1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 —Pareces sordomuda, como todos —dijo mientras la puerta del porche se cerraba tras él.
Kya lo vio alejarse cojeando por el camino, la pierna izquierda trazaba un arco hacia fuera y luego adelante. Se le agarrotaron los dedos. Puede que todos acabasen dejándola, yéndose uno a uno por ese camino. Cuando llegó a la carretera y miró hacia atrás inesperadamente, Kya alzó la mano y saludó con fuerza. Un gesto para retenerlo. Papá alzó la mano en un saludo rápido y desdeñoso. Pero al menos era algo. Más de lo que había hecho mamá.
Entonces ella se acercó a la laguna, donde las primeras luces reflejaban el brillo de cientos de alas de libélulas. Los robles y los espesos arbustos rodeaban el agua y la oscurecían como si fuera una caverna, y se detuvo al ver la barca de papá a la deriva al extremo de la cuerda. Si se la llevaba a la marisma y él lo descubría, le pegaría con el cinturón. O con la paleta que tenía junto a la puerta del porche. El «bate de bienvenida», lo llamaba Jodie.
Puede que fuera el ansia por alejarse lo que la hizo acercarse a la barca, un viejo esquife metálico de fondo plano que papá utilizaba para pescar. Había montado en él toda la vida, normalmente con Jodie. A veces le dejaba coger el timón. Incluso conocía el camino por algunos de los estuarios y canales más intrincados que discurrían por un mosaico de agua y tierra, tierra y agua, hasta desembocar finalmente en el mar. Porque, aunque el océano estaba justo al otro lado de los árboles que rodeaban la cabaña, la única forma de llegar hasta él en barca era yendo en dirección contraria, tierra adentro, navegando por los laberínticos kilómetros de canales que acababan volviendo al mar.
Pero, al tener solo siete años y ser una chica, nunca había manejado sola la barca. Y flotaba allí, amarrada a un tronco por una simple cuerda de algodón. El suelo de la barca estaba lleno de trapos grises, deshilachadas redes de pescar y latas de cerveza medio aplastadas. Se subió a ella y dijo en voz alta:
—Tengo que mirar la gasolina, como dijo Jodie, para que papá no se dé cuenta de que la he cogido. —Golpeó el oxidado depósito con una rama—. Suficiente para un viaje corto, supongo.
Miró a su alrededor, como todo buen ladrón, y soltó el cabo de algodón del tronco para avanzar con la única pala que había. La silenciosa nube de libélulas se abrió a su paso.
Incapaz de resistirse, tiró del cable del encendido y se sobresaltó cuando el motor arrancó a la primera, chisporroteando y escupiendo humo blanco. Agarró la caña del timón y aceleró demasiado, por lo que la barca giró con violencia, con el motor aullando. Soltó el acelerador, alzó las manos y la barca se movió despacio con un ronroneo.
«Cuando tengas problemas, suéltala. Vuelve a ir despacio».
Fue más despacio y se movió entre viejos cipreses caídos, más allá de los palos amontonados de la presa del castor. Luego contuvo la respiración al dirigirse hacia la entrada de la laguna, casi escondida por la espesura. Se agachó bajo las ramas bajas de árboles gigantes y se movió despacio entre la espesura a lo largo de más de cien metros, mientras las tortugas se deslizaban por los troncos que flotaban en el agua. Una alfombra flotante de lentejas acuáticas coloreaba el agua del mismo verde que el techo de hojas, y formaba así un túnel esmeralda. Finalmente, los árboles se separaron, y se deslizó a un lugar de amplio cielo y altas hierbas, donde se oía el graznido de los pájaros. Lo que ve un pollito, supuso ella, cuando sale del cascarón.
Kya siguió navegando, una niñita pequeña en una barca, se desviaba a un lado y a otro mientras el interminable estuario se bifurcaba y trenzaba ante ella. «Cuando salgas, mantente a la izquierda en todas las curvas», había dicho Jodie. Apenas tocó el acelerador, movió el barco por la corriente y procuró que no sonara mucho. Rodeó un grupo de juncos y se encontró un ciervo de cola blanca bebiendo con un cervatillo nacido la pasada primavera. Alzaron la cabeza bruscamente y salpicaron el aire con gotas de agua. Kya no se detuvo, habrían salido corriendo, una lección aprendida observando pavos silvestres: si te portas como un depredador, ellos lo harán como presas; ignóralos, sigue moviéndote despacio. Pasó por su lado y los ciervos se mantuvieron inmóviles como pinos hasta que Kya desapareció tras la hierba.
Entró en un lugar de lagunas oscuras en un estrecho de robles y recordó que al otro lado había un canal que llevaba a un enorme estuario. Se encontró varias veces con callejones sin salida y tuvo que dar marcha atrás para tomar otra desviación. Siempre reteniendo en la mente todas las desviaciones para poder volver. Por fin tuvo delante el estuario, y el agua se prolongaba tanto en la distancia que reflejaba todo el cielo y todas las nubes.
La marea estaba de retirada, cosa que sabía por las marcas del agua en las orillas de la ensenada. Cuando retrocediera lo suficiente, en cualquier momento algunos canales se secarían y ella se encontraría perdida, varada en tierra. Tendría que volver antes de que eso sucediera.
Al rodear un conjunto de hierbas altas se encontró con el océano —gris, severo y latiendo— que la miraba con el ceño fruncido. Las olas chocaban entre sí, cubiertas por su saliva blanca, y se rompían en la playa con un sonoro estallido, energía buscando dónde descargar. Entonces se alisaban en suaves lenguas de espuma, esperando la siguiente oleada.
La resaca la provocaba y la retaba a romper las olas y entrar en el mar, pero le faltaba valor sin Jodie. De todos modos, ya era hora de dar media vuelta. En el cielo occidental asomaban nubes de tormenta que formaban enormes hongos grises a punto de reventar.
No había gente, ni barcas en la lejanía, por lo que le supuso una sorpresa volver al gran estuario y encontrar allí, junto a las hierbas de la marisma, a un chico pescando en otra vieja barca. Su rumbo la haría pasar a siete metros de él. En ese momento, ella parecía un crío del pantano, con el pelo enredado y las mejillas sucias surcadas de churretones.
Ni quedarse sin gasolina ni la amenaza de tormenta le producía la misma tensión que ver a otra persona, sobre todo a un chico. Mamá había dicho a sus hermanas mayores que se cuidaran de los chicos; si tienes aspecto tentador, los hombres se vuelven depredadores. «¿Qué hago? Voy a pasar junto a él», pensó mientras apretaba los labios.
Por el rabillo del ojo vio que era delgado y que llevaba los rizos rubios recogidos bajo una gorra de béisbol. Era mucho mayor que ella, once años, quizá doce. Tenía el rostro muy serio cuando se acercó a él, pero le sonrió con sinceridad y calidez y se tocó el borde de la gorra como un caballero que saluda a una dama elegante con vestido y sombrero. Ella asintió de forma sutil y miró al frente, aceleró un poco y pasó por su lado.
Lo único en lo que podía pensar era en volver al terreno familiar, pero debió de equivocarse en alguna desviación porque, al llegar a la segunda ristra de lagunas, no encontró el canal que llevaba a casa. Dio vueltas y vueltas, buscó nudosas raíces de robles y arrayanes. El pánico la invadía. Ahora todos los tramos de hierba, los bancos de arena y los ramales le parecían iguales. Apagó el motor y se quedó parada en medio del bote, se mecía con los pies muy separados mientras intentaba ver por encima de la hierba, sin conseguirlo. Se sentó. Perdida. Con poca gasolina. Con una tormenta que se aproximaba.
Maldijo a su hermano por haberse ido y repitió lo que decía papá:
—¡Maldito seas, Jodie! Has cagado fuego y te has sentado en él.
Lanzó un gemido cuando la barca se movió en la suave corriente. Las nubes le ganaban terreno al sol, se movían pesadamente, en silencio, cubrían el cielo y arrastraban sombras por el agua clara. La galerna podría estallar en cualquier momento. Y, peor aún, si seguía fuera mucho rato, papá sabría que había cogido la barca. Avanzó un poco; tal vez podría encontrar a ese chico.
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