Por el camino oyeron al señor Lane, de la Sing Oil, hablar con su mecánico.
—Yo creo que fue Lamar Sands. ¿Te acuerdas de que pilló a su mujer montándoselo con Chase en la cubierta de su elegante lancha motora? Eso es un móvil, y Lamar ha tenido sus broncas con la ley.
—¿Qué broncas?
—Estaba con el grupo que le cortó los neumáticos al sheriff .
—Entonces era un crío.
—Y tuvo algo más, pero ahora no me acuerdo de qué.
Tras el mostrador, el dueño y cocinero, Jim Bo Sweeny, se apresuraba en voltear pasteles de cangrejo en la parrilla, removía un cazo de crema de maíz en el fuego y hundía muslos de pollo en la freidora, para luego volver a empezar. Y entre medias apilaba platos delante de los clientes. La gente decía que podía preparar la masa para los bizcochos con una mano mientras fileteaba un siluro con la otra. Servía su famosa especialidad —lenguado a la brasa relleno de gambas con gachas de queso y pimentón— solo unas pocas veces al año. No necesitaba anunciarlo; se corría la voz.
Mientras el sheriff y su ayudante sorteaban las mesas hacia el mostrador, oyeron a la señorita Pansy Price, del Kress Five and Dime, conversar con una amiga.
—Seguro que fue esa mujer que vive en la marisma. Está para que la encierren. Apuesto a que sería capaz de hacerlo…
—¿Qué quieres decir? ¿Qué tiene que ver ella con nada?
—Bueno, hubo un tiempo en que estuvo liada con…
Cuando el sheriff y su ayudante llegaron al mostrador, el primero dijo:
—Pidamos bocadillos po’boys para llevar y salgamos de aquí. No podemos dejarnos arrastrar por todo esto.
1953
Sentada en la proa, Kya observaba cómo la bruma llegaba a la barca. Al principio pasaron sobre sus cabezas retazos de nubes, luego la niebla las envolvió en grisura y solo se oía el tic, tic, tic del silencioso motor. Minutos después, se formaron pequeños borrones de un color insospechado cuando la destartalada forma de la gasolinera marina apareció ante ellos, como si fuera ella la que se movía y no ellos. Papá se acercó y golpeó suavemente el muelle. Kya solo había estado allí una vez. El dueño, un viejo negro, saltó de la silla para ayudarlos; por eso todo el mundo lo llamaba Jumpin’, saltador. Sus patillas blancas y su barba salpimentada enmarcaban un rostro ancho y generoso con ojos de búho. Alto y enjuto, no paraba de hablar, sonreía o echaba atrás la cabeza con los labios apretados en su propia risa.
No vestía mono, como la mayoría de los trabajadores de la zona, sino una camisa azul abotonada y planchada, pantalones oscuros demasiado cortos y botas de faena. No con frecuencia, pero de vez en cuando, en los días más crueles del verano, llevaba un raído sombrero de paja.
Su Gas and Bait, Gasolina y Cebos, se tambaleaba sobre su propio e inseguro muelle. Un cable atado al roble más cercano a la orilla, a unos trece metros del agua estancada, lo mantenía tirante con toda su fuerza. El abuelo de Jumpin’ había construido con madera de ciprés ese muelle y esa cabaña antes de lo que nadie podía recordar, en un tiempo anterior a la Guerra Civil.
Tres generaciones habían clavado por toda la cabaña brillantes carteles de metal —de Nehi Grape Soda, de Royal Crown Soda, de Camel Filters y veinte años de matrículas de coches de Carolina del Norte—, en un estallido de color que podía verse a gran distancia desde el mar, salvo si la niebla era muy espesa.
—Hola, señor Jake. ¿Cómo le va?
—Bien. Me he despertao con el pie bueno —respondió papá.
Jumpin’ se rio como si nunca hubiera oído la manida frase.
—Y ha traído a su hijita. Muy bien.
Papá asintió. Y luego, como si se le acabara de ocurrir, dijo:
—Sip, esta es mi hija, la señorita Kya Clark.
—Pues encantado de conocerla, señorita Kya.
Kya se miró los dedos de los pies, no sabía qué decir.
Jumpin’ no se molestó y siguió hablando sobre lo buena que era últimamente la pesca. Y entonces preguntó:
—¿El depósito lleno, señor Jake?
—Sí, hasta arriba.
Los hombres hablaron del tiempo, de la pesca, y otra vez del tiempo, hasta que se llenó el depósito.
—Que tengan un buen día —se despidió.
Papá navegó despacio de vuelta al brillante mar. El sol tardó menos tiempo en devorar la niebla que Jumpin’ en llenar el depósito. Avanzaron durante varios kilómetros rodeando una península de pinos hasta llegar a Barkley Cove, donde papá amarró la barca a las vigas profundamente marcadas del muelle del pueblo. Los pescadores iban y venían cargando pescado, repasaban los aperos de pesca.
—Supongo que podremos comer algo en el restaurante —dijo papá, y la condujo por el muelle hasta el Barkley Cove Diner.
Kya nunca había comido en un restaurante, nunca había pisado uno. El corazón le latía con fuerza mientras se sacudía el barro seco del mono que le quedaba corto y se alisaba el cabello revuelto. Cuando papá abrió la puerta, todos los clientes se pararon a medio bocado. Algunos hombres saludaron débilmente a papá con la cabeza y las mujeres fruncieron el ceño y apartaron la mirada.
—Vaya, no han debido de saber leer el cartel de «Se exige camisa y zapatos» —bufó una mujer.
Papá le hizo un gesto a Kya para que se sentara en una pequeña mesa con vistas al muelle. No podía leer el menú, pero él le recitó la mayor parte y pidió pollo frito, puré de patatas, salsa, judías blancas y bizcochos esponjosos como algodón recién cosechado. Él tomó gambas fritas, gachas de queso, okra frita y tomates verdes fritos. La camarera puso en la mesa una bandeja con bolitas de mantequilla sobre cubos de hielo y una cesta con pan de maíz y bizcochos, y todo el té frío dulce que podían beber. Tomaron helado y tarta de moras negras de postre. Kya estaba tan llena que pensó que iba a ponerse mala, pero había valido la pena.
Mientras papá esperaba para pagar la cuenta en la caja registradora, Kya salió a la acera donde el olor fétido de los barcos de pesca flotaba sobre la bahía. Llevaba una servilleta grasienta que envolvía el pollo y los bizcochos sobrantes, los bolsillos del mono atiborrados de paquetes de galletas saladas que la camarera había dejado a la izquierda de la mesa para que cogieran.
—Hola.
Kya oyó una vocecita a su espalda y se volvió para ver que una niña de unos cuatro años de rizos rubios se dirigía a ella. Con un vestido azul pálido, extendía la mano hacia ella. Kya se quedó mirando la manita; era regordeta y blanda, quizá la cosa más limpia que había visto nunca. Nunca se la había frotado con jabón de sosa, y no tenía barro en las uñas. Entonces miró a la niña a los ojos y se vio reflejada en ellos como una niña cualquiera.
Kya se pasó la servilleta a la mano izquierda y extendió despacio la derecha hacia la niña.
—Eh, tú, ¡no te acerques! —exclamó la señora Teresa White, esposa del predicador metodista, que salió de pronto por la puerta de la zapatería Buster Brown.
En Barkley, la religión era estricta y encarnizada. Por pequeño que fuera el pueblo, tenía cuatro iglesias, y eso solo para los blancos; los negros tenían otras tres.
Por supuesto, los pastores y los predicadores, y desde luego sus esposas, gozaban de gran respeto en el pueblo, y siempre vestían y se comportaban de acuerdo con su posición. Teresa White solía llevar faldas color pastel y blusas blancas, con zapatos y bolso a juego.
Ahora corría hacia su hija para cogerla en brazos. Se apartó de Kya y puso a la niña en la acera, y se acuclilló luego a su lado.
—Meryl Lynn, cariño, no te acerques a esa niña, ¿me oyes? Está sucia.
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