Lavaron rápidamente los platos y cruzaron corriendo la puerta camino de la marisma, con él en cabeza. Entonces, papá gritó y cojeó hacia ellos. Era increíblemente flaco y su cuerpo parecía a punto de desplomarse por la escasa gravedad. Tenía los molares amarillos como los dientes de un perro viejo.
Kya miró a Jodie.
—Podemos huir y escondernos donde el musgo.
—No pasa nada. Estaré bien —dijo él.
* * *
Más tarde, casi al anochecer, Jodie encontró a Kya en la playa mirando el mar. Cuando se paró a su lado, ella no lo miró y mantuvo la mirada fija en las enturbiadas olas. Aun así, por la forma en que habló, supo que papá le había pegado en la cara.
—Tengo que irme, Kya. No puedo seguir viviendo aquí.
Ella estuvo a punto de volverse para mirarlo, pero no lo hizo. Quería suplicarle que no la dejara sola con papá, pero se le atascaron las palabras.
—Lo entenderás cuando seas mayor —añadió.
Kya quiso gritar que podía ser joven, pero no idiota. Sabía que el motivo por el que se iban todos era papá, y se preguntaba por qué nadie se la llevaba. También había pensado en irse, pero no tenía adónde ir ni dinero para el autobús.
—Ten cuidado, Kya, ¿me oyes? Si alguien viene a por ti, no huyas a la casa. Podrían cogerte allí. Corre a la marisma, escóndete en los arbustos. Borra siempre tus huellas; ya te he enseñado cómo hacerlo. Y también debes esconderte de papá.
Como ella seguía sin hablar, le dijo adiós y cruzó la playa a zancadas hasta el bosque. Justo antes de desaparecer entre los árboles, ella se volvió y miró cómo se alejaba.
—Este cerdito se quedó en casa —dijo a las olas.
Rompió su inmovilidad y corrió a la cabaña. Gritó su nombre al entrar, pero las cosas de Jodie ya no estaban y su cama no tenía sábanas.
Se tiró en el colchón y contempló cómo se deslizaba por la pared lo que quedaba del día. Como suele suceder, la luz persistía después de ponerse el sol; algo de ella se remansó en la habitación y, por un breve instante, las abultadas camas y los montones de ropa vieja tuvieron más forma y color que los árboles de fuera.
La sorprendió algo tan mundano como un hambre feroz. Fue a la cocina y se paró en la puerta. Esa habitación se había calentado toda la vida con el pan mientras se horneaba, el hervir de garrafones o el burbujeante guiso de pescado. Ahora estaba rancia, silenciosa y oscura.
—¿Quién va a cocinar? —preguntó en voz alta.
«¿Quién va a bailar?», podría haber preguntado también.
Encendió una vela y azuzó las cenizas calientes del horno de madera, al que añadió leña. Usó los fuelles hasta prender una llama y puso más madera. El frigorífico hacía las veces de alacena porque la electricidad no llegaba a la cabaña. Para que no se formara moho, mantenían la puerta abierta con un matamoscas. Aun así, en todos los resquicios crecían venas de rocío negro y verdoso.
—Ahogaré los gorgojos en el tocino y lo calentaré —dijo mientras sacaba las sobras.
Así lo hizo, y comió directamente del cazo mientras miraba por la ventana por si llegaba papá. Pero no apareció.
Cuando la luz del cuarto de luna tocó la cabaña, se tumbó en su colchón del porche —un colchón abultado con sábanas de verdad, con estampado de rositas azules que mamá había comprado en un baratillo— para pasar la noche sola por primera vez en la vida.
Al principio se sentaba, de cuando en cuando, a mirar por la mosquitera. Por si oía pisadas en el bosque. Conocía la forma de todos los árboles, pero algunos parecían agitarse aquí y allí, moviéndose con la luna. Durante un rato estuvo tan tensa que no podía ni tragar, pero, entonces, la noche se llenó del canto familiar de las ranas arborícolas y las cigarras periódicas. Más consoladores que tres ratones ciegos con un cuchillo de carnicero. La oscuridad tenía un olor dulzón, el aliento terroso de ranas y salamandras que habían conseguido llegar al final de otro día de apestoso calor. La marisma se acurrucaba en ella misma con la neblina, y se durmió.
* * *
Papá no volvió a casa en tres días y Kya hirvió grelos del huerto de mamá para desayunar, almorzar y cenar. Fue al gallinero a coger huevos, pero lo encontró vacío. No había ni gallinas ni huevos.
—¡Cagadas! ¡Sois todas unas cagadas!
Había tenido intención de ocuparse de ellas desde que mamá se había ido, pero no lo había hecho. Y ahora se habían escapado y dispersado, y se las oía cloquear a lo lejos, entre los árboles. Tendría que echar grano para atraerlas.
Papá apareció con una botella la tarde del cuarto día y se tumbó en su cama.
La mañana siguiente entró en la cocina y bramó:
—¿Dónde se han metido todos?
—No lo sé —dijo sin mirarlo.
—Sabes menos que un chucho callejero. Y eres tan inútil como las tetas en un verraco.
Kya salió en silencio por el porche; cuando estaba en la playa buscando mejillones olió a humo y alzó la mirada para ver una columna de humo en la dirección de la cabaña. Corrió todo lo deprisa que pudo, salió de entre los árboles y vio una hoguera encendida en el patio. Papá tiraba a las llamas los cuadros, los vestidos y los libros de mamá.
—¡No! —gritó Kya.
Él ni la miró, y arrojó al fuego la vieja radio de pilas. La cara y los brazos de Kya ardían cuando se lanzó a recoger los cuadros, pero el calor la echó atrás.
Corrió a la cabaña para impedir que papá cogiera más cosas y lo retó con la mirada. Papá alzó la mano y ella no se movió. De pronto, se volvió y cojeó hasta su barca.
Kya se desplomó en los escalones y miró cómo las acuarelas de mamá se volvían cenizas. Se quedó allí sentada hasta que se puso el sol, hasta que todos los botones brillaron como rescoldos y los recuerdos del jitterbug con mamá se fundieron en las llamas.
En los días siguientes, Kya aprendió de los errores de los demás, y quizá incluso más de los piscardos, cómo vivir con él. No te pongas en medio, no dejes que te vea, huye de las manchas de sol a las sombras. Despertaba y salía de la casa antes de que él se levantara, vivía en el bosque y en el agua y volvía a la casa sin hacer ruido para dormir en su colchón del porche, lo más cerca posible de la marisma.
* * *
Papá había luchado contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial; la metralla le había alcanzado el fémur izquierdo y le había quitado su último motivo de orgullo. Los cheques semanales por discapacidad eran su única fuente de ingresos. Una semana después de que Jodie se fuera, el frigorífico estaba vacío y apenas quedaba algún nabo. Cuando Kya entró en la cocina ese lunes por la mañana, papá señaló un dólar arrugado y unas monedas en la mesa de la cocina.
—Con esto comprarás comida para la semana. Las limosnas no existen —dijo—. Todo cuesta algo, y con ese dinero podrás mantener la casa, recoger leña para el horno y hacer la colada.
Por primera vez en su vida, Kya fue sola al pueblo de Barkley Cove a hacer la compra. Este cerdito se fue al mercado. Caminó trabajosamente por arenas profundas y barro negro a lo largo de seis kilómetros hasta que la bahía relució ante ella con la aldea en su costa.
Los Everglades rodeaban el pueblo y mezclaban su neblina salada con la del océano, en marea alta al final de la calle Mayor. Las marismas y el mar aislaban el pueblo del resto del mundo, y su única conexión era la carretera de un solo carril que renqueaba hacia el pueblo con el hormigón cuarteado y lleno de baches.
Tenía dos calles. La Principal recorría la costa con una hilera de tiendas, con el colmado Piggly Wiggly en un extremo y la tienda de repuestos Western Auto en el otro, y un restaurante en el centro. En la mezcolanza había un Kress Five and Dime, un Penney (solo venta por catálogo), la panadería Parker y una zapatería Buster Brown. Al lado del Piggly estaba la cervecería Dog-Gone Beer Hall, que ofrecía perritos calientes, chili picante y gambas fritas servidas en barquitos de papel. En ella no entraban mujeres ni niños por considerarse inapropiado, pero habían puesto una ventanilla en la pared para que pudieran pedir perritos calientes y cola Nehi desde la calle. La gente de color no podía comprar en el establecimiento, ni en el interior ni por la ventanilla.
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