Algunas veces celebraban sesiones. Formado el círculo, los niños se escondían debajo de la mesa para protegerse de las necedades de los espíritus atrasados. En aquel tiempo prevalecía una comunicación fantasmal entre los migrantes y las islas caribeñas. Cuando los mayores se agarraban las manos y el piso empezaba a vibrar al son de las trémulas piernas de Raquel y las patadas de la abuela, Carlos hundía la cabeza entre las rodillas. Édgar, su hermano menor, se divertía. Con la punta de un dedito rozaba un tobillo frío. La garganta del niño travieso añadía un silbido de pájaro ronco al pandemonio.
Las mujeres dominaban bajo cuerda, pero si había varón presente le correspondía la jefatura de la mesa. El espíritu protector del enardecido Godwin tenía inclinaciones literarias y filosóficas. A Emily Wellcome se le había metido en la cabeza darle ese nombre a su segundo hijo por razones oscuras. En ocasiones insinuaba que el protector de Godwin tenía que ver con el filósofo anarquista del mismo nombre. A la oscura filiación se debía que Godwin soliera traer a la mesa algún plan milagroso de reconstrucción social y utopía sexual, hasta que desafiando su autoridad irrumpía en los bosques de Rutherford un espíritu más poderoso. Ese espíritu de la contradicción y numen tutelar de Emily Wellcome era nada menos que una negra madama de las islas caribeñas. La madama le había hecho jurar a Emily que nunca revelaría las circunstancias de su origen, “porque las mujeres no tenemos origen; somos el origen”. A cambio de borrar su pasado en Inglaterra y servir al fotógrafo sin chistar y, muerto este, seguir al hijo mayor, William George, sin dejar de chistar, Emily tendría una vida larga y dominante.
Las mesas espiritistas repetían el monótono curso de un sainete en tres actos: Godwin, encarnando al fantasma licencioso del filósofo, exigía el cuerpo de su cuñada Raquel. La madama que ocupaba el cuerpo de la abuela lo azuzaba hasta que, invocando el emblema de su corta autoridad, el lunático se sacaba el miembro del pantalón. Llegado ese momento, el espíritu de la negra levantaba de la silla el corpachón de Emily que, chancleta en mano, golpeaba a Godwin y volvía a encerrarlo junto al filósofo homónimo en la agonía de su calabozo mental. Raquel terminaba sollozando su abandono. Irving los abanicaba con plumas de marabú y Carlos se orinaba hasta dejar un charquito que, según Irving, presagiaba una muerte por agua para el patriarca George en las corrientes del Orinoco.
El círculo se interrumpía y cesaban los trances. La abuela mojaba las sienes de la desfallecida Raquel con Agua de Florida. Luego acostaba a los niños dándole a cada uno una botella de leche con mamadera. La alfombra del comedor olía a orines de niño melindroso. La abuela la ponía a secar al sol. Carlos dejó el biberón cuando tenía cinco años. Fue en público y sobre aguas fluviales. Viajaba escondido en las faldas de la abuela, en un transbordador que cruzaba las aguas del río Hudson. Se dijo que sería el hijo del padre, todo un hombre, y lanzó el biberón por la popa. Era muy joven para intuir que, al contrario del padre, nunca abandonaría mucho tiempo la región natal, esa franja de luces delicadas que languidece a un paso del monstruo neoyorquino.
En una ocasión el comportamiento de la madre fue tan vergonzoso que su hijo no lo olvidó nunca. Tampoco lo describió en sus memorias. Pero ha tatuado tantas páginas que sin duda el rastro está ahí, en algún verso. Disimulado; igual que la carta robada que no se distingue de otras cartas.
La familia de William Carlos Williams era pródiga en secretos. Cada quien se aferraba al suyo; tumor duro con redes lejanas. Los secretos del padre siguen trancados. Son constelaciones familiares que viajaron al sur en un muestrario de aromas.
El secreto de la abuela, que le hizo jurar al padre que jamás lo confesaría. El padre cargó con el secreto de Emily, y se lo llevó a la tumba. Emily murió después y se llevó los secretos del padre y los suyos.
Carlos suspira. A veces es mujer, y para colmo lo es doblemente, porque se acerca a la edad en que el cuerpo del varón se afemina. Todavía duerme en la habitación marital, en camas separadas. El cuarto matrimonial ocupa el lado contrario del pasillo, casi en la esquina diagonalmente opuesta al dormitorio de la madre. El empapelado verde menta envejece con las cortinas. Las lámparas de las mesitas de noche adornaban las mesas de noche de los padres de ella. Iban a botarlas y Florence, la muy práctica, se empeñó en rescatarlas con cambios de pantalla. Las antiguas eran pequeñas, parecidas a gorros de bañista. Estas no llaman la atención. Son redondas, anchas, útiles. La luz lunar, la misma que entra por las ventanitas del ático, baila sobre el verde pálido del empapelado. Él alza los dedos y pretende alcanzarla. Como cuando era niño, con la misma rigidez, después de algún castigo, se acuesta sin ganas. Y se queda dormido pensando que está despierto.
Florence. Floss. La esposa del poeta.
Floss no duerme. Es la más apasionada de sus mujeres, la que él formó en el catecismo venéreo de sus ideas sobre las hembras. Quiso eternizarla en sus libros; lo mismo haría con Raquel y con la abuela. Escribió tres novelas protagonizadas por un personaje inspirado en Floss. La literatura es también cementerio familiar e ira apalabrada; confusa expresión de cariño. En White Mule el personaje de la bebé, un fantasma de la infancia de Florence, apenas despierta la ternura del padre, el deseo vampírico de la tía solterona, el sentido común de la nana y el total desprecio de la madre. Y qué crueldad el maltrato del cuerpecito, el enema de jabón, el ensañamiento de la escritura suelta. Decía Carlos que a Virginia Woolf no la entendía, que le parecía un personaje de cuento de hadas. Se explica esa incomprensión. Imposible entender el habla de las hadas entre tanto excremento. Demasiada sangre, leche y mierda. Blood, milk and shit. ¿Por qué estos torcidos homenajes a las mujeres de su vida? ¿Se sentía incómodo con todo lo que no fuera flor? Para colmo su esposa se llamaba Florence. Floss.
Hay escritores estreñidos, atildados. Él no.
William Carlos en su ático de poeta persistente. William Carlos disminuido en su camita de viejo. El disloque de un cuerpo llamado William Carlos, engendro de padres inarmónicos. Raquel, nativa de una ciudad caribeña al oeste de una isla con el puerto en el nombre. Mayagüez, Puerto Rico. (En Mayagüez el comercio superaba las tragedias colectivas y levantaba un sector portuario de traficantes y conspiradores, pero había casitas de marfil con espacio para colocar pianos y colgar retratos). William George, un inglés con mucho de negro, a pesar de su piel blanca y de sus ancestros blancos y de su empaque victoriano. (En la isla de St. Thomas las torres de marfil y el lugar del piano que William George aprendió a tocar eran especies raras, de esas que se miran con las manos y se tocan con los ojos; reliquias de un altar al que le faltaban piezas).
Habría que estar en las ciudades de Raquel como quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo.
Mayagüez, puerto de primera clase donde ancla el único vapor con que cuenta la isla, huele a brea, a borrasca. Cerca del puerto hay un mercado que alguien compara con el palacio de cristal de Londres. Mayagüez es aduana de primera clase, con agentes consulares de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, los imperios que inventaron un Caribe de sirenas y ron. Tiene 12 168 habitantes en 1860. Y, en 1878, un gasómetro que alimenta 254 faroles y 450 luces en casas particulares, una estación telegráfica, un mercado de hierro con zócalo de mampostería, cinco abogados y nueve médicos, una biblioteca popular, 37 calles y cuatro callejuelas.
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