—Ya vienen. Hay tantas que no sé contar tan alto —dijo.
Las aves gritaban y chillaban mientras volaban en círculo y luego descendían, se detenían cerca de su cara y se posaban al lado de los granos que ella tiraba. Por fin se callaron y se pusieron a acicalarse y ella se sentó en la arena, con las piernas dobladas a un lado. Una gaviota grande se posó en la arena cerca de Kya.
—Es mi cumpleaños —le dijo al pájaro.
1969
Las patas podridas de la abandonada torre de vigilancia contra incendios se hundían a horcajadas en el cenagal, que creaba sus propios tentáculos de niebla. Descontando el graznido de los cuervos, el silencioso bosque parecía contener un ánimo expectante cuando los dos muchachos, Benji Mason y Steve Long, los dos de diez años, los dos rubios, subieron por la húmeda escalera la mañana del 30 de octubre de 1969.
—Se supone que en otoño no hace tanto calor —dijo Steve a Benji.
—Sí, y todo está silencioso, menos los cuervos.
—Uaaa. ¿Qué es eso? —preguntó Steve mientras miraba entre los escalones.
—¿Dónde?
—Allí. Tela azul, como si hubiera alguien tumbado en el barro.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí? —gritó Benji.
—Le veo la cara, pero no se mueve.
Bajaron al suelo moviendo los brazos y forcejearon por llegar al otro lado de la base de la torre, con el barro verdoso pegado a sus botas. Era un hombre tirado de espaldas con la pierna derecha grotescamente torcida hacia delante desde la rodilla. Tenía los ojos y la boca muy abiertos.
—¡Santo cielo! —dijo Benji.
—Dios mío, es Chase Andrews.
—Será mejor ir a buscar al sheriff .
—Pero se supone que no deberíamos estar aquí.
—Eso ahora no importa. Los cuervos bajarán en cualquier momento.
Alzaron la cabeza hacia los graznidos y Steve dijo:
—Puede que uno de los dos deba quedarse, para mantener alejados a los pájaros.
—Tú estás loco si crees que voy a quedarme aquí solo. Y te apuesto cinco centavos a que tú tampoco.
Con esto, cogieron las bicis, pedalearon con fuerza por el sendero de almibarada arena de vuelta a la calle principal, atravesaron todo el pueblo y entraron en el bajo edificio donde el sheriff Ed Jackson estaba sentado ante su mesa en la oficina iluminada con bombillas que colgaban de simples cables. Era ancho, de estatura mediana, con el pelo rojizo y el rostro y los brazos salpicados de pálidas pecas y hojeaba una revista de Sports Afield.
Los muchachos atravesaron la puerta abierta sin detenerse a llamar.
— Sheriff …
—Hola, Steve, Benji, ¿venís de un incendio?
—Hemos visto a Chase Andrews tirado en el pantano bajo la torre de vigilancia. Parecía muerto. No se movía un pelo.
Desde que Barkley Cove se había fundado, en 1751, ningún hombre de la ley había ampliado su jurisdicción más allá de los juncos. En las décadas de 1940 y 1950, algunos sheriffs habían utilizado sabuesos para buscar a convictos huidos a la marisma, y la comisaría seguía teniendo perros por si acaso. Pero Jackson solía ignorar cualquier crimen cometido en el pantano. ¿Por qué interrumpir a ratas que matan ratas?
Pero se trataba de Chase. El sheriff se levantó y cogió el sombrero del perchero.
—Llevadme.
Ramas de roble y acebo silvestre crujieron contra la camioneta de la policía cuando el sheriff bajó por el sendero de arena con el doctor Vern Murphy, delgado y en forma, con el pelo gris, el único médico del pueblo, sentado a su lado. Los hombres se bamboleaban con el ritmo de los profundos baches, la cabeza de Vern casi chocaba con el parabrisas. Viejos amigos de casi la misma edad, pescaban juntos y se ocupaban de los mismos casos. Los dos guardaban silencio ante la perspectiva de confirmar de quién era el cuerpo tumbado en el cenagal.
Steve y Benji iban sentados en la parte trasera con las bicis hasta que la camioneta se detuvo.
—Está por allí, señor Jackson. Detrás de los arbustos.
Ed bajó de la camioneta.
—Vosotros esperad aquí, chicos.
El doctor Murphy y él vadearon el barro hasta donde estaba Chase. Los cuervos habían huido con la llegada de la camioneta, pero en las alturas zumbaban otros pájaros e insectos. La insolente vida seguía adelante.
—Sí que es Chase. Sam y Patti Love no sobrevivirán a esto.
Los Andrews habían encargado cada enchufe, cuadrado cada cuenta, etiquetado cada precio de la Western Auto pensando en Chase, su único hijo.
Vern se acuclilló junto al cuerpo y buscó un latido con el estetoscopio, y lo declaró muerto.
—¿Cuánto tiempo crees? —preguntó Ed.
—Yo diría que al menos diez horas. El forense lo sabrá con seguridad.
—Debió de subir anoche y cayó desde lo alto.
Vern examinó a Chase sin moverse y se incorporó junto a Ed. Los dos hombres observaron los ojos de Chase, que todavía miraban al cielo desde su cara hinchada, y luego observaron la boca abierta.
—Cuántas veces habré dicho a la gente de este pueblo que acabaría pasando algo así —comentó el sheriff .
Conocían a Chase desde que nació. Habían visto cómo había pasado de ser un niño encantador a un guapo adolescente, de quarterback, estrella e ídolo del pueblo a trabajar con sus padres y, finalmente, a un hombre apuesto casado con la más guapa. Y ahora estaba allí tirado, solo, menos digno que el cieno. Como siempre, la grosera mano de la muerte era la estrella de la función.
Ed rompió el silencio.
—Lo que pasa es que no entiendo por qué los demás no pidieron ayuda. Siempre vienen aquí en grupo o en parejas a meterse mano. —El sheriff y el doctor intercambiaron un asentimiento breve, sabiendo que, pese a estar casado, Chase podría haber traído a otra mujer a la torre—. Vamos a retirarnos de aquí. Echemos un buen vistazo a los alrededores —dijo mientras alzaba el pie más de lo necesario—. Vosotros, chicos, no os mováis de ahí; no vayáis a dejar más huellas.
Señaló unas huellas que iban de la escalera al cenagal hasta tres metros de Chase.
—¿Esas huellas son vuestras de esta mañana? —preguntó.
—Sí, señor, no pasamos de ahí —dijo Benji—. En cuanto vimos que era Chase, dimos marcha atrás. Puede ver dónde retrocedimos.
—Vale. —Ed volvió—. Vern, hay algo que no me cuadra. No hay huellas junto al cuerpo. De haber estado con un amigo o con alguien, cuando cayó habrían bajado y pisoteado todo esto, se habrían arrodillado junto a él, para ver si seguía vivo. Mira qué profundas son las huellas en este barro, pero no hay más huellas. Ninguna que proceda de las escaleras o que vaya a ellas, ni alrededor del cuerpo.
—Entonces puede que estuviera solo. Eso lo explicaría todo.
—Bueno, voy a decirte algo que no lo explica. ¿Dónde están sus huellas? ¿Cómo pudo Chase Andrews bajar por el sendero, cruzar este barrizal hasta las escaleras para subir a lo alto y no dejar ninguna huella?
1952
Días después de su cumpleaños, Kya estaba sola, con los pies descalzos en el barro, agachada para ver cómo le salían las patas a un renacuajo. Se incorporó bruscamente. Un coche revolvía la profunda arena al final del camino de casa. Nadie acudía en coche hasta allí. Luego, de entre los árboles, llegó el murmullo de gente hablando, se trataba de un hombre y una mujer. Kya corrió a los arbustos, desde esa posición podría ver quiénes eran y huir de ellos. Tal como le había enseñado Jodie.
Del coche bajó una mujer alta que se movía insegura sobre altos tacones, como había hecho mamá por el camino de arena. Debían de ser los del orfanato, que iban a por ella.
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