Marta Aponte Alsina - La muerte feliz de William Carlos Williams

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La muerte feliz de William Carlos Williams es una novela sobre la enigmática Raquel Helena Hoheb, tal vez una de las pintoras más importantes del siglo XIX latinoamericano y madre del poeta William Carlos Williams, que la definió como una mujer de imaginación irreprimible. Su vida ejemplifica muy bien la rica historia de las migraciones caribeñas: de Mayagüez, Puerto Rico, al París de la Exposición Universal, y de ahí a Rutherford, New Jersey, donde vivió durante más de medio siglo el conflicto entre el papel de mujer de familia y su vocación artística.Marta Aponte Alsina, una de las autoras más destacadas de la literatura puertorriqueña, sigue una ruta inversa a la escritura de una biografía: le da voz al silencio, se atreve a remendar vacíos y añade desvíos a la obra del autor de Paterson, para descubrir, finalmente, que todas las biografías están conectadas y que todos los pasados se proyectan sobre nuestras vidas.

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Raquel se cubre la cabeza con las manos, se pone bizca. Alice Monsanto, cansada de las monifaterías de la primita puertorriqueña, barre con la mirada la anchura del carrefour y se fija en un café que brilla en la esquina de la calle Turín. Admira la elegancia de una pareja que se pasea, él con sombrero de copa, ella sosteniendo en una mano la falda y apoyándose con la otra en el brazo del hombre. Él, además de hacer ostentación de prosperidad con la panza fajada, sostiene un paraguas con la gracia de quien abre la cartera para dejar billetes crujientes en el plato de las propinas. Jacques le ríe las muecas a Raquel. Ella no puede imaginar a alguien tan gentil, con su cara marcada de puntitos de viruela y una mella entre dientes perfectos –pedacitos de coco– descuartizando y devorando carne de traidores. Los franceses y el teatro, los franceses y las charadas, los franceses y el destino.

Decidimos defender la ciudad prosigue Jacques hablando solo para Raquel - фото 4

Decidimos defender la ciudad, prosigue Jacques, hablando solo para Raquel. Alice lo hala del otro brazo, con la esperanza de que la pareja próspera se detenga en el café adonde arrastra a su prima y al novio sin que Jacques, con los ojos nublados por el ensueño de recordar, se dé cuenta de cómo la mujer pretende sentarlo en aquel lugar sin alma y para colmo carísimo. Dejamos nuestros espíritus en los callejones, en lo que quedaba de los barrios siniestros. Los bulevares siempre han sido refugio de cobardes, dice abanicando el aire con una mano de uñas mordidas.

Ah, las barricadas. ¿Saben de qué estaban hechas las barricadas? De todas las cosas que usó Dios para construir el mundo y unas cuantas más. De adoquines arrancados al pavimento, de cuellos y culos de botella, de alambre de hierro, de los portones de los conventos, de materiales hirientes para evitar el paso de los traidores. Y de elocuencia, jamás se admiró gracia semejante. Yo mismo pronuncié un discurso muy aplaudido en la esquina de la calle St. Honoré, sobre la imposibilidad de que Dios hubiera intervenido en la canonización del caballo del rey Carlomagno, como me habían enseñado en la escuelita del padre cariñoso. Total, un caballo es más útil que muchos santos y que cualquier rey, y más noble. Montar a un rey contagia la sífilis, un caballo te lleva lejos de tus enemigos. Comerse a un rey produce envenenamiento, la carne de caballo es una delicia. Los ojos de un rey reflejan estupidez. Los de un caballo son joyas hermosas.

Raquel casi ríe pero al ver la expresión enfurruñada de su prima Alice, tan biliosa de humores e impredecible, como si fuera mucho mayor de lo que confiesa ser, pone cara de funeral. El cielo se ha vuelto gris. Dan ganas de sentarse en el café y observar.

Aquí, en este carrefour, se puede lucir elegante.

Jacques no se da por enterado mientras Alice ordena para los tres, guiñándole un ojo al mozo para que no los eche a patadas del café con mesitas al aire libre y vidriera transparente. Jacques ha pasado del relato al trance. Sigue hablando de la Comuna de París, el poema épico de los pobres. El burgués pacta, el obrero defiende la patria. Liberticidas, ultramontanos, católicos, monárquicos, traidores a la República de París, a la soberanía de París. La soberanía siempre es local, señoritas. ¿Acaso deben esperar los hombres a que todos los habitantes del mundo se arranquen las vendas de la estupidez para proclamar su derecho a la libertad?

Espíritu de concordia, unión y amor republicano. Eso fue la comuna. Si quieren les enseño la cicatriz. Muy buen café, buena nariz, resucita muertos, debe ser de tu patria, exótica, salvaje Raquel. Me duele todavía, nunca sanó bien. Por suerte no perdí la pierna. Sí, me cuidaron ella, y Celine y Jean Baptiste.

Una tarde, al salir renqueando de la casa de la mujer que lo sanó con más cariño que cataplasmas, se encontró en la Place de Vosges con el tintorero Bongrand. Sentados en un banco, frente a la casa que había sido de Victor Hugo, se les acercó una pareja de niños pordioseros. Jacques sintió una rabiosa iluminación. Ya había olvidado cómo se nos dividió la vida. El paraíso duró sesenta días. Puedo describirlo en pocas palabras. Toda la humanidad anterior, hombres, mujeres y especies anónimas, habían sido bestias. Una inmensa mayoría de bestias, inconscientes de que las cadenas más invencibles están hechas de ilusiones. De un golpe, el pueblo sin distinción de oficios abolió la pobreza. Se repartía con dignidad lo que el sol y la noche descubrían en las alacenas y en los campos, lo que empezaba a reverdecer en los huertos. No se sabe qué vino antes, si el olvido, el miedo, la traición o la matanza. Pero se nos dividió la vida. Y volvimos a ser bestias de carga. Aquí huele a sangre. Para construir este bulevar usaron sangre, porque la sangre tiene una viscosidad insuperable, eso decía Jacques (desconocía que el néctar de algunas frutas es tan viscoso como la sangre).

Jacques está loco, no lo recibiré más, decide Alice. La elegancia es limpieza. A quién se le ocurre echar de menos al París de las hambrunas, del paté de hígados de rata, de las tabernas sucias con globos de cristal empañados, de los callejones tortuosos donde la carne iba en busca de hojas asesinas. Y yo para qué quiero lucir elegante, dice Raquel, adivinando los pensamientos de la prima. Prefiero pintar, cantar. No hagas tantas muecas, Raquel, dice Alice. Qué idiota eres.

A Raquel no le molesta que le digan idiota. Es una ventaja ser la zurrapa, lo que quedó en el fondo de la voluntad reproductora de su madre tras varios abortos. Tiene sus privilegios ser hija de personas maduras. El padre le decía Pulgarcita y la madre la vestía de muñeca. Estos parisinos tan duros y civilizados son bastante ridículos. Hasta qué punto, pensó entonces, ante la gestualidad de Jacques, ante su recitación palabra por palabra de proclamas altisonantes, la guerra es cuestión de música mala más que de armas.

Parecer idiota otorga ventajas, como cuando el mozo presenta la cuenta en una bandejita de plata. Jacques monta en cólera, amenaza con retar a duelo al traidor a su clase. Alice la mira, exigiéndole lo imposible. Tú sabes que yo no tengo un centavo, dice Raquel, levantándose de la mesa y estirando los brazos para despedir al sol poniente.

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