Delia Owens - La chica salvaje

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El libro más vendido de 2019: más de 3 millones de ejemplares vendidos en Estados Unidos y traducido a 40 idiomasDurante años, los rumores de la existencia de la Chica Salvaje han perturbado la vida de la pequeña localidad de Barkley Cove, en Carolina del Norte. Sin embargo, Kya no es como la describen, sino una joven sensible e inteligente que ha sobrevivido en soledad en las marismas, con la naturaleza como única acompañante y amiga. Pero, ahora, algo en Kya ha cambiado: ansía amar y ser amada, ver qué hay más allá de sus conocidas ciénagas. Con la llegada de dos jóvenes del pueblo a las marismas, la Chica Salvaje experimentará una nueva libertad, hasta que un terrible e inesperado suceso hará que sus secretos salgan a la luz. «Un libro bellísimo . Un misterioso asesinato, una historia de madurez y una oda a la naturaleza.» The New York Times Book Review"Esta maravillosa novela tiene un poco de todo: misterio, amor y personajes fascinantes." Nicholas Sparks, autor best seller del
New York Times"Una novela evocadora . Kya es una heroína inolvidable". Publishers Weekly"A través de la historia de Kya, Owens explora el efecto de la soledad en el ser humano." Vanity Fair"La desgarradora historia de Kya, una joven que debe aprender a conectar y confiar en los humanos, se entreteje con un misterioso asesinato que revela violentos secretos. Un debut maravilloso". People Magazine"Conmovedora. Una exploración original del aislamiento y la naturaleza desde la perspectiva de una mujer, y una apasionante historia de amor." Entertainment Weekly"La nueva gran novela americana . Un debut lírico". Southern Living"Es la historia de una vida extraordinaria, de un misterio terrible y fascinante, de un homicidio y de un juicio. Y también es la denuncia de los abusos que sufren las mujeres". La Lettura – Corriere della Sera"Un debut magnífico. Owens presenta una historia de misterio contada con una bella prosa lírica. Un logro espléndido, ambicioso, verosímil y muy adecuado para los tiempos que corren." Alexandra Fuller, autora best seller"La preciosa novela de Owens es tanto un cuento sobre la madurez como una cautivadora novela de misterio". Real Simple"La obra perfecta para los amantes de Barbara Kingsolver". Bustle"Una novela con el ritmo de una vieja balada. Es evidente que Owens conoce los paisajes que retrata íntimamente, desde el barro negro en los porches al sabor del agua salada y el graznido de las gaviotas." David Joy, autor de
The Line That Held Us"Una obra llena de lirismo. La profunda conexión de Kya con el lugar que llama hogar y las criaturas que lo habitan atrapará al lector." Booklist"Cautivadora y original. Una novela con misterio, dramatismo, amor y madurez. Los lectores recordarán a Kya durante mucho tiempo." ShelfAwareness

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—Pareces sordomuda, como todos —dijo mientras la puerta del porche se cerraba tras él.

Kya lo vio alejarse cojeando por el camino, la pierna izquierda trazaba un arco hacia fuera y luego adelante. Se le agarrotaron los dedos. Puede que todos acabasen dejándola, yéndose uno a uno por ese camino. Cuando llegó a la carretera y miró hacia atrás inesperadamente, Kya alzó la mano y saludó con fuerza. Un gesto para retenerlo. Papá alzó la mano en un saludo rápido y desdeñoso. Pero al menos era algo. Más de lo que había hecho mamá.

Entonces ella se acercó a la laguna, donde las primeras luces reflejaban el brillo de cientos de alas de libélulas. Los robles y los espesos arbustos rodeaban el agua y la oscurecían como si fuera una caverna, y se detuvo al ver la barca de papá a la deriva al extremo de la cuerda. Si se la llevaba a la marisma y él lo descubría, le pegaría con el cinturón. O con la paleta que tenía junto a la puerta del porche. El «bate de bienvenida», lo llamaba Jodie.

Puede que fuera el ansia por alejarse lo que la hizo acercarse a la barca, un viejo esquife metálico de fondo plano que papá utilizaba para pescar. Había montado en él toda la vida, normalmente con Jodie. A veces le dejaba coger el timón. Incluso conocía el camino por algunos de los estuarios y canales más intrincados que discurrían por un mosaico de agua y tierra, tierra y agua, hasta desembocar finalmente en el mar. Porque, aunque el océano estaba justo al otro lado de los árboles que rodeaban la cabaña, la única forma de llegar hasta él en barca era yendo en dirección contraria, tierra adentro, navegando por los laberínticos kilómetros de canales que acababan volviendo al mar.

Pero, al tener solo siete años y ser una chica, nunca había manejado sola la barca. Y flotaba allí, amarrada a un tronco por una simple cuerda de algodón. El suelo de la barca estaba lleno de trapos grises, deshilachadas redes de pescar y latas de cerveza medio aplastadas. Se subió a ella y dijo en voz alta:

—Tengo que mirar la gasolina, como dijo Jodie, para que papá no se dé cuenta de que la he cogido. —Golpeó el oxidado depósito con una rama—. Suficiente para un viaje corto, supongo.

Miró a su alrededor, como todo buen ladrón, y soltó el cabo de algodón del tronco para avanzar con la única pala que había. La silenciosa nube de libélulas se abrió a su paso.

Incapaz de resistirse, tiró del cable del encendido y se sobresaltó cuando el motor arrancó a la primera, chisporroteando y escupiendo humo blanco. Agarró la caña del timón y aceleró demasiado, por lo que la barca giró con violencia, con el motor aullando. Soltó el acelerador, alzó las manos y la barca se movió despacio con un ronroneo.

«Cuando tengas problemas, suéltala. Vuelve a ir despacio».

Fue más despacio y se movió entre viejos cipreses caídos, más allá de los palos amontonados de la presa del castor. Luego contuvo la respiración al dirigirse hacia la entrada de la laguna, casi escondida por la espesura. Se agachó bajo las ramas bajas de árboles gigantes y se movió despacio entre la espesura a lo largo de más de cien metros, mientras las tortugas se deslizaban por los troncos que flotaban en el agua. Una alfombra flotante de lentejas acuáticas coloreaba el agua del mismo verde que el techo de hojas, y formaba así un túnel esmeralda. Finalmente, los árboles se separaron, y se deslizó a un lugar de amplio cielo y altas hierbas, donde se oía el graznido de los pájaros. Lo que ve un pollito, supuso ella, cuando sale del cascarón.

Kya siguió navegando, una niñita pequeña en una barca, se desviaba a un lado y a otro mientras el interminable estuario se bifurcaba y trenzaba ante ella. «Cuando salgas, mantente a la izquierda en todas las curvas», había dicho Jodie. Apenas tocó el acelerador, movió el barco por la corriente y procuró que no sonara mucho. Rodeó un grupo de juncos y se encontró un ciervo de cola blanca bebiendo con un cervatillo nacido la pasada primavera. Alzaron la cabeza bruscamente y salpicaron el aire con gotas de agua. Kya no se detuvo, habrían salido corriendo, una lección aprendida observando pavos silvestres: si te portas como un depredador, ellos lo harán como presas; ignóralos, sigue moviéndote despacio. Pasó por su lado y los ciervos se mantuvieron inmóviles como pinos hasta que Kya desapareció tras la hierba.

Entró en un lugar de lagunas oscuras en un estrecho de robles y recordó que al otro lado había un canal que llevaba a un enorme estuario. Se encontró varias veces con callejones sin salida y tuvo que dar marcha atrás para tomar otra desviación. Siempre reteniendo en la mente todas las desviaciones para poder volver. Por fin tuvo delante el estuario, y el agua se prolongaba tanto en la distancia que reflejaba todo el cielo y todas las nubes.

La marea estaba de retirada, cosa que sabía por las marcas del agua en las orillas de la ensenada. Cuando retrocediera lo suficiente, en cualquier momento algunos canales se secarían y ella se encontraría perdida, varada en tierra. Tendría que volver antes de que eso sucediera.

Al rodear un conjunto de hierbas altas se encontró con el océano —gris, severo y latiendo— que la miraba con el ceño fruncido. Las olas chocaban entre sí, cubiertas por su saliva blanca, y se rompían en la playa con un sonoro estallido, energía buscando dónde descargar. Entonces se alisaban en suaves lenguas de espuma, esperando la siguiente oleada.

La resaca la provocaba y la retaba a romper las olas y entrar en el mar, pero le faltaba valor sin Jodie. De todos modos, ya era hora de dar media vuelta. En el cielo occidental asomaban nubes de tormenta que formaban enormes hongos grises a punto de reventar.

No había gente, ni barcas en la lejanía, por lo que le supuso una sorpresa volver al gran estuario y encontrar allí, junto a las hierbas de la marisma, a un chico pescando en otra vieja barca. Su rumbo la haría pasar a siete metros de él. En ese momento, ella parecía un crío del pantano, con el pelo enredado y las mejillas sucias surcadas de churretones.

Ni quedarse sin gasolina ni la amenaza de tormenta le producía la misma tensión que ver a otra persona, sobre todo a un chico. Mamá había dicho a sus hermanas mayores que se cuidaran de los chicos; si tienes aspecto tentador, los hombres se vuelven depredadores. «¿Qué hago? Voy a pasar junto a él», pensó mientras apretaba los labios.

Por el rabillo del ojo vio que era delgado y que llevaba los rizos rubios recogidos bajo una gorra de béisbol. Era mucho mayor que ella, once años, quizá doce. Tenía el rostro muy serio cuando se acercó a él, pero le sonrió con sinceridad y calidez y se tocó el borde de la gorra como un caballero que saluda a una dama elegante con vestido y sombrero. Ella asintió de forma sutil y miró al frente, aceleró un poco y pasó por su lado.

Lo único en lo que podía pensar era en volver al terreno familiar, pero debió de equivocarse en alguna desviación porque, al llegar a la segunda ristra de lagunas, no encontró el canal que llevaba a casa. Dio vueltas y vueltas, buscó nudosas raíces de robles y arrayanes. El pánico la invadía. Ahora todos los tramos de hierba, los bancos de arena y los ramales le parecían iguales. Apagó el motor y se quedó parada en medio del bote, se mecía con los pies muy separados mientras intentaba ver por encima de la hierba, sin conseguirlo. Se sentó. Perdida. Con poca gasolina. Con una tormenta que se aproximaba.

Maldijo a su hermano por haberse ido y repitió lo que decía papá:

—¡Maldito seas, Jodie! Has cagado fuego y te has sentado en él.

Lanzó un gemido cuando la barca se movió en la suave corriente. Las nubes le ganaban terreno al sol, se movían pesadamente, en silencio, cubrían el cielo y arrastraban sombras por el agua clara. La galerna podría estallar en cualquier momento. Y, peor aún, si seguía fuera mucho rato, papá sabría que había cogido la barca. Avanzó un poco; tal vez podría encontrar a ese chico.

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