La otra calle, la Mayor, iba desde la vieja carretera hasta el océano y se acababa al cruzarse con la Principal. Así que el único cruce del pueblo estaba entre la Principal, la Mayor y el océano Atlántico. Las tiendas y negocios no estaban pegados unos a otros como en la mayoría de los pueblos, sino separados por pequeños solares con maleza de palmitos y avena del mar, como si la marisma se hubiera extendido hasta allí de la noche a la mañana. A lo largo de más de doscientos años, el cortante viento salado había castigado los edificios cubiertos de cedro hasta volverlos del color del óxido, y los marcos de las ventanas, la mayoría pintados de azul o blanco, se habían descascarillado y cuarteado. En su mayoría, el pueblo parecía cansado de pelearse con los elementos y se había resignado a desplomarse.
El muelle, envuelto en cuerdas deshilachadas y con pelícanos viejos, sobresalía en la pequeña bahía, cuyas aguas, cuando estaban calmas, reflejaban el rojo y el amarillo de los barcos camaroneros. Caminos polvorientos, con pequeñas casas de cedro a ambos lados, daban vueltas entre los árboles, rodeaban lagunas y bordeaban el océano a ambos lados de las tiendas. Barkley Cove era prácticamente un pueblo olvidado, con partes dispersas aquí y allá entre estuarios y juncos, como el nido de una garza azotado por el viento.
Descalza y vestida con un mono con peto que le venía pequeño, Kya se paró donde la marisma daba a la carretera. Se mordió el labio; deseaba volver corriendo a casa. Ni se imaginaba lo que le diría a la gente, cómo se las arreglaría para saber pagar lo que comprase. Pero el hambre es acuciante; entró en la Principal y se dirigió, agachando la cabeza, hacia el Piggly Wiggly por una acera desmoronada que aparecía de vez en cuando entre matojos de hierbas. A medida que se acercaba al Five and Dime, oía un ruido detrás y saltó a un lado justo cuando tres chicos, unos años mayores que ella, pasaron en bicicleta. El que iba en cabeza miró hacia atrás y se rio porque casi la atropella, y estuvo a punto de chocar con una mujer que salía de la tienda.
—¡Chase Andrews, ven aquí ahora mismo! Los tres.
Pedalearon unos cuantos metros más, luego se lo pensaron mejor y volvieron al lado de la mujer, la señorita Pansy Price, vendedora de telas y lociones. Su familia había sido dueña de la mayor granja en los aledaños de la marisma y, aunque hacía mucho tiempo que se había visto obligada a vender, mantenía su papel de refinada terrateniente, cosa que no resultaba fácil viviendo en un pequeño apartamento sobre el restaurante. La señorita Pansy solía llevar sombreros con turbante de seda, y esa mañana su tocado era rosa, lo que hacía resaltar el rojo de los labios y las manchas de colorete.
—Estoy por contarle esto a vuestras madres —regañó a los chicos—. O, mejor aún, a vuestros padres. Ir a toda velocidad por la acera, a punto de atropellarme. ¿Qué tienes que decir a eso, Chase?
Su bicicleta era la más elegante, con el sillín rojo y el manillar cromado y levantado.
—Lo sentimos, señorita Pansy, no la vimos porque esa niña se puso en medio.
Chase, bronceado y con el pelo negro, señaló a Kya, que había retrocedido y estaba medio metida en un arrayán.
—Olvídate de ella. No puedes ir por ahí echando a los demás la culpa de tus pecados, aunque sean basura del pantano. Tendréis que hacer una buena obra para compensar esto. Por ahí va la señorita Arial con su compra; ayudadla a meterla en la camioneta. Y meteos dentro la camisa.
—Sí, señora —dijeron los chicos mientras pedaleaban hacia la señorita Arial, que les había dado clase a todos en segundo.
Kya sabía que los padres del chico de pelo negro eran los dueños de la tienda de la Western Auto, y por eso tenía la bici más molona. Lo había visto descargando grandes cajas de cartón del camión y llevándolas dentro, pero nunca le había dirigido la palabra ni a él ni a los demás.
Esperó unos minutos y volvió a agachar la cabeza para ir a la tienda. Una vez dentro del Piggly Wiggly, estudió la selección de grano y eligió una bolsa de medio kilo porque arriba había una etiqueta roja: «Oferta de la semana». Como le había enseñado mamá. Se demoró en el pasillo hasta que ya no hubo clientes ante la caja registradora y se acercó a la cajera, la señorita Singletary, que preguntó:
—¿Dónde está tu mamá?
La señorita Singletary tenía el pelo corto, rizado y de color púrpura como un lirio a la luz del sol.
—Con sus labores, señora.
—Pero tienes dinero para el grano, ¿verdad?
—Sí, señora.
Al no saber contar la cantidad exacta dejó el billete de dólar.
La señorita Singletary se preguntó si la niña sabría distinguir las monedas, así que contó despacio mientras ponía el cambio en la mano abierta de Kya.
—Veinticinco, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, ochenta y cinco y tres peniques. Porque el grano cuesta doce centavos.
A Kya se le revolvió el estómago. ¿Se suponía que ella también debía contarlo? Miró el enigma de monedas que tenía en la mano.
La señorita Singletary pareció ablandarse.
—Bueno, venga. Vete ya.
Kya salió de la tienda y caminó todo lo deprisa que pudo hacia el sendero de la marisma. Mamá le había dicho muchas veces: «No corras nunca en el pueblo o la gente pensará que has robado algo». Pero, en cuanto llegó al sendero de arena, echó a correr unos buenos setecientos metros. Y luego caminó el resto deprisa.
Una vez en casa, creyendo que sabía preparar las gachas, echó el grano en el agua hirviendo como había hecho mamá, pero se pegaron y formaron una gran bola que se quemó por fuera y quedó cruda por el centro. Tan correosa que solo pudo darle un par de bocados, así que volvió al huerto y encontró unos pocos grelos entre las varas doradas. Los coció y se los comió, y se bebió el caldo con el cazo.
En pocos días le pilló el tranquillo a preparar las gachas, aunque, por mucho que removiera, seguían formándosele grumos. La semana siguiente compró costillas —marcadas con una etiqueta roja— y las coció con gachas y grelos en un guiso que sabía bien.
Kya había hecho la colada con mamá muchas veces, así que sabía frotar la ropa con jabón de lejía en la tabla de lavar bajo la espita del patio. Los monos de papá pesaban tanto cuando estaban mojados que no podía escurrirlos con sus manitas, y no podía llegar a la cuerda para tenderlos, así que los tendía sobre las hojas de los palmitos de la linde del bosque.
Papá y ella bailaban así, viviendo separados en la misma cabaña, a veces sin verse durante el día. Sin hablarse casi nunca. Limpiaba lo que manchaba tanto ella como él, como una mujercita muy seria. Aún no sabía cocinar lo bastante para hacerle la comida y, de todos modos, no estaba nunca, pero hacía la comida, recogía lo que tiraba, barría y lavaba los platos la mayoría de las veces. No porque se lo hubieran mandado, sino porque era la única manera de mantener la cabaña decente para cuando volviera mamá.
* * *
Mamá siempre decía que la luna de otoño salía el cumpleaños de Kya. Así que, pese a no recordar su fecha de nacimiento, una noche de luna llena y dorada sobre la laguna Kya se dijo: «Creo que tengo siete años». Papá no lo mencionó y, desde luego, no hubo tarta. Tampoco dijo nada sobre ir a la escuela y ella, puesto que no sabía gran cosa del asunto, tenía miedo a sacar el tema.
Seguro que mamá volvería para su cumpleaños, así que la mañana siguiente a la última luna llena del verano se puso el vestido de percal y miró al camino. Deseaba ver a mamá caminando hacia la cabaña, con su falda larga y sus zapatos de cocodrilo. Como no apareció nadie, cogió el cazo con granos y atravesó el bosque hasta la costa. Se llevó las manos a la boca, echó la cabeza atrás y gritó: «Kii-ou, kii-ou, kii-ou». En el cielo aparecieron motas plateadas que bajaron a la playa desde las olas.
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