—Tengo el poema para ti, hijo. Mi preferido: «La cremación de Sam McGee», de Robert Service. Solía leéroslo a todos. Era el preferido de tu madre. Se reía cada vez que lo leía, nunca se cansaba de él.
Tate bajó la mirada ante la mención de su madre y revolvió las judías en el plato.
—No creas que la poesía es para maricas —siguió diciendo Scupper—. Hay muchos poemas de amor muy ñoños, sí, pero también los hay graciosos, y muchos sobre la naturaleza, incluso sobre la guerra. Están para hacerte sentir algo.
Su padre le había dicho muchas veces que un hombre de verdad es aquel que llora sin vergüenza, lee poesía con el corazón, siente la ópera en el alma y hace lo que haga falta para defender a una mujer. Se acercó a la sala de estar sin dejar de hablar.
—Me lo sabía de memoria, pero ya no. Aquí está, te lo leeré.
Volvió a sentarse a la mesa y empezó a leer. Cuando llegó a esta parte:
Y allí estaba Sam, aparentando calma y seguridad,
en medio del rugido del horno,
tenía una sonrisa que podía verse a un kilómetro,
y dijo:
Por favor, cierre la puerta.
Aquí se está muy bien,
pero temo que deje entrar
el frío y la tormenta.
Es la primera vez desde que salí de Plumtree,
en Tennessee, que tengo algo de calor.
Scupper y Tate se rieron.
—Tu madre siempre se reía en esta parte.
Los dos sonrieron, recordando. Estuvieron así un rato. Entonces, Scupper comentó que él lavaría los platos mientras Tate hacía los deberes. Una vez en su cuarto, mientras repasaba el libro de poesía para buscar qué poema leer en clase, Tate encontró un poema de Thomas Moore:
… se fue al lago del lúgubre pantano
donde, toda la noche, a la luz de una luciérnaga,
remó en su blanca canoa.
Y la luz de su luciérnaga pronto veré,
y su remo pronto oiré;
larga y llena de amor nuestra vida será,
y esconderé a la doncella en un ciprés,
cuando cerca estén los pasos de la muerte.
Las palabras le recordaron a Kya, la hermanita de Jodie. Parecía tan pequeña y sola en la gran extensión de la marisma… Imaginaba a su hermana perdida en ella. Su padre tenía razón: los poemas te hacen sentir cosas.
Capítulo 7
Temporada de pesca
1952
Aquella tarde, después de que el chico pescador la guiara hasta su casa por la marisma, Kya se sentó con las piernas cruzadas en su colchón del porche. La neblina del chaparrón se filtraba por la mosquitera remendada y le tocaba la cara. Pensó en el chico. Amable pero fuerte, como Jodie. Las únicas personas con las que hablaba eran papá, de vez en cuando, e, incluso menos, con la cajera del Piggly Wiggly, la señorita Singletary, que últimamente se había molestado en enseñar a Kya la diferencia entre las monedas de cinco, diez y veinticinco centavos, puesto que ya sabía lo que eran los centavos. Pero la señorita Singletary también podía ser muy curiosa.
—Por cierto, cariño, ¿cómo te llamas? ¿Cómo es que ya no viene tu mamá? No la veo desde que florecieron los nabos.
—Mamá tiene muchas tareas, así que me envía a mí a comprar.
—Sí, cariño, pero nunca compras suficiente para toda tu familia.
—Verá, señora, es que tengo que irme. Mamá necesita estos granos enseguida.
Siempre que podía, Kya evitaba a la señorita Singletary yendo a la otra cajera, que no mostraba ningún interés, salvo para decir que los niños no deberían ir descalzos a la tienda. Le daban ganas de decirle que no pensaba coger las uvas con los pies. Además, ¿quién podía permitirse comprar uvas?
Cada día más, Kya se limitaba a hablar con las gaviotas. Se preguntaba si no podría llegar a algún acuerdo con papá para usar su barca. En la marisma podría recoger plumas y conchas y quizá ver alguna vez al chico. Nunca había tenido un amigo, pero sentía su utilidad, su llamada. Podrían recorrer los estuarios, explorar los helechos. Puede que la considerase una niña pequeña, pero sabía moverse por la marisma y podía enseñarla.
Papá no tenía coche. Usaba la barca para pescar, para ir al pueblo, para cruzar el pantano y llegar al Swamp Guinea, un bar desvencijado, un garito de póker conectado con la tierra firme por una desvencijada plataforma que atravesaba las espadañas. Estaba construido con listones de madera mal cortados y un techo de hojalata, y crecía de forma desigual a medida que se le añadían habitaciones, con el suelo a diferentes niveles en función de la altura que hacían sobresalir del pantano las columnas de ladrillo. Papá cogía la barca para ir allí o a cualquier otra parte, ya que rara vez iba caminando; así que ¿por qué iba a prestársela?
Pero, cuando él no estaba, dejaba que sus hermanos la usaran, probablemente porque pescaban peces para la comida. Ella no tenía interés por la pesca, pero puede que se la dejara a cambio de otra cosa, que suponía que era la manera de convencerlo. Quizá cocinando o haciendo más cosas en la casa, hasta que mamá volviera.
La lluvia disminuyó. Caía alguna gota aquí y allí que hacía temblar las hojas como el movimiento rápido de la oreja de un gato. Kya se puso en pie de un salto, limpió el frigorífico-alacena, fregó el suelo de madera de la cocina y rascó meses de granos pegados a los quemadores del horno de leña. A primera hora del día siguiente, lavó las sábanas de papá, que apestaban a sudor y whisky, y las extendió sobre los palmitos. Repasó el cuarto de sus hermanos, que era poco más que un armario, limpió y barrió. Había calcetines sucios amontonados en el fondo del armario y cómics amarillentos desperdigados por el suelo junto a dos colchones sucios. Intentó recordar la cara de los chicos, los pies que acompañaban a esos calcetines, pero los detalles estaban borrosos. Hasta la cara de Jodie se le estaba desdibujando; le veía los ojos un instante y luego se escapaba, desaparecía.
A la mañana siguiente, cargó una lata de un galón, recorrió el camino de arena que llevaba al Piggly y compró cerillas, costillas y sal. Ahorró veinte centavos.
—No puedo comprar leche, necesito gasolina.
Se detuvo en la gasolinera Sing Oil, en las afueras de Barkley Cove, que se alzaba en un bosquecillo de pinos rodeada de camiones oxidados y coches abandonados, amontonados sobre bloques de cemento.
El señor Lane vio llegar a Kya.
—Fuera de aquí, pequeña mendiga. Basura del pantano.
—Traigo dinero de verdad, señor Lane. Necesito gasolina y aceite para el motor de la barca de mi padre.
Y le mostró dos dimes, dos monedas de cinco centavos y cinco peniques.
—Una cantidad tan miserable apenas paga mi esfuerzo, pero, venga, dámelo.
Y se agachó para coger la abollada lata cuadrada.
Ella le dio las gracias al señor Laine, que volvió a gruñir. La comida y la gasolina le pesaban más a cada kilómetro, y tardó en volver a casa. Por fin, en la sombra de la laguna, vació la lata en el depósito de gasolina y frotó la barca con trapos y con arena húmeda hasta que los costados de metal asomaron entre la roña.
* * *
Al cuarto día de haberse ido papá, empezó a hacer de centinela. Al final de la tarde, un temor frío se apoderó de ella y casi dejó de respirar. Allí volvía a estar, mirando el camino. Necesitaba que volviera, por muy malo que fuera. Por fin llegó, a primera hora de la tarde, caminando por el sendero de arena. Corrió a la cocina y sirvió un goulash de mostaza parda, costilla y granos. No sabía cómo hacer salsa, así que echó en una jarrita el caldo de las costillas con trozos de grasa blanca. Los platos estaban agrietados y eran de diferentes juegos, pero puso el tenedor a la izquierda y el cuchillo a la derecha, como le había enseñado mamá. Y esperó, pegada al frigorífico como una cigüeña atropellada.
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