A la sexta pinta de cerveza, escribí algunas palabras en la primera página de la derecha.
Ahora que todo se ha descubierto, van a hablar por mí. El IRA, los británicos, mi familia, mis allegados, periodistas que ni siquiera he conocido. Algunos tendrán la osadía de explicar el porqué y el cómo de mi traición. A lo mejor se escribirán libros sobre mí: me da rabia solo pensarlo. No presten atención a nada de lo que digan. No se fíen de mis enemigos, y mucho menos de mis amigos. Aléjense de aquellos que dicen haberme conocido. Nadie ha estado en mis entrañas, nadie. Si hablo ahora es porque soy el único que puede decir la verdad. Porque después de mí, espero el silencio.
Puse la fecha: Killybegs, 24 de diciembre de 2006. Firmé. Luego, volví a casa.
Caminé calle arriba, crucé la frontera del pueblo. Regresé a la casa húmeda y negra, apretando el sliotar de Tom en mi bolsillo. No estaba ebrio, sino vertiginoso, aliviado, inquieto. Acababa de comenzar mi diario.
Capítulo 4
Sabíamos que, con la guerra, vivir en el norte de Belfast se volvería difícil. El asunto comenzó en agosto de 1941, cuando lanzaron unas piedras contra la puerta. En el taller de Lawrence, escribieron con letras negras “irlandeses hijos de puta”. Una noche de septiembre, apagamos una botella incendiaria que lanzaron por la ventana de la sala. Más arriba, en Sandy Street, una familia católica decidió irse a la República. Y luego otras dos, que vivían en Mills Terrace. Todas las noches, los protestantes se metían en nuestro barrio y pintarrajeaban las fachadas. “Fuera papistas traidores”, “católicos=IRA”. Lawrence tenía siempre un garrote junto a la cama. Séanna metía el palo de hurling debajo del colchón. Sin embargo, no estábamos listos para la batalla.
La familia Costello se replegó al barrio Beechmount poco después de Navidad. En tres viajes. Se tomaron su tiempo. Besé a Sheila por segunda vez. Esa misma noche incendiaron su casa.
Los unionistas limpiaban las calles. Eran protestantes, británicos en guerra. Nosotros éramos católicos, irlandeses, neutros. Pusilánimes o espías. Decían que, en la República de Irlanda, las ciudades permanecían iluminadas de noche para indicarle a la Luftwaffe el camino hacia Belfast. Decían que, en Irlanda del Norte, nosotros éramos la Quinta Columna, los artífices de la invasión alemana. Nos acusaban de preparar terrenos de aterrizaje secretos para sus aviones y sus paracaidistas. Éramos extranjeros. Enemigos. No nos quedaba más que volver a cruzar la frontera o amontonarnos en nuestros guetos.
Lawrence se negaba a irse. En 1923, sus padres se habían mantenido firmes, rodeados poco a poco por casas abandonadas con sus ventanas ciegas. Una noche, el hermano de mamá habló más de la cuenta. Dijo que estábamos en nuestra casa en toda Irlanda, desde Dublín hasta Belfast, desde Killybegs hasta el número 19 de Sandy Street. Dijo que los extranjeros eran ellos. Los protestantes, los unionistas, esos descendientes de colonos, instalados en nuestras casas y en nuestras tierras por la espada de Cromwell. Dijo que teníamos derecho a los mismos derechos que ellos, y a las mismas consideraciones. Dijo que era una cuestión de dignidad. Y yo lo escuché. Y escuché a mi padre. Y amé a mi padre en la rabia de mi tío. Lawrence Finnegan era Patraig Meehan sin el alcohol y sin los golpes.
Mi tío había dejado de beber hacía diez años. Una noche, regresando de Derry, estrelló su vehículo contra un poste, luego un árbol y después fue a dar a una cuneta dando una vuelta de campana. Hilda y él habían consultado al médico. Los exámenes de su mujer no habían salido bien. No podrían tener hijos, jamás. Estarían solos, él y ella, todas las mañanas, todas las noches, todos los días de la vida. Así sería hasta que uno partiera y el otro lo siguiera. En el camino, habían bebido para olvidar. Cruzaron la frontera gritando, aullando sus adioses a los Brits por la ventana abierta. ¡Viva la República! ¡Qué bueno estar de nuevo en el país! Y allí se deslizaron. El vehículo se volteó. Lawrence vivió. Hilda murió. Desde entonces, mi tío reemplazó la ebriedad por el silencio.
* * *
Estábamos diciendo nuestras oraciones de la noche cuando los protestantes llegaron a Sandy Street, el domingo 4 de enero de 1942. Rompieron con hachas nuestra puerta y lanzaron antorchas a la entrada. Lawrence volteó el sofá para protegernos. Las niñas bajaron gritando del segundo piso. Mamá tenía agarrada a la bebé Sara de una pierna, cabeza abajo. Séanna tenía su palo de hurling en la mano. Mi tío le gritó. Que no se moviera, que no intentara nada, que se escondiera con nosotros detrás de los cojines de terciopelo.
—¡Mañana se largan de aquí! —chilló un hombre.
No lo vi. No vi a nadie. Tenía la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados. Mis hermanas, mis hermanos, mi madre, a mi lado, sentados en el suelo, con los brazos y las piernas enmarañados. Entraron. Rompieron las ventanas, desgarrando las cruces de papel adhesivo que nos protegían de las bombas alemanas. Rompieron la sopera de Galway. Arrancaron la foto de Pío XII. Lo dañaron todo, lo pisotearon todo. Subieron al segundo piso evitándonos, corriendo de un lado a otro por nuestro refugio. Éramos once, los unos sobre los otros, protegidos entre un sofá volteado y la pared. Es decir, desnudos, expuestos y sin fuerza. Habrían podido matarnos. No lo hicieron. Nos pasaron por encima, nos ignoraron. No hablaban. Saqueaban lo nuestro sin decir una palabra. No eran más que el ruido de sus pasos y su aliento. Incluso arrancaron la cabeza de Dodie Dum, el peluche de la bebé Sara. Lo arrasaron todo y luego se fueron.
—¡Mañana! —chilló la voz.
Séanna salió de primero, con el palo de hurling en la mano y lágrimas en los ojos. Era el mayor de los Meehan, el jefe de la familia, y había fallado. Solo quedaba él para reemplazar al padre y no lo había hecho. Estaba en la calle vacía y les gritaba a los hijos de puta, con su palo inútil. Lawrence lanzaba baldados de agua a las llamas que lamían las cortinas de la sala. El fuego gruñía en la habitación de las niñas. No teníamos otra opción. Ya era hora. Habíamos resistido hasta ese momento, algunos meses, algunos días más. La mayoría de nuestros vecinos habían renunciado. Nosotros éramos los últimos, casi. Me parece volver a ver a mi tío hacer entrar nuevamente a Séanna a nuestra casa hostil, poniéndole la mano en la nuca. Decirle que ahora debíamos salvar lo que aún se podía. Y que él, Séanna, nos había protegido. Que proteger era mejor que matar. Que todos le debíamos la vida. Me acuerdo de la cara de mi hermano. Miraba a mi tío. Trataba de comprender lo que acababan de decirle. Y luego se precipitó al segundo piso, para arrancarle la ropa a la hoguera.
Un poco más tarde, mientras el techo ardía, Séanna volvió a salir a la calle con las últimas bolsas. Áine, el pequeño Kevin y Brian lo rodearon lentamente. Mi hermano se acurrucó. Los apretó contra él, en un solo abrazo, un manojo de niños asustados que le decían “te amo”.
* * *
Cuando la camioneta de Lawrence llegó a Dholpur Lane, los habitantes vinieron a saludarnos.
—¡Las familias de Sandy Street! —gritó un niño.
Eran las cuatro de la mañana del 6 de enero. Las puertas se abrieron casi al tiempo, como si el barrio nos estuviera esperando. Las mujeres se pusieron un delantal encima de la ropa de dormir. Los hombres ayudaron a abrir la puerta de atrás de la camioneta para sacar lo que quedaba de nosotros. Habíamos logrado salvar dos colchones, cuatro sillas, la mesa de la cocina y la ropa.
Yo llevaba un colchón sobre la cabeza. Se doblaba atrás, adelante, hacía oscilar cada uno de mis pasos, me tapaba los ojos. Brian, Niall y Séanna transportaban la mesa. Róisín, Mary y Áine se habían encargado de las bolsas con ropa. El pequeño Kevin arrastraba una silla por la calle. La carga de mamá era la bebé Sara, y también nuestra Virgen de yeso, que apretaba contra la niña. Una mujer las tapó con una cobija.
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