Mariano Fazio Fernández - Libertad para amar

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La palabra «libertad» es realmente mágica. Levanta pasiones maravillosas, y ocasiona también errores dramáticos. Bastaría preguntarles a Adán y Eva por su felicidad interior, tras elegir libremente la manzana. No somos los primeros que nos preguntamos cómo usarla bien. Muchos lo han hecho antes que nosotros, y han concluido con enorme sabiduría o con enorme torpeza.
Este libro trata de mostrar cómo la libertad está orientada al amor. Y cómo esta afirmación tiene una enorme importancia para la vida cristiana. Fazio así lo muestra, de la mano de grandes autores clásicos de todos los tiempos.

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Uno de los representantes más destacados del pensamiento cristiano, san Agustín, afirma que «ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada»[1]. Lo que pensaba y predicaba el santo obispo de Hipona no era ninguna novedad. Uno de sus antecesores más ilustres es Aristóteles, quien en su Ética a Nicómaco compartía la misma seguridad. No es necesario, sin embargo, acudir a las más altas autoridades de la antigüedad para convencernos, pues las ansias de una vida plena, feliz radican en el corazón humano.

La evidencia de esta verdad antropológica contrasta con la constatación diaria que acabamos de enunciar: mucha gente no es feliz. Se cuenta una anécdota del novelista Iván Turgenev: «En 1882, un año antes de morir, le escribió al escritor ruso Mijaíl Saltykóv-Shchedrin, quien se había lamentado de ser infeliz: “Déjeme consolarle (aunque no sea demasiado consuelo) con unas palabras que dijo Goethe justo antes de morir. A pesar de que había gozado de todas las alegrías que la vida puede dar, de que había tenido una vida gloriosa, amado por las mujeres y odiado por los tontos, de que sus obras se habían traducido al chino y de que toda Europa se había rendido a sus pies en adoración, y el propio Napoleón había dicho de él: C’est un homme!… Con todo eso, dijo, a la edad de ochenta y dos años, que en el transcurso de su larga vida solo había sentido felicidad ¡durante un cuarto de hora!”»[2]. Todas las capacidades de Goethe no le proporcionaron una vida plena. Quizá había puesto su corazón en el lugar equivocado.

Si existe una constante en la tradición clásica acerca de la afirmación del deseo natural de felicidad, también constatamos que son muchos los pensadores que nos advierten de los peligros de poner en el lugar equivocado nuestras esperanzas de ser felices. Las tres “equivocaciones” más frecuentes —enumeradas, entre otros, por Aristóteles y santo Tomás de Aquino—, son los honores, los placeres y las riquezas.

Respecto a los primeros, podríamos resumirlos en el “engrandecimiento personal”. Muchas personas aspiran a ser “importantes”, a que los demás les reconozcan su superioridad. El camino más fácil es la conquista del poder: un cargo desde el cual ejercer el mando sobre el prójimo. Sabemos cómo esta pista no resulta siempre gratificante: se asumen responsabilidades que a la larga abruman; surgen las críticas, las difamaciones y las murmuraciones; no es infrecuente que el poder “aísle”, y cuando se pierde, el ambicioso se queda solo, abandonado por los amigos que se habían demostrado tales en los momentos de gloria, pero que eran solo unos oportunistas. También suele suceder que la ambición desmedida de poder corrompa el corazón, que se vuelve cruel y vengativo.

Shakespeare retrató a varios reyes que experimentaron los aspectos más duros del poder. Comencemos con el mejor, desde el punto de vista moral: Enrique V. El rey, se encuentra en medio de sus soldados antes de la batalla de Azincourt. No es reconocido, pues se oculta bajo un disfraz, y puede observar y escuchar a sus súbditos con libertad. En esos momentos, envidia la suerte de las personas normales. Todo el fasto y el lujo de su realeza no es suficiente para poder pasar una noche tranquila reposando en paz, pues «ni el crisma de la unción, ni el cetro, ni el globo, ni la espada, ni la maza, ni la corona imperial, ni el traje de tisú, de oro y de perlas, ni la cortesanía atiborrada de títulos que preceden al rey, ni el trono sobre el que se sienta, ni las altas orillas de este mundo (…) nada de todo eso, depositado en el lecho de un rey, puede hacerle dormir tan profundamente como el miserable esclavo que, con el cuerpo lleno y el alma vacía, va a tomar su reposo, satisfecho del pan ganado por su miseria».

Otro de los reyes de Shakespeare, Ricardo III, consigue el poder después de cometer asesinatos y traiciones a diestra y siniestra. La felicidad anhelada se troca en desesperación, antes de su muerte, en el campo de batalla de Bosworth:

Mi conciencia tiene mil lenguas separadas, y cada lengua da una declaración diversa, y cada declaración me condena por rufián. Perjurio, perjurio, en el más alto grado; crimen, grave crimen, en el más horrendo grado; todos los diversos pecados cometidos todos ellos en todos los grados, se agolpan ante el tribunal gritando todos: «¡Culpable, culpable!». Me desesperaré. No hay criatura que me quiera: y si muero, nadie me compadecerá; no, ¿por qué me habían de compadecer, si yo mismo no encuentro en mí piedad para mí mismo?

Su ambición desmedida corrompió por dentro su alma.

Pero quizá el ejemplo más extremo de la degradación humana a la que lleva la ambición del poder lo encontremos en los Macbeth, el matrimonio protagonista de su obra de teatro más breve. La historia es muy conocida: fiándose de unas profecías pronunciadas por tres brujas escocesas, e instigado maléficamente por su mujer, Macbeth asesina al buen rey Duncan para hacerse con el poder. Poco después de cometer el regicidio, Macbeth comienza a oír voces en su interior. Le comenta a su mujer:

Me pareció oír una voz que me gritaba: «¡No dormirás más!... ¡Macbeth ha asesinado el sueño!».

Expresión que no solo se refiere a que dio muerte a Duncan mientras dormía: ahora Macbeth ya no tendrá ningún sueño reparador, pues le remorderá la conciencia.

Cuando Lady Macbeth dice a su marido que se lave las manos manchadas de sangre, este exclama:

¿Todo el océano inmenso de Neptuno podría lavar esta sangre de mis manos? ¡No! ¡Más bien mis manos colorearían la mar inmensa, volviendo rojo lo verde!

La historia termina mal para los esposos Macbeth. El rey llega a una conclusión antropológica terrible:

La vida es una sombra que camina, un pobre actor que en escena se arrebata y contonea y nunca más se le oye. Es un cuento que cuenta un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada.

La primera senda para encontrar la felicidad explorada por multitud de hombres se demuestra falsa, y se presenta ante los ojos del ambicioso en toda su vacuidad.

En el segundo equívoco —buscar la felicidad en los placeres, en una vida cómoda, en “pasárselo bien” sin lazos que me atan a obligaciones enojosas— caemos otras muchas veces. Tendemos a lo placentero y huimos del dolor. La sociedad contemporánea —aunque encontramos los mismos elementos, con matices, en otras épocas de la historia— nos “vende” una felicidad hecha de sensaciones fuertes, que hemos de experimentar si no queremos quedar al margen del grupo de personas cool. Pero también este camino frustra: el placer de las cosas de este mundo no termina de saciar, y la persona sensual aspira siempre a más, en una espiral hacia el infinito que con frecuencia termina en el derrumbe psicológico. Droga, alcohol, sexo, lejos de ser liberadoras, se manifiestan como gruesas cadenas que esclavizan el alma humana, ataduras que la ciencia de la psicología denomina “dependencias”.

En este ámbito, la galería de personajes literarios que encarnan modelos antropológicos reales es casi infinita. Don Juan —en todas sus versiones, desde Tirso de Molina a José Zorrilla, pasando por Byron, Pushkin y un largo etcétera— se nos aparece como una figura triste, que trata a los demás como objetos para satisfacer sus deseos sensuales. Según Ramiro de Maeztu, «la visión de don Juan realiza imaginativamente el sueño íntimo no solo del pueblo español, sino de todos los pueblos», pues don Juan es «la encarnación del capricho absoluto»[3]. En efecto, su actitud de ir contra las leyes divinas y humanas, contra los convencionalismos y las costumbres, en definitiva, la encarnación de la pasión sin límites morales, es para muchos como la quintaesencia de la libertad. Se cree que ley y libertad son opuestos, y el lector se proyecta en la figura de don Juan, que se desentiende, alegremente y sin remordimientos, de los principios morales y de las consecuencias de sus actos. Pero también los don Juanes acaban hastiados de sí mismos. Don Juan es uno de los típicos representantes del estadio estético de la vida, donde solo hay superficialidad, sensualidad, diversión, con una ausencia total del sentido de la existencia. Con palabras de Kierkegaard, «toda concepción estética de la vida es desesperación, y todo aquel que vive estéticamente está desesperado, tanto si lo sabe como si no»[4].

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