Sorj Chalandon - Regreso a Killybegs

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Tyrone Meehan crece en la miseria en un pequeño pueblo de Irlanda de nombre Killybegs. Su padre, quien sueña con ver una Irlanda libre de ingleses, lo golpea cada vez que está borracho. Tras la muerte del padre, la familia se instala en un barrio católico de Belfast, rodeado de protestantes unionistas. Desde muy joven hace amistad con los independentistas norirlandeses, primero como voluntario, luego como Fianna y finalmente como miembro del Ejército Republicano Irlandés, IRA. Tras la guerra de guerrillas urbanas, las torturas en las cárceles británicas y la vida de familia en Belfast, Tyrone se ve chantajeado por el ejército británico para que sea un espía de su inteligencia. Sin más remedio, Tyrone acepta, sabiendo que al hacerlo está firmando su muerte.

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Todo el mundo comenzó a hablar al tiempo. Nuestra función no era criticar sino obedecer. El Consejo del IRA, el Comando del Norte, el Comité Central del partido, toda esa gente sabía lo que le convenía a Irlanda. Saqué el sliotar de Tom. Le daba vuelta entre mis palmas. Danny no cedía.

—¿Y qué pasa si un combatiente del IRA mata a un soldado estadounidense por error? ¿Puede decirme qué pasaría?

—¿Y por qué iba a matar el IRA a un estadounidense?

—Porque son treinta mil. Porque están en todas partes, en las ciudades, en el campo. ¿Se imaginan?

¿Un combatiente republicano que se equivoca de blan­co? ¿Un óglach que le apunta a un soldado inglés y mata a un yanqui que reparte chocolates y galletas a los niños?

—¡Ves demasiadas películas, Danny!

Levanté la mano. Iba a ayudarle.

—Mi padre era socialista y republicano. Quería lu­char contra los franquistas en España. Hoy en día, Franco y Hitler se dan la mano. ¿Y nosotros dónde quedamos en todo eso?

—¿Sabes quién era el jefe de la columna Connolly de las Brigadas Internacionales? —me preguntó la profesora.

Por supuesto que lo sabía. Mi padre no lo había conocido, pero se refería a él como quien habla de su futuro jefe.

“Con Frank Ryan, vamos a aplastar a los fascistas irlandeses, a los camisas azules, a todos esos cochinos británicos”, decía mi padre.

Para él, “británico” era otra forma de decir “hijo de puta”. En la calle, en el bar, un tipo que lo provocaba era un británico.

—Frank Ryan —respondí.

—¿Y sabes dónde está hoy Frank Ryan?

No. No lo sabía. Encarcelado en España, o muerto, muy probablemente.

—En Berlín —dijo la profesora.

No lo podía creer. ¿Él, el socialista, el internaciona­lista, el rojo, en Berlín?

Quedé boquiabierto.

—Un problema para Gran Bretaña es una solución para Irlanda —machacó la profesora.

Nosotros éramos unos chicos apenas. Miré la cara de mis amigos. Queríamos luchar por la libertad de nuestro país, honrar su memoria, preservar su terrible belleza. Poco importaban nuestros pactos y nuestras alianzas. Estábamos dispuestos a morir los unos por los otros. Morir, de verdad. Algunos de nosotros cumplirían su promesa.

Así que no hice más preguntas. Y Danny se quedó con las suyas.

Él y yo les haríamos la guerra a los ingleses, tal como habían hecho nuestros padres. Y nuestros abuelos. Hacer preguntas era deponer las armas.

A finales de febrero de 1942, un hombre del IRA me confió mi primera pistola.

Tom Williams nos tenía apostados por todo el barrio. Para reconocernos, las muchachas llevaban un nudo verde en el pelo. Los muchachos, la bufanda roja y blanca del club de fútbol de Cliftonville. Era un día entre semana. El estadio de Solitude estaba cerrado.

—¡Pero si hoy no hay partido, muchachos! —decían los hombres riéndose, al vernos subir con seriedad por las calles.

Los soldados republicanos podían aparecer en cualquier momento. Nosotros los esperábamos, apostados en las esquinas. Yo estaba bajo un porche, apoyado contra el muro de una casa desconocida. Cuando llegó el hombre del IRA me sobresalté. Corría, con la mano debajo del abrigo y la corbata sobre el hombro. Me pasó un revólver. Acababa de herir a un soldado con una bala en el cuello. Cogí el arma con las dos manos, la metí en mi pantalón, apretada contra la cintura. Crucé la calle. Todo mi cuerpo palpitaba. Unos metros más adelante, una mujer se me acercó. Yo no la conocía. Llevaba en la mano un canasto de mimbre con un balón de fútbol. Me lo pasó sin decir palabra. Luego me agarró de la mano. Sentí un poco de vergüenza. Yo, un Fianna de dieciséis años, en servicio activo, de la mano de esta mujer, como una mamá con su pequeño hijo.

“Alguien se va a hacer cargo. Déjate llevar”, había dicho Tom.

Los tanques rodeaban el barrio. En las barricadas, los policías registraban a los hombres, que debían levantar los brazos. Un militar nos hizo señas para que avanzáramos, ella con su canasto y yo con mi balón de fútbol. Delante de él, la mujer me dijo que yo era un bueno para nada. Era una voz muy aguda, violenta, desagradable. Malde­cía todos los días al cielo por haber traído al mundo a un idiota como yo. El británico dudó. Me miró con pesar, a la vez benévolo y cómplice. El gesto de dos muchachos desgraciados que se han reconocido. Nos hizo seguir. Yo le sonreí. No para escapar de él, sino para agradecerle.

Esta prueba de humanidad me persiguió mucho tiempo. Me perturbó mucho tiempo. Debajo de ese casco de guerra no podía haber un hombre, sino un bárbaro. Pensar lo contrario era señal de debilidad, de traición. Mi padre me lo había enseñado. Tom me lo repetía. Aceleré el paso, tomado de la mano de esta mujer, mi madre de guerra, yo, su hijo de combate. Jamás dije nada sobre este encuentro. Ni conté nada sobre esa mirada ni confesé mi sonrisa.

Entramos al Donegal’s, un bar de Falls. El lugar estaba repleto. Al vernos, el dueño abrió la puerta blindada que daba al patio donde dos hombres me esperaban, sentados en unos barriles de cerveza. Tenía los brazos abajo. Uno de ellos me abrió el abrigo. Palideció al ver la culata del arma.

—Cabrón de mierda —murmuró mientras sacaba el revólver con cuidado.

El otro tipo sacudió la cabeza.

—¿Qué hice?

El primero me miró. Como si se diera cuenta de mi presencia.

—¿Quién? ¿Tú, Fianna?

—Nada, mi muchacho. Estuviste más que perfecto —res­pondió el otro.

Luego se dio media vuelta para manipular el arma.

Salí a la calle con el vientre desnudo, sin ese peso mortal entre la piel y la camisa. Me castañeteaban los dientes. Tuve tiempo de mirar el revólver. El hombre del IRA me lo pasó con el martillo levantado, listo para disparar. Yo lo recibí sin fijarme y lo metí en mi pantalón como quien esconde una revista libertina para mostrársela a los compañeros. Toqué con el dedo el guardamonte, rocé el gatillo. El tiro habría salido ante la menor presión. Había caminado así unos quince minutos, con el cañón apretado junto a mi sexo. La muerte anduvo rondando. Y renunció. Tal vez la hice sonreír.

Capítulo 5

Killybegs, lunes 25 de diciembre de 2006

Esta mañana vinieron a verme dos policías irlan­deses. Se veían incómodos. Yo estaba ebrio. Los invité a pasar y a tomarse un vodka, o el té de Navidad. No aceptaron. Habían estacionado su vehículo en el camino, en el borde del bosque.

—¿Tyrone Meehan? —preguntó el más joven.

Le dije que sí.

Una enfermedad de infancia le había dejado la cara negra. Sacó una libreta de su chaquetón. El otro observaba mi vivienda a través de la puerta abierta. Un espacio amplio, de paredes desnudas, el fregadero sin agua, la lámpara de gas sobre la mesa desordenada, las velas, el fuego de la chimenea, el piso de tierra.

—¿De regreso en el país? —me preguntó el viejo, escru­tando mi mirada.

Asentí con la cabeza. Tenía las manos en los bolsillos y solo un suéter. Miré al suelo.

—¿Piensa quedarse?

—Voy a quedarme.

El policía escribió otra cosa diferente de esas tres pala­­bras. Como si anotara sus impresiones.

—¿Vive solo aquí?

Igual movimiento de cabeza. ¿Qué responder? Ellos sabían eso, y todo lo demás. Desde el primer día, la Garda Síochána pasaba por la carretera y observaba mi vida de recluso. Vieron a Sheila traerme los víveres y la cerveza. Ayer me tomaron una foto cuando salía del bar. Me preguntaba cuándo irían a tener el valor de avanzar por el camino sin pavimentar y tocar a mi puerta. Sin embargo, ahora que los tenía frente a mí, estaba decepcionado. El más joven me rehuía la mirada y escribía sin parar. El otro contaba las arrugas de mi frente.

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