* * *
Un sábado de febrero de 1942, participé en mi primera operación militar. Al cabo de algunos meses, el Comando del Norte había reunido todas las armas disponibles, las que estaban escondidas en la República desde la guerra de independencia. Varios volunteers cruzaban la frontera en la noche para proveer el material a los cuatro batallones de Belfast. Éramos unos niños. Sabíamos poca cosa sobre esa gran mudanza nacional. Conocimos mucho después de la guerra el alcance de esos transportes clandestinos. Cerca de unas doce toneladas de armas, municiones y explosivos se habían movilizado por los campos, según las órdenes del Consejo del IRA, a pie, en camión, en carreta, a lomo de mujeres y de hombres, sin que los ejércitos británico o irlandés se enteraran de nada.
Aquella noche, Tom Williams vino a buscar a dos Fianna al local.
—¿Sabes chiflar, Tyrone?
Le dije que sí, claro, desde siempre.
—Chifla.
Me llevé los índices a los labios.
A mi padre le encantaba mi chiflido; mi madre lo detestaba. En Killybegs, era la señal de la banda de los Meehan cuando nos peléabamos contra Timy Gormley y su cuadrilla. El padre Donoghue decía que solo el grito del diablo podía penetrar así el oído humano.
Chiflé.
Tom no parecía sorprendido. Simplemente asintió con la cabeza.
—Está bien. En caso de peligro, quiero que te oigan hasta Dublín.
Daniel chiflaba sin los dedos. Recogía el labio superior y pegaba la lengua a los dientes.
—Danny y Tyrone —ordenó el teniente Williams sosteniendo la puerta abierta.
Él y yo recibimos unas diez palmaditas en la espalda. Los demás muchachos estaban contentos por nosotros y orgullosos también, quizá.
En la calle, una mujer y una chica esperaban que saliéramos. Yo conocía a la primera, una combatiente de Cummann na mBan, la organización de mujeres del IRA. La joven debía pertenecer a las Cumann na gCailíní, las scouts republicanas. Tom caminaba adelante y nosotros lo seguíamos en silencio. Cinco sombras en la calle.
—Tyrone.
Oí el murmullo del jefe. Sin detenerse, con un gesto del mentón, me señaló el cruce de las calles O’Neill y Clonard, al tiempo que me lanzaba un sliotar blanco, con hilos negros. Lo agarré con una sola mano. Sin pensar. Una pelota de hurling con una dedicatoria del equipo de Armagh. ¿Por qué? ¿Para darme compostura? Nada de preguntas, nada de dudas. Hay que comprender con una sola mirada o quedarse en el local. Tomé mi lugar y lancé el sliotar contra el muro, haciéndolo rebotar contra la palma de mi mano, como un niño quemando el tiempo.
Tom siguió caminando.
—Danny.
Daniel Finley se ubicó frente a mí, al otro lado de la calle, mirando hacia Odessa Street. Lo esperaba una bicicleta, puesta al revés contra el muro, con los neumáticos al aire y la cadena suelta. Mi compañero se arrodilló, como si la estuviera arreglando. La muchacha bajó con su oficial hasta la esquina de Falls Road, y se quedaron ahí, bajo un porche, como una madre y su hija.
Todo ocurrió muy rápido. Daniel seguía agachado junto a la bicicleta. Las calles estaban desiertas. Dos vehículos se detuvieron. Ocho hombres bajaron corriendo, con los brazos cargados. El IRA. Cuatro giraron en Odessa y los otros pasaron frente a mí.
—Hola, Tyrone —dijo uno.
No lo reconocí. Ni lo miré. Vigilaba mi rincón de Irlanda, mi calle de ladrillo, mi parcela de pequeño soldado. Solo vi el acero de los cañones, a la luz de una ventana con las cortinas mal corridas. Fusiles. Los fusiles de la guerra. Las armas de la República. Jamás había visto su metal, jamás había imaginado la madera de sus mangos, y ahora me pasaban por el lado, por montones, envueltos en cobijas grises.
Las puertas se abrieron. Los hombres entraron a los inmuebles, los patios traseros, los jardines minúsculos. Los vehículos se fueron. Tom regresó solo. Pasó junto a mí. Su cara, su mirada hacia el suelo, la espalda tensa. Silbaba God Save Ireland! Subió hacia Clonard. Yo estaba casi decepcionado. Había imaginado un guiño, una palabra. Frente a mí, Daniel volteó la bicicleta y se fue también. Once veces había sido centinela. Sabía cómo terminaba el asunto.
—Puedes llamarme Danny —dijo Finley sin mirarme.
Entonces, me alejé de mi muro. Me metí el sliotar en un bolsillo y regresé a Dholpur Street. Ahora caminaba de otro modo. Era otro. Me crucé con una madre y su hija, una muchacha que llevaba la máscara de gas terciada, como una cartera a la moda. No notaron mi presencia. Pero yo era un Fianna, un guerrero irlandés. Un soldado del IRA, casi. Dentro de algunos días, a mis diecisiete años, me uniría a Tom Williams y a los otros. Ahora yo sería quien saldría a la calle, correría en la noche fría con mi cargamento de batalla. Sería yo quien rozaría a un Fianna auxiliar en pantalones cortos, con la boca abierta. Yo quien le diría mi nombre de pila con confianza. Yo quien se escabulliría en medio de la oscuridad. Sería yo, Tyrone Meehan. Yo silbaría God Save Ireland!
* * *
Por lo pronto, sentado en el suelo o apoyado en el cuadrilátero, estudiaba. Me había retirado de la escuela católica y ahora asistía a la enseñanza republicana. Los profesores pasaban de cumann en cumann para educar a los Fianna. Tenía mucho que aprender sobre la historia de nuestro país. De nuestros combates solo conocía los gestos de mi padre y sus palabras tambaleantes de alcohol. Aunque me sabía las grandes fechas y los nombres gloriosos, no entendía su sentido. Mi credo era infantil: Brits out! ¡Fuera los británicos! Mi padre me había dejado esa certeza como herencia. Nada más.
Aquel día estábamos nerviosos. El grupo dividido. Una mujer era nuestra profesora. Llevaba una hora explicándonos que nuestro partido, nuestro ejército, nuestro pueblo, no tenía nada qué ver con la guerra que asolaba a Europa. Sin embargo, tal vez podríamos sacar partido de la situación. En el tablero improvisado —unas pizarras pegadas a una tabla de madera—, había escrito la frase pronunciada en 1916 por James Connolly, sindicalista, soldado y mártir irlandés. “¡No le servimos ni al rey, ni al káiser, sino a Irlanda!”. El lunes de Pascua, mientras los británicos luchaban junto a los estadounidenses y a los franceses en las trincheras del Somme, mientras los protestantes de Irlanda del Norte se habían unido de forma masiva al ejército del rey, masacrados por millares en primera línea, los republicanos irlandeses se rebelaban en el corazón mismo de Dublín. Un puñado de valientes, con las armas en la mano. “¡Traición! ¡Nos han clavado un puñal por la espalda!”, gritaban los ingleses.
—¿Traición? Pero ¿traicionar a quién? ¿Traicionar qué? —explicaba la maestra.
Nosotros no éramos aliados de los británicos: sus soldados nos habían ocupado, sus policías nos habían torturado, su justicia nos había encarcelado. Esta guerra los debilitaba y a nosotros nos fortalecía.
Todos la escuchábamos. La toma de la oficina de correos por parte de los insurgentes, la declaración de independencia proclamada en sus escalones, la represión feroz, el aplastamiento, el paredón de ejecuciones para nuestros jefes, uno a uno. Este fracaso sangriento que no era tal. Este fuego mal apagado iría a incendiar al país entero.
Podíamos hacer preguntas. Y fue Daniel Finley quien levantó primero la mano. Preguntó si no había diferencia entre 1916 y 1942, entre una carnicería imperialista y una guerra mundial, entre el káiser Guillermo II y Adolfo Hitler. Preguntó si, al igual que Irlanda entera, el IRA no habría debido permanecer neutral. Me acuerdo mucho de ese instante. Éramos unos veinte en el local de Kane Street.
—¿Pretendes saber más que el IRA, Finley? —preguntó un Fianna.
Читать дальше