«Seguro que puedo correr más que ella. Con esos tacones se caerá de morros». Kya esperó y vio a la mujer acercarse a la mosquitera del porche.
—Yuuju, ¿hay alguien en casa? Soy la inspectora escolar. He venido a llevar a Catherine Clark a la escuela.
Mira por dónde. Kya se quedó muda. Estaba segura de que debería haber ido al colegio a los seis años. Y ahí estaban, con un año de retraso.
No tenía ni idea de cómo hablar con otros niños, y menos con una profesora, pero quería aprender a leer y saber lo que venía después del veintinueve.
—Catherine, querida, si me oyes, sal, por favor. Es la ley, cariño; tienes que ir a la escuela. Además, seguro que te gusta, querida. Todos los días dan de comer gratis. Creo que hoy toca pastel de pollo con hojaldre.
Eso era otra cosa. Kya tenía mucha hambre. Para desayunar había cocido granos, a los que había echado galletas saladas porque no tenía sal. Si sabía alguna cosa de la vida era que no podías comer granos sin sal. En toda su vida, había comido pastel de pollo un par de veces, pero recordaba esa costra dorada, crujiente por fuera, blando por dentro. Sentía el sabor de la salsa, como si fuera sólida. Fue su estómago, que actuó por su cuenta, lo que hizo que Kya se levantara entre las hojas de los palmitos.
—Hola, querida, soy la señorita Culpepper. Ya eres mayor y estás lista para ir a la escuela, ¿verdad?
—Sí, señora —dijo Kya con la cabeza gacha.
—No pasa nada, puedes ir descalza, como hacen otros, pero debes llevar falda; eres una niña. ¿Tienes un vestido o una falda, cariño?
—Sí, señora.
—Muy bien, pues vamos a vestirte.
La señorita Culpepper siguió a Kya por la puerta del porche y pasó la pierna por encima de una hilera de nidos de pájaros que Kya había colocado a lo largo de los maderos del suelo. En el dormitorio, Kya se puso el único vestido que le venía bien, un suéter a cuadros con una manga sujeta con un imperdible.
—Bien, querida, te queda muy bien.
La señorita Culpepper alargó la mano. Kya se la quedó mirando. Hacía semanas que no tocaba a otra persona, y nunca había tocado a un desconocido. Pero puso su manita en la de la señorita Culpepper y ella la guio por el camino hasta el Ford Crestliner que conducía un hombre callado con un fedora gris. Kya se sentó en el asiento trasero sin sonreír y sin sentirse un polluelo refugiado bajo el ala de su madre.
Barkley Cove tenía una escuela para blancos. Los alumnos de los cursos primero a duodécimo iban a un edificio de ladrillo de dos pisos frente a la oficina del sheriff . Los niños negros tenían su propia escuela, un bloque de cemento de un piso junto al barrio de color.
La llevaron a las oficinas de la escuela, encontraron su nombre, pero no la fecha de nacimiento en los registros del condado, y la pusieron en segundo, aunque no había ido al colegio un solo día de su vida. De todos modos, el primer curso estaba lleno, dijeron, y qué más le da a la gente de la marisma, que quizá va unos meses a la escuela y luego no se la vuelve a ver. El sudor asomó a su frente cuando el director la condujo por un ancho pasillo con el eco de sus pasos. Abrió la puerta de un aula y le dio un empujoncito.
Camisas a cuadros, faldas largas, zapatos, muchos zapatos, algunos pies descalzos, y ojos, todos la miraban. Nunca había visto tanta gente. Puede que hubiera una docena. La maestra, la misma señorita Arial a la que habían ayudado aquellos niños, condujo a Kya hasta un pupitre cerca del fondo. Podía poner sus cosas en el casillero, le dijeron, pero no tenía cosas.
La maestra volvió al frente de la clase y dijo:
—Catherine, levántate, por favor, y di a la clase tu nombre completo.
Se le revolvió el estómago.
—Vamos, querida, no seas tímida.
Kya se levantó.
—Señorita Catherine Danielle Clark —contestó, porque mamá le había dicho una vez que ese era su nombre completo.
—¿Puedes deletrear perro para nosotros?
Kya guardó silencio y miró al suelo. Mamá y Jodie le habían enseñado algunas letras, pero nunca había deletreado una palabra en voz alta para nadie.
Los nervios se agitaron en su estómago. Aun así, lo intentó.
—P-e-d-d-o.
La risa recorrió de un lado a otro los pupitres.
—¡Chsss! ¡Silencio todos! —exclamó la señorita Arial—. No nos reímos, me oís, no nos reímos de los demás. Ya deberíais saberlo.
Kya se sentó de golpe en su asiento del fondo de la clase, e intentó desaparecer como un escarabajo se esconde en el agujereado tronco de un roble. Pero, por muy nerviosa que estuviera, con la maestra dando la clase, se inclinó hacia delante, pues quería aprender lo que venía después de veintinueve. De momento, de lo único que hablaba la señorita Arial era de una cosa llamada fonética, y los estudiantes, con la boca formando una O, repetían los sonidos de aa, o y u que ella hacía, y todos gemían como palomas.
A eso de las once, el olor a mantequilla caliente del pan y el hojaldre horneándose llenó los pasillos y entró en el aula. El estómago de Kya sintió un pinchazo y se tensó y, cuando la clase formó una fila y desfiló hacia la cafetería, tenía la boca llena de saliva. Imitó a los demás y cogió una bandeja, un plato de plástico verde y cubiertos planos. Había un gran ventanal con mostrador que daba a la cocina y, ante ella, una enorme bandeja esmaltada de pastel de pollo, entrecruzada de un grueso y crujiente hojaldre, y burbujeante salsa caliente. Una mujer negra y alta, que sonreía y llamaba a algunos niños por su nombre, depositó una gran ración de pastel en su plato, seguida de otra de alubias con mantequilla y un panecillo. Y le dio pudin de plátano y un cartón rojo y blanco de leche para que lo pusiera en la bandeja.
Se dirigió hacia la zona del comedor, donde la mayoría de las mesas estaban ocupadas por niños que hablaban y reían. Reconoció a Chase Andrews y a sus amigos, que casi la habían echado de la acera con sus bicis; apartó la mirada y se sentó en una mesa vacía. Sus ojos la traicionaron en varias ocasiones por mirar a los chicos, las únicas caras que conocía. Pero ellos la ignoraron, igual que los demás.
Kya miró el pastel lleno de pollo, zanahorias, patatas y guisantes. Con el dorado hojaldre marrón encima. Se le acercaron varias chicas, vestidas con faldas largas abultadas con varias capas de miriñaques. Una era alta, delgada y rubia, otra redonda con mofletes. Kya se preguntó cómo podrían trepar a un árbol o subirse a una barca con esas faldas tan grandes. Desde luego, no podrían vadear un río para coger ranas; no podrían ni verse los pies.
Kya miró el plato a medida que se acercaban. ¿Qué les diría si se sentaban con ella? Pero las chicas pasaron de largo mientras gorjeaban como pájaros y se unieron a sus amigas en otra mesa. Descubrió que, pese al hambre que le atenazaba el estómago, tenía la boca seca y le costaba tragar. Así que, tras tomar unos bocados, se bebió toda la leche, llenó el cartón con todo el pollo que pudo, procurando no ser vista, y lo envolvió en la servilleta con el panecillo.
No abrió la boca en todo lo que quedaba de día. Y estuvo callada hasta cuando la maestra le hizo una pregunta. Pensó que se suponía que ella debía aprender de ellos, no ellos de ella. «¿Por qué voy a arriesgarme a que se rían de mí?», pensó.
Al sonar el último timbre, le dijeron que el autobús la dejaría a cinco kilómetros de su casa; el camino era demasiado arenoso, y todas las mañanas tendría que ir andando hasta el autobús. En el regreso, mientras el autobús oscilaba por los profundos baches y pasaba ante tramos de espartizales, de la parte delantera brotó una cancioncilla: «¡Señorita Catherine Danielle Clark! —gritaron la Altaflacarrubia y la Gorditamofletuda, las chicas del almuerzo—, ¿en qué parte de la marisma vives? ¿Dónde tienes el sombrero, rata de pantano?».
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