.
* * *
“¿No sabes que estamos en guerra?”, me había dicho el soldado inglés.
Aquella noche, el 15 de abril de 1941, lo supimos.
Acabábamos de acostarnos. Yo llevaba fragmentos de Sheila bajo mis párpados. Mi acento le había parecido pueblerino. Ahora yo quería imitar el suyo. Mi noche era zozobra, con la espalda de Séanna contra la mía, empujando su pierna fría. De repente, todo tembló. Un fragor inhumano, un estruendo de acero, de tejas rotas, por encima de las casas.
—¡Mierda! ¡Aviones! —dijo mi hermano.
Se levantó y miró hacia el techo. Encendió la luz. Las sirenas se desgarraron. En las escaleras, la agitación. Un rebaño espantado. Mamá como un espectro, con la bebé Sara llorando. Mis hermanas y sus rostros nocturnos. El pequeño Kevin con la boca abierta. Niall, una mirada de loco. El tío Lawrence entró y nos dijo que nos vistiéramos rápido. La primera bomba lanzó a Brian al suelo. Nada más el ruido. Mi hermano cayó de espaldas, con la cabeza hacia atrás y los ojos desviados. Lawrence lo tomó en sus brazos. Hablaba fuerte y rápido. Decía que no teníamos nada qué temer. Que los aviones alemanes ya habían venido antes, pero que no bombardeaban nuestros barrios, que atacaban el centro, el puerto, la estación de tren, los cuarteles, a los ricos pero no a los necesitados.
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