—Es un amigo de Jodie, de antes de que se fuera —dijo.
—Debes cuidarte de la gente de aquí —la advirtió—. Esto está lleno de basura blanca. Casi nadie de los que andan por aquí valen alguna cosa.
Ella asintió. Quería volver a mirar al chico, pero no lo hizo. Y le preocupó parecerle antipática.
Papá conocía la marisma como un halcón conoce sus prados: cómo cazar, cómo esconderse, cómo aterrorizar a los intrusos. Y las preguntas de una curiosa Kya lo acicateaban a explicar las estaciones de los gansos, las costumbres de los peces, a leer el tiempo en las nubes y las contracorrientes en las olas.
Algunos días, ella metía en la mochila comida para un pícnic y comían crujiente pan de maíz, que ya casi dominaba, con cebollas cortadas, mientras el sol poniente caía sobre la marisma. A veces, él se olvidaba del licor y bebían té de frascos para mermelada.
—Mis padres no siempre fueron pobres, ¿sabes? —balbuceó de pronto un día que estaban sentados a la sombra de un roble, con el sedal flotando en una laguna parda que zumbaba por los insectos que volaban a poca altura—. Tenían tierras, tierras muy ricas, y cultivaban tabaco y algodón y todo eso. Cerca de Asheville. Tu abuela paterna llevaba sombreros grandes como la rueda de una carreta y faldas muy largas. Vivíamos en una casa con una barandilla que le daba la vuelta, y de dos pisos de altura. Estaba bien, pero que muy bien.
«Una abuela». Kya abrió la boca. En alguna parte había o hubo una abuela. ¿Dónde estaba ahora? Kya deseaba preguntar lo que había sido de ellos. Pero tenía miedo.
Papá siguió hablando.
—Entonces, todo a la vez se fue a paseo. Yo era un criajo en esa época, así que no sé, pero llegó la Depresión, gorgojos en el algodón. Y no sé qué más, y todo desapareció. Lo único que quedó fueron deudas, un montón de deudas.
Kya se esforzó en visualizar su pasado con esos pocos detalles. No se decía nada de la historia de mamá. Y papá se enfadaba si alguno de los dos hablaba de la vida anterior al nacimiento de Kya. Sabía que antes de la marisma su familia había vivido en alguna parte lejana, cerca de otros abuelos, en un lugar donde mamá llevaba vestidos comprados en tiendas con pequeños botones de perlas, cintas de seda y bordes de encaje. En cuanto se mudaron a la cabaña, mamá guardó los vestidos en baúles, y cada pocos años sacaba uno y le quitaba todo eso para hacer un vestido de faena, porque no había dinero para nada nuevo. Y ahora esos vestidos bonitos habían desaparecido junto con su historia, quemados en la hoguera que hizo papá cuando Jodie se fue.
Kya y papá siguieron pescando, los sedales se agitaban sobre el suave polen amarillo que flotaba en el agua quieta, y ella creyó que había acabado de hablar, pero, entonces, añadió:
—Algún día te llevaré a Asheville y te enseñaré las tierras que fueron nuestras, que debieron ser tuyas.
Tras una pausa, tiró del sedal.
—Mira, cariño, tenemos uno grande, ¡tan grande como Alabama!
De vuelta en la cabaña, frieron el pez con bolas de pan de maíz «gordas como huevos de ganso». Luego, ella sacó sus colecciones, clavó con cuidado los insectos en cartones y las plumas a la pared de la habitación trasera y formó un collage suave y con movimiento. Después se tumbaría en su colchón del porche y escucharía los pinos. Cerró los ojos y luego los abrió de pronto. Él la había llamado «cariño».
Capítulo 8
Datos negativos
1969
Tras acabar la investigación de la mañana en la torre de vigilancia, el sheriff Ed Jackson y el ayudante Joe Purdue acompañaron a la viuda, Pearl, y a sus padres, Sam y Patti Love, a ver el cadáver de Chase en una mesa de acero, bajo una sábana, en un frío laboratorio de la clínica que hacía las veces de morgue. Para despedirlo. Pero aquello era demasiado frío para cualquier madre e insoportable para cualquier esposa. Hubo que ayudar a las dos mujeres a salir de la sala. De vuelta en la oficina del sheriff, Joe comentó:
—Bueno, no ha podido ir peor…
—Sí. No sé cómo puede superarlo nadie.
—Sam no dijo ni una palabra. Nunca habla mucho, pero esto ha sido más fuerte que él.
Dicen que el agua salada de la marisma se come un bloque de cemento para desayunar, y ni la oficina del sheriff, que era como un búnker, podía mantenerla a raya. En la parte inferior de las paredes había marcas de agua cuyos bordes tenían cristales de sal y un moho negro se propagaba como vasos sanguíneos en dirección al techo. En las esquinas se alojaban pequeños hongos oscuros.
El sheriff sacó una botella del cajón inferior de su escritorio y sirvió un trago doble para cada uno en las tazas de café. Lo tomaron hasta que el sol, dorado y almibarado como el bourbon, se deslizó en el mar.
* * *
Cuatro días después, Joe entró en la oficina agitando unos documentos en el aire.
—Tengo el primer informe del laboratorio.
—Echémosle un vistazo.
Se sentaron en lados opuestos del escritorio para estudiarlo. De vez en cuando, Joe intentaba matar una mosca.
—Hora de la muerte: entre la medianoche y las dos de la madrugada de la noche del 29 al 30 de octubre de 1969 —leyó Ed en voz alta—. Justo lo que pensábamos. —Tras leer un poco más, continuó—. Lo que tenemos aquí son datos negativos.
—Ahí le ha dado. Aquí no hay nada, sheriff .
—Exceptuando las huellas de los dos chicos hasta el tercer tramo de escaleras, no hay huellas recientes en la barandilla, ni en las rejas, nada. Ni de Chase ni de nadie.
La barba vespertina ensombrecía la complexión normalmente rubicunda del sheriff .
—Así que alguien las borró. Todas. ¿Cómo no iban a estar sus huellas en la barandilla o en la reja?
—Justo. Antes no teníamos pisadas y ahora no tenemos huellas. No hay ninguna prueba que indique que pisó el barro para llegar a los escalones, que subió los escalones o que abrió las dos rejas de arriba, la de las escaleras y por la que cayó. Ni de que lo hiciera alguien más. Pero los datos negativos siguen siendo datos. Alguien lo limpió todo muy bien o lo mató en otro lugar y cargó con su cuerpo hasta la torre.
—Pero, si alguien llevó su cuerpo allí, habría huellas de neumáticos.
—Así es. Tenemos que volver y buscar huellas de neumáticos que no sean nuestras o de la ambulancia. Puede que se nos escapara algo.
Al cabo de otro minuto de lectura, Ed dijo:
—El caso es que ahora estoy seguro de que no fue un accidente.
—Estoy de acuerdo —concedió Joe—, y no todo el mundo sabe borrar tan bien sus huellas.
—Tengo hambre. Vamos a la cafetería antes de salir.
—Pues prepárate para una emboscada. Todos en el pueblo están muy afectados. El asesinato de Chase Andrews es lo más gordo que ha pasado puede que desde nunca. Los cotilleos van subiendo como señales de humo.
—Mantén los oídos alerta. Tal vez nos enteremos de alguna cosa. La mayoría de esos inútiles no saben mantener la boca cerrada.
Una hilera de ventanas, enmarcadas por persianas antihuracanes, cubría la fachada del Barkley Dove Diner, que daba al muelle. La estrecha calle era lo único que separaba el edificio, construido en 1889, de los empapados escalones del muelle del pueblo. Cestas para camarones abandonadas y redes de pescar amontonadas se alineaban bajo sus ventanas, y aquí y allí había conchas de moluscos que cubrían la acera. Por todas partes se oían chillidos de aves, y había cagadas de pájaros. Afortunadamente, el aroma a salchichas y bizcochos, a nabo cocido y pollo frito, cubría el potente olor de los barriles de pescado alineados en el muelle.
Una escandalera no muy fuerte se derramó al exterior cuando el sheriff abrió la puerta. Al igual que las mesas, todos los reservados, con sillas de respaldo alto y acolchado tapizado en rojo, estaban ocupados. Joe señaló dos taburetes vacíos junto al mostrador de las gaseosas y se dirigieron allí.
Читать дальше