El autobús acabó parándose en un cruce sin señales de retorcidos senderos que se perdían en el bosque. El conductor abrió la puerta y Kya bajó disparada y corrió casi medio kilómetro, jadeó buscando aire y anduvo deprisa hasta llegar a su camino. No se paró en la cabaña, sino que corrió y atravesó los palmitos hasta llegar a la laguna y bajar por la vereda que atravesaba los densos y protectores robles, hasta el océano. Salió a la playa desierta y, cuando se detuvo en la línea de la marea, el mar le abría los brazos y el viento le tiraba del pelo y le deshacía las trenzas. Estaba a punto de llorar; lo había estado todo el día.
Kya llamó a los pájaros haciéndose oír por encima del rugir de las olas. El canto del océano era de voz de bajo, las gaviotas, de soprano. Volaron en círculo sobre las marismas y la arena, chillaron y graznaron mientras ella tiraba a la playa la corteza del pastel y los panecillos. Se posaron con las patas extendidas y movieron la cabeza.
Algunas aves le picotearon suavemente entre los dedos de los pies, y ella se rio por las cosquillas, hasta que las lágrimas surcaron sus mejillas y, por fin, grandes y roncos sollozos brotaron de ese lugar congestionado bajo su garganta. Cuando vació el cartón, tuvo tanto miedo de que, como los demás, las gaviotas la abandonaran que pensó que no podría soportar el dolor. Pero se quedaron en la playa, a su alrededor, concentradas en acicalarse las extendidas alas grises. Así que se sentó y deseó poder llevárselas a dormir con ella al porche. Se las imaginaba amontonadas en su colchón, como un esponjoso montón de cuerpos cálidos y emplumados, todos juntos bajo las sábanas.
Dos días después, oyó al Ford Crestliner batir la arena y fue corriendo a la marisma, pisó con fuerza los tramos de arena, dejó huellas claras como el día y luego entró de puntillas en el agua sin dejar huellas, dio media vuelta y siguió otra dirección. Cuando encontraba barro, corría en círculo para crear un rastro confuso. Y, cuando llegaba a suelo firme, apenas lo rozaba, saltaba de una mata de hierba a otra sin dejar huella.
Fueron cada dos o tres días durante unas semanas más, el hombre del fedora se encargaba de buscarla y darle caza, sin llegar nunca ni a acercarse. Y una semana ya no fue nadie. Solo se oía el graznar de los cuervos. Dejó caer las manos a los costados y miró el camino desierto.
Kya no volvió a la escuela ninguna vez en su vida. Cuando suponía que podía aprender algo, observaba a las garzas y recogía conchas. «Ya sé arrullar como una paloma —se decía—. Y mucho mejor que ellas, con sus bonitos zapatos».
* * *
Una mañana, semanas después del día que fue a la escuela, el sol brillaba con fuerza cuando Kya se subió al fuerte en el árbol de sus hermanos para buscar barcos veleros que enarbolaran la bandera del cráneo y las tibias. Demostrando que la imaginación crece hasta en los terrenos más solitarios, gritó: «¡Ho! ¡Piratas ho!». Enarboló su espada y saltó del árbol para lanzarse al ataque. Una punzada de dolor le atravesó de repente el pie derecho y ascendió como fuego por la pierna. Las rodillas cedieron, cayó de costado y chilló. Vio un clavo largo y oxidado clavado en la planta del pie.
—¡Papá! —gritó. Intentaba recordar si había vuelto a casa la noche anterior—. Ayúdame, papá —gritó, pero no obtuvo respuesta.
Alargó la mano con un gesto rápido y se arrancó el clavo mientras gritaba para cubrir el dolor.
Hundió y movió los brazos por la arena de forma inconsciente, gimoteando. Finalmente, se sentó y examinó la planta del pie. Apenas había sangre, solo la pequeña abertura de una herida pequeña y profunda. Entonces se acordó del tétanos. Se le hizo un nudo en el estómago y sintió frío. Jodie le había contado que un niño había pisado un clavo oxidado sin estar vacunado. Las mandíbulas se le habían agarrotado tanto que no podía abrir la boca. Luego, la columna vertebral se le contrajo hacia atrás como un arco y nadie pudo hacer nada, salvo ver cómo se moría por las contracciones.
Jodie había sido muy claro en un detalle: hay que vacunarse a los dos días de pisar un clavo o estabas perdido. Kya no tenía ni idea de cómo conseguir esa vacuna.
—Tengo que hacer algo. Seguro que me muero si espero a papá.
El sudor le corría profusamente por la cara mientras cojeaba por la playa hasta llegar a los robles más frescos que rodeaban la cabaña.
Mamá limpiaba las heridas con agua salada y las envolvía con barro mezclado con todo tipo de pociones. No había sal en la cocina, así que cojeó hasta el bosque en busca de un arroyo salobre, tan salado con la marea baja que sus orillas relucían por los brillantes cristales blancos. Se sentó en el suelo y empapó el pie en la salmuera de la marisma sin dejar de mover la boca: la abría, la cerraba, la abría, la cerraba, imitaba bostezos, la movía como si masticara, cualquier cosa para impedir que se le encajara. Al cabo de casi una hora, la marea había retrocedido lo suficiente para poder cavar con los dedos un agujero en el negro barro, y metió el pie con cuidado en la sedosa tierra. Allí el aire era fresco y los gritos de las águilas le dieron ánimos.
Al caer la tarde, estaba hambrienta y volvió a la cabaña. El cuarto de papá seguía vacío, y probablemente no volvería hasta dentro de varias horas. Jugar al póker y beber whisky mantiene a un hombre ocupado la mayor parte de la noche. No había granos, pero, tras rebuscar, encontró una vieja y grasienta lata de manteca Crisco, cogió un poco de grasa blanca y la extendió en una galleta salada. La mordisqueó y luego se comió cinco más.
Se acercó a su colchón del porche, atenta por si oía la barca de papá. La cercanía de la noche la arrastró y la agitó y le llegó el sueño a retazos, pero debió de dormirse profundamente cerca del alba porque despertó con el sol de lleno en la cara. Abrió enseguida la boca: aún le funcionaba. Arrastró los pies yendo y volviendo del estanque salobre a la cabaña hasta que, por el paso del sol, descubrió que habían pasado dos días. Abrió y cerró la boca. Puede que lo hubiera conseguido.
Esa noche, tras abrigarse en las sábanas del colchón del suelo, con el pie cubierto de barro envuelto en un trapo, se preguntó si se despertaría muerta. No, recordó, no sería tan fácil: se le arquearía la espalda, se le retorcerían las extremidades.
Minutos después notó un pinchazo al final de la espalda y se sentó.
—Oh, no, oh, no. Mamá, mamá. —La sensación se repitió y la hizo callar—. Solo es un picor —musitó.
Por fin, completamente agotada, se durmió, y no abrió los ojos hasta que las palomas arrullaron en los robles.
Durante una semana fue dos veces al día al estanque, vivió a base de galletas saladas y de Crisco, y papá no volvió en todo ese tiempo. Al octavo día, podía mover el pie sin sentir rigidez y el dolor había retrocedido a la superficie.
—¡Lo conseguí, lo conseguí! —gritó mientras bailaba, apoyándose en el pie izquierdo.
Al día siguiente, se dirigió a la playa a buscar más piratas.
—Lo primero que haré será ordenar a mi tripulación que recoja todos los clavos.
* * *
Se levantaba temprano, seguía buscando el estrépito que organizaba mamá al cocinar. El desayuno favorito de mamá eran huevos revueltos de sus propias gallinas, tomates maduros cortados en rodajas y buñuelos de pan de maíz que preparaba con una mezcla de pan de maíz, agua y sal, fritos en grasa tan caliente que la mezcla burbujeaba y se formaba puntilla en los bordes. Mamá decía que solo se fríe de verdad cuando oyes restallar la fritura desde la habitación de al lado, y Kya llevaba toda la vida despertándose con el ruido de los buñuelos saltando en la grasa. Oliendo el humo azul del maíz caliente. Pero ahora la cocina estaba silenciosa, fría, y Kya saltó del colchón del porche y fue a la laguna.
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