1 ...8 9 10 12 13 14 ...18 Unos minutos de navegación la llevaron a un recodo y al gran estuario de más allá y, al otro lado, al chico de la barca. Unas garcetas alzaron el vuelo, como una hilera de banderas blancas contra las crecientes nubes grises. Lo miró fijamente, temía acercarse a él, temía no hacerlo. Por fin, atravesó el estuario.
Él alzó la mirada cuando se acercó.
—Hola —dijo.
—Hola. —Miraba las hierbas más allá de su hombro.
—¿Hacia dónde vas? —preguntó—. Espero que no vayas fuera. Esa tormenta viene hacia aquí.
—No —respondió ella mientras miraba el agua.
—¿Estás bien?
Se le hizo un nudo en la garganta al contener un sollozo. Asintió, pero no podía hablar.
—¿Te has perdido?
Ella volvió a asentir. No pensaba llorar como una niña.
—Muy bien. Yo me pierdo constantemente —dijo, y sonrió—. Oye, yo te conozco. Eres la hermana de Jodie Clark.
—Lo era. Se ha ido.
—Bueno, sigues siendo su… —Pero lo dejó correr.
—¿Cómo es que me conoces? —Lo miró directamente a los ojos.
—Oh, he ido a veces de pesca con Jodie. Te he visto un par de veces. Eras muy pequeña. Te llamas Kya, ¿no?
Alguien que conocía su nombre. Le sorprendió. Se sintió como atada a algo, liberada de otra cosa.
—¿Sí? ¿Conoces mi casa? ¿Sabes ir desde aquí?
—Supongo que sí. De todos modos, ya es hora. —Movió la cabeza hacia las nubes—. Sígueme.
Recogió el sedal, metió el aparejo en una caja y encendió el fueraborda. Al atravesar el estuario, le hizo una seña con la mano y ella lo siguió. Navegaban despacio y él se metió directamente en el canal de la derecha, miró atrás para asegurarse de que había tomado la curva y siguió. Lo hizo en todas las curvas hasta las lagunas de los robles. Cuando se metió en el canal oscuro que llevaba a casa, ella se dio cuenta de dónde se había equivocado y nunca volvería a cometer ese error.
La guio por su laguna, aunque ella le hizo señas de que conocía el camino, hasta la costa donde estaba la cabaña, junto a los árboles. Ella aceleró hasta el viejo pino medio hundido y amarró la barca. Él se apartó de la barca de ella y se bamboleó en sus estelas enfrentadas.
—¿Ya estás bien?
—Sí.
—Bueno, se acerca una tormenta, será mejor irse.
Kya asintió, y luego recordó lo que le había enseñado mamá.
—Gracias.
—Muy bien. Me llamo Tate, por si volvemos a vernos. —Ella no dijo nada, así que él añadió—: Bueno, adiós.
Mientras se alejaba, perezosas gotas de lluvia salpicaron la costa de la laguna.
—Va a llover sapos y culebras; ese chico va a quedar empapado.
Se detuvo ante el depósito de gasolina, metió dentro el palo y rodeó el borde con las manos para que no le entrara la lluvia. Tal vez no supiera contar monedas, pero sabía que no se podía echar agua a la gasolina. «Ha bajado mucho. Papá se dará cuenta. Tengo que ir con un bidón al Sing Oil antes de que vuelva papá».
Conocía al dueño, el señor Johnny Lane, que siempre llamaba basura del pantano a su familia, pero valdría la pena enfrentarse a él, a las tormentas y las mareas, porque solo podía pensar en volver a ese espacio de hierba y cielo y agua. Se había asustado al estar sola, pero ya estaba tarareando por la excitación. Y había otra cosa. La calma del chico. Nunca había conocido a nadie que hablara o se moviera con tanta firmeza. Con tanta seguridad y tanta facilidad. Se había relajado solo con estar cerca de él, y ni siquiera muy cerca. Respiraba sin dolor por primera vez desde que se habían ido mamá y Jodie, sentía más alejado el dolor. Necesitaba esa barca y a ese chico.
* * *
Esa misma tarde, Tate Walker cruzó andando el pueblo, llevaba la bicicleta por el manillar; saludó con la cabeza a la señorita Pansy, del Five and Dime, y pasó ante el Western Auto hasta llegar a la punta del muelle del pueblo. Estudió el mar buscando el bote camaronero de su padre, The Cherry Pie, y distinguió en la distancia su brillante pintura roja y los bordes de las redes que se mecían con la marea. Saludó con la mano cuando se acercó, escoltado por su propia nube de gaviotas, y su padre, un hombre corpulento con hombros como montañas y espeso pelo rojo y barba, alzó la mano en el aire. Scupper, como lo llamaba todo el mundo en el pueblo, le tiró un cabo a Tate, que lo ató y luego saltó a bordo para ayudar a la tripulación a descargar la pesca.
Scupper le revolvió el pelo a Tate.
—¿Cómo estás, hijo? Gracias por venir.
Tate sonrió y asintió.
—Claro.
Tanto ellos como la tripulación se pusieron a trabajar, metieron las gambas en cajas de alambre, las cargaron hasta el muelle, se gritaron unos a otros para tomarse luego unas cervezas en el Dog-Gone, y preguntaron a Tate por la escuela. Scupper, que era un palmo más alto que los demás, cogía las cajas de tres en tres, para cruzar la pasarela con ellas y volver a por más. Tenía las manos grandes, como de oso, con los nudillos descarnados y heridos. Menos de cuarenta minutos después, la cubierta estaba fregada, las redes, atadas, y los cabos, asegurados.
Le dijo a la tripulación que dejaba para otro día tomar una cerveza con ellos, que debía acabar unas cosas antes de irse a casa. Una vez en la timonera, Scupper puso un 78 r. p. m. de Miliza Korjus en el tocadiscos atado a la encimera y subió el volumen. Bajó con su hijo a la sala del motor, donde Tate le fue pasando herramientas a su padre para que este engrasara piezas y apretara tornillos a la escasa luz de una bombilla. Todo ello mientras la dulce y sonora ópera se elevaba más y más en el cielo. El tatarabuelo de Scupper, al emigrar desde Escocia, había naufragado ante la costa de Carolina del Norte en el año 1760; fue el único superviviente. Nadó hasta la costa, llegó a los Bancos Externos, encontró una esposa y engendró trece hijos. Eran muchos los que podían trazar sus raíces hasta ese primer señor Walker, pero Scupper y Tate no se relacionaban con ellos. No participaban en las celebraciones dominicales a base de ensalada de pollo y huevos picantes de sus parientes, como no lo habían hecho cuando aún estaban su madre y su hermana.
Finalmente, con el gris crepúsculo, Scupper dio una palmada a Tate en los hombros.
—Hemos acabado. Vamos a casa a cenar.
Bajaron por el muelle, recorrieron la calle principal y salieron a un sinuoso camino que llevaba a su casa, un edificio de dos pisos con viejas tejas de cedro construido en la década de 1800. El marco blanco de la ventana se había pintado hacía poco y el césped que se extendía casi hasta el mar estaba bien podado. Pero las azaleas y los rosales que había junto a la casa crecían con malas hierbas.
Mientras se quitaban las botas amarillas en el vestíbulo, Scupper preguntó:
—¿Estás harto de las hamburguesas?
—Nunca me harto de hamburguesas.
Tate se puso ante la encimera de la cocina, cogió pegotes de carne de hamburguesa para hacer medallones y los puso en una bandeja. Su madre y su hermana Carianne, las dos con gorras de béisbol, le sonreían desde una foto colgada junto a la ventana. A Carianne le encantaba esa gorra de los Atlanta Crackers, la llevaba a todas partes.
Apartó la mirada de ellas y se puso a cortar tomates en rodajas y a revolver las judías que se estaban cociendo. Estarían ahí de no ser por él. Su madre cociendo un pollo en su jugo, Carianne preparando bizcochos.
Como de costumbre, a Scupper se le quemaron un poco las hamburguesas, pero estaban jugosas por dentro y eran gruesas como una pequeña guía telefónica. Los dos estaban hambrientos y comieron en silencio.
Pasó un rato y entonces Scupper preguntó a Tate por la escuela.
—La biología está bien; me gusta. Pero estamos dando poesía en literatura. No puedo decir que me guste. Todos tenemos que leer un poema en clase. Tú solías recitarlos, pero no recuerdo ninguno.
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