Oscar Wilde inmortalizó al típico dandy superficial, que en su búsqueda desesperada de placeres cada vez más refinados llega a auténticas aberraciones. Nos referimos a Dorian Gray, protagonista de la célebre novela del escritor anglo-irlandés. La historia es conocida: todos los pecados de Dorian se “trasladan” a un retrato que le hicieron en la juventud. Él siempre mantiene un aire saludable y jovial, mientras que el retrato se va afeando cada vez más aceleradamente, a medida que comete sus inmoralidades. Dorian sigue los consejos de Lord Henry Wotton:
Vive la vida maravillosa que hay en ti. No dejes que nada te la haga perder. Busca siempre nuevas sensaciones. No tengas miedo de nada.
En uno de los últimos capítulos, el narrador cuenta las reflexiones de Dorian, cuando su vida se va acercando al fin:
El aire de la noche era una delicia, tan tibio que Dorian Gray se colocó el abrigo sobre el brazo y ni siquiera se anudó en torno a la garganta la bufanda de seda. Mientras se dirigía hacia su casa, fumando un cigarrillo, dos jóvenes vestidos de etiqueta se cruzaron con él, y oyó cómo uno le susurraba al otro: «Ese es Dorian Gray». Recordó cuánto solía agradarle que alguien lo señalara con el dedo o se le quedara mirando y hablara de él. Ahora le cansaba oír su nombre. Buena parte del encanto del pueblecito adonde había ido con tanta frecuencia últimamente radicaba en que nadie lo conocía. A la muchacha a la que cortejó hasta enamorarla le había dicho que era pobre, y Hetty le había creído. En otra ocasión le dijo que era una persona malvada, y ella se echó a reír, respondiéndole que los malvados eran siempre muy viejos y muy feos. ¡Ah, su manera de reírse! Era como el canto de la alondra. Y ¡qué bonita estaba con sus vestidos de algodón y sus sombreros de ala ancha! Hetty no sabía nada de nada, pero poseía todo lo que él había perdido.
Al llegar a su casa, encontró al ayuda de cámara esperándolo. Le dijo que se acostara, se dejó caer en un sofá de la biblioteca y empezó a pensar en las cosas que lord Henry le había dicho. ¿Era realmente cierto que no se cambia? Sentía un deseo loco de recobrar la pureza sin mancha de su adolescencia; su adolescencia rosa y blanca, como lord Henry la había llamado en una ocasión. Sabía que estaba manchado, que había llenado su espíritu de corrupción y alimentado de horrores su imaginación; que había ejercido una influencia nefasta sobre otros, y que había experimentado, al hacerlo, un júbilo incalificable; y que, de todas las vidas que se habían cruzado con la suya, había hundido en el deshonor precisamente las más bellas, las más prometedoras.
Pero, ¿era todo ello irremediable? ¿No le quedaba ninguna esperanza? ¡Ah, en qué monstruoso momento de orgullo y de ceguera había rezado para que el retrato cargara con la pesadumbre de sus días y él conservara el esplendor, eternamente intacto, de la juventud! Su fracaso procedía de ahí. Hubiera sido mucho mejor para él que a cada pecado cometido le hubiera acompañado su inevitable e inmediato castigo. En lugar de «perdónanos nuestros pecados», la plegaria de los hombres a un Dios de justicia debería ser «castíganos por nuestras iniquidades».
No hace falta que cuente el final de esta obra, en parte autobiográfica. Digo solo en parte, porque Wilde se convierte a la Iglesia católica antes de morir. Se fue al otro mundo mejor preparado que su hijo literario[5].
Abundan las novelas donde se describen ambientes frívolos y vacíos. Pensemos en La feria de las vanidades de Thackeray, o más modernamente, El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Los sensuales viven en la superficie de la vida: les falta interioridad y terminan en el aburrimiento o en el fracaso existencial.
Una de las damas de la corte de Luis XV escribía la siguiente carta a una amiga: «Te escribo porque no tengo nada que hacer, y termino de escribirte porque no tengo nada que decirte». Podría ser un buen resumen de muchas vidas gastadas en la banalidad. También de personas de nuestro entorno o de nosotros mismos: perdidos en la vida, sedientos de sentido, abrevados en charcas insalubres.
Por último, encontramos a quienes ponen sus esperanzas en las riquezas. Se dice popularmente que “el dinero no hace la felicidad, pero ayuda”. Disponer de medios económicos necesarios nos ahorra quebraderos de cabeza, pero quien pone todas sus esperanzas en esos medios termina con un vacío interior atroz. Hay tantos avaros famosos en la literatura, quizá porque esta esperanza vana está muy difundida: así sucede a Harpagón, el célebre personaje de Molière, que lleva una vida patética, sin amar y sin ser amado, o a Scrooge, el avaro de Cuento de Navidad, de Dickens, que cambia su vida y encuentra la alegría solo cuando abandona su asfixiante avaricia. Podemos añadir a Silas Marner, de la novela homónima de George Eliot, que sale de su triste situación cuando se abre a los demás después de que le hayan robado su fortuna. A tales personajes darían ganas de decirles: «¡Dejad de contar vuestros dineros y poneos alguna vez a contar las estrellas!»[6].
Honor, placer y riquezas no terminan de satisfacer las ansias de plenitud del corazón humano. Lo enseña una experiencia universal, y los clásicos, maestros de humanidad, no son más que un reflejo. Evidentemente, se da muchas veces en la realidad los tipos “mixtos”: quien busca el dinero para alcanzar placeres y corromper al poder; quien abusa del poder para enriquecerse ilícitamente y gozar de placeres, etc. El corazón del hombre no es simple, y las combinaciones son casi infinitas.
Si hemos hecho hincapié en experiencias de insatisfacción, de frustración, también tenemos otras —habitualmente momentáneas— en las que nuestro corazón vibra. Son momentos “mágicos”, éxtasis, en los que entramos en contacto con la belleza, con la verdad, con el amor.
En psicología se habla del “síndrome de Stendhal”. Su nombre se debe a la experiencia estética del escritor francés al visitar Florencia. Nos cuenta el novelista que «había llegado a ese grado de emoción en el que se tropiezan las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme». Quizá también nosotros hemos experimentado emociones parecidas: la naturaleza con sus mil esplendores y las obras de arte son como indicadores que nos portan hacia algo superior. Detrás de una puesta de sol, de un claro de luna, de un cuadro de Vermeer o de Notre-Dame de París atisbamos un más allá, algo trascendente[7].
Quienes se dedican a la investigación sueñan con gritar muchas veces ¡Eureka!, como Arquímedes, al realizar un descubrimiento, o al profundizar con una luz nueva en la relación secreta que existe entre las cosas. Son satisfacciones intelectuales que llenan el alma… Pero lo hacen momentáneamente, porque se desea traspasar los límites de las verdades alcanzadas. Percibimos que son verdades parciales. Con san Juan de la Cruz, escuchamos «un no sé qué, que queda balbuciendo» detrás de toda realidad creada.
Hay momentos en la historia en que nos es dado ser testigos de la grandeza del alma humana. Nos conmovemos hasta nuestras entrañas ante un acto de perdón, como el que san Juan Pablo II otorgó a Alí Agca después del atentado contra su vida en la Plaza de San Pedro el 13 de mayo de 1981. Como habrán quedado removidos los compañeros de san Maximiliano Kolbe en el campo de concentración de Auschwitz, cuando el franciscano polaco decide intercambiarse con un padre de familia y ofrecer su vida para salvarlo. O cuando presenciamos la destrucción del Muro de Berlín. O ante el testimonio de tantos médicos, enfermeros, sacerdotes, religiosas que dan su vida para salvar el cuerpo o el alma de un enfermo. En esos instantes pareciera que el corazón quisiera saltar de nuestro pecho: tal es la vibración, la sintonía que experimentamos ante un gesto de amor generoso, que se entrega.
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