La arena guarda los secretos mejor que el barro. El sheriff aparcó el camión donde empezaba el sendero a la torre de vigilancia para no pasar sobre cualquier posible rastro de alguien que hubiera ido allí la noche del supuesto asesinato. Mientras lo recorría para buscar huellas de vehículos que no fueran el suyo, los granos de arena se desplazaban en informes hoyuelos con cada paso que daba.
Entonces, en las zonas de barro y en la parte pantanosa junto a la torre, se reveló ante él una gran profusión de detalladas historias: un mapache con sus cuatro crías había entrado y salido del cieno, un caracol había trazado un rastro de encaje interrumpido por la llegada de un oso, una pequeña tortuga se había detenido en el frío cieno y había formado con el vientre una depresión suave y lisa.
—Es como una foto, pero no hay nada hecho por el hombre, aparte de nuestras camionetas.
—No sé —dijo Joe—. Mira esta línea recta, con ese triangulito. Podría ser una pisada.
—No. Yo creo que es la huella de un pavo pisada por un ciervo, y por eso es tan geométrica.
Al cabo de otro cuarto de hora, el sheriff propuso:
—Vayamos hasta esa pequeña ensenada. Veamos si alguien ha venido en barca y no en camioneta.
Caminaron allí mientras apartaban de sus caras el áspero mirto. La arena húmeda les descubrió huellas de cangrejos, garzas y medio picos, pero no de humanos.
—Vaya, mira esto. —Joe señalaba un gran tramo de cristales de arena desplazados para formar un semicírculo casi perfecto—. Podría ser la huella de una barca de casco redondo que hubiera atracado en la orilla.
—No. Mira, el viento mueve ese tallo de hierba a uno y otro lado de la arena, lo que crea ese semicírculo. Solo es hierba al viento.
Miraron a su alrededor. El resto de la pequeña playa en forma de media luna estaba cubierta por una gruesa capa de conchas rotas, un amasijo de trozos de crustáceos y pinzas de cangrejos. Las conchas son las mejores guardianas de secretos que existen.
Capítulo 11
Bolsas de arpillera llenas
1956
En el verano de 1956, cuando Kya tenía diez años, papá volvía con menos frecuencia a la cabaña. Pasaban semanas sin una botella de whisky en el suelo, sin un cuerpo tirado en la cama, sin el dinero de los lunes. Esperaba verlo llegar cojeando entre los árboles, con la bolsa de papel en la mano. Había pasado una luna, y otra, desde la última vez.
Los sicomoros y los nogales alargaban sus brazos desnudos contra el cielo gris y el incesante viento absorbía cualquier alegría que el sol de invierno desplegaba sobre esa desolación. Un viento secante e inútil en una tierra marina que no podía secarse.
Pensó en ello sentada en los escalones de la entrada. Una pelea en una partida de póker podía haber acabado con él, golpeado y arrojado al pantano una noche fría y lluviosa. O quizá se hubiera emborrachado sin remedio, vagado por el bosque y caído de bruces en alguna charca.
—Supongo que ya no volverá.
Se mordió los labios hasta que la boca se le volvió blanca. No era el mismo dolor que cuando se fue mamá; de hecho, se esforzó en no llorar. Pero lo de quedarse completamente sola era una sensación tan vasta que tenía eco, y las autoridades la descubrirían y se la llevarían. Tendría que aparentar, hasta con Jumpin’, que papá seguía allí.
Y no tendría el dinero de los lunes. Llevaba semanas estirando los últimos dólares, sobreviviendo a base de gachas, mejillones cocidos y algún que otro huevo ocasional de las perdidas gallinas. Las únicas provisiones que le quedaban eran unas cerillas, un trozo de jabón y un puñado de gachas. Con esas pocas cerillas Blue Tips no podría pasar el invierno. Sin ellas, no podría preparar las gachas tanto para las gaviotas y las gallinas como para ella.
—No sé cómo vivir sin gachas.
Al menos, pensó, adonde haya ido papá, lo hizo a pie. Kya tenía la barca.
Tendría que buscar otra forma de conseguir comida, claro, pero relegó por el momento ese pensamiento a un rincón de su mente. Tras cenar mejillones, que había aprendido a machacar hasta hacer una pasta con la que untaba galletas saladas, repasó los queridos libros de mamá y jugó a leer los cuentos de hadas. A los diez años aún no sabía leer.
Entonces, la luz de queroseno parpadeó, disminuyó y se apagó. Donde antes había un suave círculo que contenía un mundo, ahora había oscuridad. Kya lanzó un «¡Oh!». Papá siempre compraba el queroseno y llenaba la lámpara, por lo que nunca había pensado en ello. Hasta que todo estuvo oscuro.
Permaneció unos segundos sentada e intentó exprimir luz de los restos, pero no era casi nada. Entonces, el bulto redondeado del frigorífico y el marco de la ventana empezaron a adquirir forma en la penumbra, y pasó los dedos por la encimera hasta encontrar un trozo de vela. Encenderla requeriría una cerilla y solo le quedaban cinco. Pero la oscuridad pertenecía al presente.
Ras. Encendió la cerilla, prendió la vela y la negrura se retiró a los rincones. Pero había visto lo suficiente para saber que necesitaba tener luz, y el queroseno costaba dinero. Abrió la boca con un suave resuello.
—Igual debería ir al pueblo y entregarme a las autoridades. Al menos me darían de comer y me mandarían a la escuela.
Pero, tras pensarlo, dijo:
—No, no puedo abandonar a las gaviotas, las garzas, la cabaña. La marisma es la única familia que tengo.
A la última luz de la vela tuvo una idea.
Al día siguiente, se levantó más temprano de lo habitual, con la marea baja, se puso el mono y salió con un cubo, un cuchillo de garra y algunas bolsas vacías. Se acuclilló en el barro y fue recogiendo mejillones como le había enseñado mamá y, tras cuatro horas agachándose y arrodillándose, consiguió llenar dos bolsas de arpillera.
El sol salía lentamente del mar mientras navegaba por la densa niebla hasta el Gas and Bait de Jumpin’. Él se levantó al verla acercarse.
—Hola, señorita Kya, ¿quiere algo de gasolina?
Ella encogió la cabeza. No había hablado con nadie desde su última visita al Piggly Wiggly y se le estaba olvidando.
—Puede que gasolina. Pero depende. Dicen que compra mejillones, y tengo unos cuantos. ¿Puede pagarme en metálico y con algo de gasolina? —Señaló las bolsas.
—Sí, señora, sí que puedo. ¿Son frescos?
—Los cogí antes del alba. Ahora mismo.
—Pues, entonces, puedo darle cincuenta centavos por una bolsa y llenarle el depósito con la otra.
Kya sonrió ligeramente. Dinero de verdad que había ganado ella sola.
—Gracias —fue todo lo que dijo.
Mientras Jumpin’ llenaba el tanque, Kya entró en la tiendecita del muelle. Nunca le había hecho mucho caso porque compraba en el Piggly, pero ahora veía que, además de cebos y tabaco, vendía cerillas, sebo, jabón, sardinas, salchichas, gachas, galletas saladas, papel higiénico y queroseno. Tenía prácticamente todo lo que necesitaba en el mundo. Alineados en el mostrador había cinco tarros de cinco litros llenos de caramelos: Red Hots, rompemandíbulas y Sugar Daddys. Le parecieron los más dulces del mundo.
Con el dinero de los mejillones compró cerillas, una vela y gachas. El keroseno y el jabón tendrían que esperar a que llenase otra bolsa. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no comprar un Sugar Daddy en vez de la vela.
—¿Cuántas bolsas puede comprar a la semana? —preguntó.
—Vaya, ¿así que quiere tratar de negocios? —respondió él, que se rio a su manera especial, con la boca cerrada y echando atrás la cabeza—. Compro unos veinte kilos cada dos o tres días. Pero piense que también me trae otra gente. Si me trae y ya tengo, pues se queda con ellos. Al primero que llega, primero que atiendo. No hay otro modo de hacerlo.
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