Abrió la puerta principal de un golpe, la hizo chocar contra la pared, y atravesó la sala de estar en tres zancadas para llegar a su cuarto, sin molestarse en llamar o mirar en la cocina. Era normal. Le oyó dejar la maleta en el suelo, abrir los cajones. Seguro que notaba las sábanas limpias, el suelo fregado. Si sus ojos no notaban la diferencia, lo haría su nariz.
Salió al cabo de unos minutos, directo a la cocina, y miró la mesa puesta y los humeantes cuencos con comida. La vio parada contra el frigorífico, y se miraron el uno al otro como si nunca se hubieran visto antes.
—Ah, pequeña, ¿qué es todo esto? Parece que has crecido de pronto. Hasta cocinas.
No sonreía, pero su expresión era tranquila. Estaba sin afeitar, y sobre la sien izquierda le colgaba el pelo oscuro y sucio. Pero estaba sobrio; conocía los indicios.
—Sí, señor. También preparé pan de maíz, pero no me salió bien.
—Ah, bueno. Gracias. Eres una buena chica. Estoy agotado y hambriento como un jabalí flaco.
Cogió la silla para sentarse y ella hizo lo mismo. Llenaron los platos en silencio y se comieron la carne correosa de las pegajosas costillas. Él cogió una vértebra, le sorbió la médula y el jugo grasiento brillaba en sus mejillas con patillas. Mordisqueó los huesos hasta que quedaron lisos.
—Esto estaba mejor que un sándwich frío de berzas —dijo.
—Ojalá me hubiera salido el pan de maíz. Igual debería ponerle más soda y menos huevos. —Kya no podía creerse que estuviera hablando, pero no podía contenerse—. Mamá lo hacía muy bueno, pero supongo que no presté suficiente atención a los detalles…
Entonces pensó que no debería hablar de mamá y se calló.
Papá empujó el plato hacia ella.
—¿Queda algo más de comer?
—Sí, señor, hay de sobra.
—Oh, y echa un poco de ese pan de maíz. Me gusta mojar en la grasa, y apuesto a que el pan está bastante bueno, esponjoso como un bizcocho.
Ella sonrió para sus adentros mientras le llenaba el plato. ¿Quién habría imaginado que el pan de maíz sería el punto de partida?
Pero ahora, tras pensar en ello, le preocupaba que, si le pedía usar la barca, él pensase que solo había cocinado y limpiado para pedirle el favor, y por eso había empezado, pero ahora le parecía diferente. Le gustaba sentarse y comer como una familia. Su necesidad de hablar con alguien era urgente.
Así que no le habló de usar la barca y, en vez de eso, preguntó:
—¿Puedo salir contigo a pescar alguna vez?
Él se rio con fuerza, pero el tono era amable. Era la primera vez que reía desde que se fueron mamá y los demás.
—¿Así que quieres salir a pescar?
—Sí, señor, sí que quiero.
—Eres una chica —dijo mientras miraba su plato y masticaba la costilla.
—Sí, señor, soy su chica.
—Bueno, puede que te lleve alguna vez.
La mañana siguiente, Kya bajó corriendo el sendero de arena. Con los brazos extendidos, espurreaba sonidos y escupía saliva. Se elevaba y volaba sobre la marisma, buscando nidos para luego elevarse y volar ala con ala con las águilas. Sus dedos se volvieron largas plumas que se recortaban contra el cielo, recogiendo el viento tras ella. Entonces papá la devolvió bruscamente a la tierra, al gritarle desde la barca. Se le desplomaron las alas, el estómago se le encogió; debía haber adivinado que la había cogido. Ya sentía la raqueta en el trasero y en la parte posterior de las piernas. Sabía que podría esconderse, esperar a que se emborrachara y que no la encontraría. Pero se había internado demasiado en el sendero, se la veía con claridad y él esperaba con las cañas y los avíos de pesca, y le hacía señas de que se acercara. Se acercó andando, en silencio, asustada. Los aparejos de pesca estaban en la barca, y un frasco de licor de maíz metido bajo el asiento.
—Sube —fue lo que dijo como invitación.
Ella iba a mostrar alegría o gratitud, pero la expresión neutra de él hizo que se callara mientras subía a bordo y se sentaba mirando hacia adelante en el asiento metálico. Él encendió el motor y se dirigieron hacia el canal, esquivaron la vegetación y recorrieron los canales a uno y otro lado mientras Kya memorizaba árboles caídos y tocones viejos para poder orientarse. Aminoró la marcha en un remanso e hizo señas a Kya para que se sentara en el asiento central.
—Venga, saca unos gusanos de la lata —la animó él, con un cigarrillo liado a mano colgando de la comisura de la boca.
Le enseñó a enganchar el cebo, tirar el sedal y recogerlo. Parecía contorsionar el cuerpo en extrañas posturas para no tener que rozarla. Solo hablaron de pesca, sin aventurarse a tocar otros temas, y tampoco sonrieron a menudo, pero estuvieron cómodos en ese terreno común. Él bebió algo de licor, pero luego se dedicó a la pesca y no volvió a beber. Al final del día, el sol suspiró, pasó a ser del color de la mantequilla, y puede que no se dieran cuenta, pero se les aflojaron los hombros y se les relajó el cuello.
Kya esperaba en secreto no pescar nada, pero sintió un tirón, algo que tiraba de su sedal, y alzó un gran besugo, que relucía plateado y azul. Papá se inclinó hacia delante y lo cogió con la red, luego volvió a sentarse, se dio una palmada en la rodilla y lanzó un grito de entusiasmo como ella nunca le había visto. Ella sonrió abiertamente y se miraron a los ojos, cerrando un circuito.
Antes de que papá lo ensartara, el besugo daba coletazos en el fondo de la barca y Kya tuvo que mirar una distante hilera de pelícanos, estudiar las nubes, lo que fuera con tal de no ver esos ojos moribundos del pez que miraban un mundo sin agua, esa gran boca que absorbía aire sin valor. Pero lo que le costó a ella y lo que le costó al pez valieron la pena para tener este pequeño momento en familia. Puede que no para el pez, pero, aun así.
Al día siguiente volvieron a salir en la barca y, en una laguna oscura, Kya vio flotando en la superficie las suaves plumas de la pechuga de un gran búho cornudo. Todas rizadas en los extremos, por lo que se desplazaban como pequeños barcos anaranjados. Las recogió y se las metió en el bolsillo. Luego encontraría un nido abandonado de colibrí, tejido en una rama, y lo puso a salvo en la proa.
Esa noche, papá preparó una comida a base de pescado frito, recubierto de maíz y pimienta negra, servida con granos y guisantes. Luego, mientras Kya lavaba los platos, papá entró en la cocina con su vieja mochila de la Segunda Guerra Mundial. La arrojó desde la puerta a una de las sillas, pero resbaló y cayó al suelo con un fuerte sonido que la hizo sobresaltarse y volverse.
—He pensado que podrías usarla para las plumas, los nidos de pájaros y esas cosas que recoges.
—Oh —dijo Kya—. Oh, gracias.
Pero él ya había salido por la puerta del porche. Cogió la raída mochila, hecha de lona lo bastante fuerte como para durar una vida, con pequeños bolsillos y compartimentos secretos. Cremalleras resistentes. Miró por la ventana. Nunca le había dado nada.
Kya y papá salieron todos los días cálidos de invierno y todos los días de primavera, hasta muy lejos, bajaron por la costa, pescaron, lanzaron el sedal y lo recogieron. Y, estuvieran en un estuario o en una ensenada, buscaba al chico en su barca, esperando volver a verlo. Pensaba con frecuencia en él, quería que fuera su amigo, pero no tenía ni idea de cómo hacer eso, ni siquiera de cómo encontrarlo. Y entonces, de pronto, una tarde papá y ella doblaron un recodo y allí estaba, pescando, casi en el mismo lugar donde lo había visto por primera vez. Él sonrió y saludó enseguida. Ella alzó la mano sin pensar y devolvió el saludo, casi sonriendo. Luego bajó la mano con la misma rapidez cuando papá la miró sorprendido.
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