Kya vio que la madre le pasaba los dedos por los rizos; no se le escapó cuánto tiempo se miraron a los ojos.
Del Piggly Wiggly salió una mujer que caminó deprisa hasta ellas.
—¿Estás bien, Teresa? ¿Qué ha pasado? ¿Estaba molestando esa niña a Meryl Lynn?
—La vi justo a tiempo. Gracias, Jenny. Ojalá esa gente no viniera al pueblo. Mírala. Toda sucia. De lo más desagradable. Hay por ahí una gripe intestinal que seguro que la han traído ellos. El año pasado nos trajeron un caso de sarampión, y eso fue grave —dijo mientras agarraba a la niña y se alejaba.
Entonces, papá, que portaba cerveza en una bolsa de papel marrón, la llamó a su espalda.
—¿Qué haces? Venga, tenemos que irnos. Va a bajar la marea.
Kya se volvió y lo siguió y, mientras navegaban hacia casa por la marisma, seguía viendo los rizos y los ojos de la madre y de la niña.
Papá seguía desapareciendo y no volvía en varios días, pero con menos frecuencia que antes. Y cuando aparecía no se desplomaba sumido en un estupor, sino que comía y hablaba un poco. Una noche jugaron a las cartas, a gin rummy, y soltaba una risotada cada vez que ella ganaba y ella se reía tapándose la boca con la mano, como una niña corriente.
Cada vez que Kya salía del porche miraba el sendero y pensaba que, aunque las glicinias silvestres habían desaparecido en los últimos días de primavera y su madre se fue a finales del verano, aún podía imaginarla volviendo a casa por el sendero. Con los zapatos de falso cocodrilo. Quizá ahora que papá y ella pescaban y hablaban podían intentar ser una familia. Papá les pegaba a todos, especialmente si estaba borracho. A veces la cosa iba bien unos días, y comían juntos guiso de pollo. Una vez hasta volaron una cometa en la playa. Pero luego bebía, gritaba, pegaba. Aún tenía en su mente los detalles de alguno de sus arrebatos. Una vez, papá empujó a mamá contra la pared de la cocina, y le pegó hasta que se desplomó en el suelo. Kya le gritó llorando que la dejase, y le tocó el brazo. Él la agarró por el hombro y le gritó que se bajara los pantalones y la ropa interior, y se agachara sobre la silla de la cocina. Con un gesto rápido debido a la práctica, se sacó el cinturón del pantalón y la azotó. Naturalmente, recordaba el ardiente dolor que le laceró las nalgas, pero, extrañamente, recordaba con más detalle los vaqueros caídos alrededor de sus flacos tobillos. Y a mamá encogida en un rincón junto al horno, llorando. Kya no sabía el motivo de la pelea.
Pero, si mamá volviese ahora, cuando papá se portaba decentemente, quizá pudieran volver a empezar. A Kya no se le ocurrió pensar que quien se había ido era mamá y papá se había quedado. Pero sabía que su madre no la dejaría para siempre, que, si seguía viva, acabaría volviendo. Todavía podía ver los rojos labios de mamá cantando con la radio, y la oía decir:
—Ahora escucha atentamente al señor Orson Welles, habla como un caballero. Nunca digas pués, di «puedes». Esa palabra no existe.
Mamá pintaba los estuarios y los atardeceres al óleo y con acuarelas, tan vivos que parecían arrancados de la tierra. Había traído material para pintar y compraba alguna cosa en el Kress Five and Dime. A veces mamá dejaba a Kya pintar sus cosas en bolsas de papel marrón del Piggly Wiggly.
* * *
A primeros de septiembre de ese verano de pesca, una tarde que palidecía de calor, Kya fue al buzón situado al final del sendero. Miraba la propaganda cuando se paró en seco al ver un sobre azul con la clara letra de mamá. Algunas hojas del sicomoro estaban recobrando el tono amarillo que tenían cuando ella se fue. Todo ese tiempo sin una señal y ahora una carta. Kya se la quedó mirando, la alzó a la luz, pasó los dedos por la letra inclinada y perfecta. El corazón le golpeaba el pecho.
—Mamá está viva. Vive en alguna parte. ¿Por qué no ha vuelto a casa?
Pensó en abrir el sobre, pero la única palabra que sabía leer era su propio nombre, y no estaba en el sobre.
Corrió a la cabaña, pero papá se había ido con la barca. Así que apoyó la carta contra el salero de la mesa, para verla. No apartó la mirada del sobre mientras freía los frijoles con cebollas, no fuera a desaparecer.
Cada poco se inclinaba hacia la ventana de la cocina para escuchar el zumbido de la barca. Y, de pronto, papá subía los escalones cojeando. Sintió que le abandonaba el valor y salió corriendo por su lado mientras gritaba que iba a la letrina y que pronto estaría la cena. Esperó dentro de la apestosa letrina, el corazón echaba carreras al estómago. Se puso en pie sobre el banco de madera y miró por la abertura en forma de media luna de la puerta, sin saber bien qué vería.
Entonces, la puerta del porche se abrió de golpe y vio a papá dirigirse a toda prisa hacia la laguna. Fue directo a la barca, con una bolsa de papel en la mano, y se alejó tras encender el motor. Ella corrió de vuelta a la casa, a la cocina; la carta no estaba. Abrió los cajones del cuarto de su padre, rebuscó en su armario.
—¡También es mía! Es tan mía como tuya.
De vuelta en la cocina, miró en el cubo de la basura y encontró las cenizas de la carta, todavía con bordes azules. Las sacó con una cuchara y las depositó en la mesa: un montoncito de restos negros y azules. Rebuscó en la basura, poco a poco; algunas palabras podían haberse colado hasta el fondo. Pero no había nada, salvo rastros de ceniza pegados a piel de cebolla. Se sentó a la mesa, con los frijoles todavía bullendo en el cazo, y miró el montoncito.
—Mamá tocó eso. Puede que papá me diga lo que ponía. No seas estúpida, eso es tan improbable como nieve en el pantano.
Había desaparecido incluso el matasellos. Ya nunca sabría dónde estaba mamá. Metió las cenizas en una botellita y las guardó en la caja de puros que tenía junto a la cama.
* * *
Papá no volvió esa noche a casa, ni al día siguiente y, cuando lo hizo, el que se tambaleaba por la puerta era el antiguo borracho. Cuando reunió valor para preguntar por la carta, él ladró:
—No es asunto tuyo —y añadió—: No va a volver, así que ya pués ir olvidándote de ella.
Y volvió a arrastrar los pies hacia la barca.
—Eso no es verdad —le gritó Kya a su espalda mientras apretaba los puños. Lo miró mientras se alejaba y le chilló a la laguna vacía—: ¡Y pués no es una palabra!
Luego se preguntaría si no debería haber abierto ella la carta y no habérsela mostrado a papá. Así podría haber salvado sus palabras para leerlas algún día y él habría estado mejor sin conocerlas.
Papá no volvió a llevarla a pescar. Aquellos cálidos días acabaron como una estación pasajera. Las nubes bajas se habían despejado y el sol salpicado brevemente su mundo para volver a desaparecer tras nubes de tormenta.
Kya no recordaba cómo se rezaba. ¿Lo importante era cómo poner las manos o lo fuerte que cerrabas los ojos?
—Puede que mamá y Jodie vuelvan a casa si rezo. Incluso con los gritos y las peleas, esa vida era mejor que estas gachas apelotonadas.
Cantó trocitos de himnos —«y camina a mi lado cuando el rocío permanece en las rosas»— que recordaba de la pequeña iglesia blanca a la que mamá la había llevado alguna vez. La última, el Domingo de Pascua anterior a su marcha, pero lo único que recordaba de aquel día eran los gritos y la sangre, alguien que caía y mamá corriendo, así que desechó el recuerdo.
Kya miró entre los árboles al maíz de mamá del huerto de nabos, ahora lleno de malas hierbas. No había ninguna rosa.
—Olvídalo. Ningún dios pasará por aquí.
Capítulo 10
Solo es hierba al viento
1969
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