Cojo un taxi hasta mi destino y me repito varias veces durante el trayecto en voz alta, el taxista parece que no se ha dado cuenta, que tengo que ser fuerte para enfrentarme a Alejandro con determinación. No puedo flaquear ante sus seguros intentos de desviar el tema y entretenerme con sus perfeccionadas dotes de embelesamiento y seducción.
Entro en el impresionante edificio y casi me parto el cuello mirando hacia arriba buscando su final. Es más extraordinario viéndolo de cerca. Tardo en convencer al seguridad de que me deje pasar sin acreditación. Mis dotes femeninas de convicción, añadidas a mi sonrisa de niña perdida que necesita ayuda, no han servido de nada. Las puertas se han abierto ante mí, literalmente hablando, cuando le he dicho que soy la novia de Alejandro Fernández y que tendría problemas si no me permite entrar.
No tardo demasiado en subir hasta el piso 212. La lanzadera en la que me encuentro nada tiene que ver con un ascensor normal. Miro alucinada la modernidad y funcionalidad de espacios y mobiliario en cada parada de aplanta. Me tranquilizo ante tanta maravilla. La belleza de lo que me rodea consigue aplacar mis nervios lo necesario para no convertirme en Quimera, el monstruo tremendamente feo de la mitología griega que estudié en una optativa y que siempre me ha producido pesadillas.
El pitido del moderno y veloz ascensor me atrae al mundo real y me doy cuenta de que es la mía. Salgo de él con reticencia. Estoy segura de querer estar aquí, no me arrepiento en absoluto, pero me aterroriza pensar con lo que me puedo encontrar. Es posible que no esté preparada para lo que mis oídos van a escuchar.
«Da igual. Sólo quieres sinceridad».
Exactamente.
Vuelvo a asombrarme con lo presuntuoso del lugar. Es fascinante. Todas las paredes son de cristal ahumado. El suelo de mármol gris exhaustivamente pulido y abrillantado. Mobiliario de acero a juego con las grandes lámparas de cristal que cuelgan del techo. La elegancia es sobrecogedora, me conmueve. Avanzo unos metros sin encontrar a nadie en el gran hall.
—Buenos días, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?
Giro sobre mis preciosos peep toe beis de ocho centímetros y me encuentro con una chica de unos veinticinco años, rubia y con una gran sonrisa detrás de un mostrador sobre el que puedo leer en letras grises y grandes pegadas sobre la pared de cristal, MKD. Es ridículamente guapa.
—Buenos días, ¿podría ver al señor Alejandro Fernández? —pregunto mientras camino hacia donde se encuentra y le devuelvo la sonrisa.
—Siga este pasillo de mi derecha. Encontrará a su secretaria al fondo de la sala.
—De acuerdo. Gracias.
Camino el interminable pasillo flanqueado por puertas a los lados y paredes de cristal que encierran despachos con gente trabajando. Son todos muy parecidos. Visto uno, vistos todos. La sobriedad se repite en ellos. Al momento siguiente, se abre ante mí otra sala, mucho más grande que la anterior y, como me ha informado la rubia despampanante número uno, me encuentro con la rubia despampanante número dos sentada tras una mesa acorde con la decoración de toda la planta. Lo que llama mi atención y consigue distraerme son los grandes ventanales de cristal que van desde el suelo al techo y que ocupan toda la pared del fondo. Tiene suerte de trabajar en un lugar como este. Se ve casi toda la ciudad. Es imponente. Nota mi presencia y levanta la cabeza en mi dirección.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —sonríe agradable. ¿Le enseñan esa frase en un curso intensivo antes de entrar a trabajar aquí? ¿Después de preseleccionarlas de un catálogo de lencería cara? Arrgg. Estoy celosa. Mucho.
—Buenos días. Me gustaría ver a Alejandro Fernández —digo decidida. Si no titubeo, puedo parecer más convincente.
—¿Tiene cita? —mira extrañada lo que debe ser su agenda—. Está reunido hasta las nueve y media.
—Ehhh. No, pero estoy segura de que…
—¿Está Alejandro? —escucho una voz estridente detrás de mí. La reconozco al instante. Es la misma por la que Alex me colgó ayer por la mañana. Giro para encontrarme con Marina de la Rosa. La recuerdo de la noche de la inauguración en la exposición de la galería.
Nos miramos. No nos conocemos de nada, pero nuestro sexto sentido nos alerta de alguna manera. No nos gustamos. Jamás seremos amigas.
—Y tú eres… —no se acuerda de mí, o no quiere acordarse. Dice quitándose unos guantes de seda blanco roto a juego con toda su indumentaria muy al estilo Audrey Hepburn. Tiene el pelo negro recogido en un moño clásico y la tez blanca y tersa como el algodón. Parece un poco mayor que yo, pero no lo aparenta. Es impresionantemente elegante. Me alegro de haberme arreglado hoy un poco más de lo habitual.
—Daniel. Daniel Sánchez. Directora de la galería D'ARTE —no le ofrezco la mano. Las dos tenemos claro que no hace falta la falsa cortesía entre nosotras. Parece caer en la cuenta de algo.
—Álvaro no tiene despacho aquí. Estás muy desorientada —dice despectiva. Me hierve la sangre al momento por varias razones. Parece conocer muy bien a los dos y estar familiarizada con ellos. Definitivamente está al tanto de sus vidas.
—No estoy buscándolo a él —pero no pienso decirle por qué o por quién he venido.
Me mira de arriba abajo un par de veces. Sonríe displicente y decide pasar de mí. Me alegro, no aguantaría durante mucho más tiempo sus impertinentes frases, su voz chillona ni su retadora mirada. Me carga al instante. No sé quién es, ni lo que hace aquí ni qué relación le une a los dos hombres más importantes que han pasado por mi vida, pero la odio al instante. Es físico y emocional. Todo se une para alertarme de que estoy ante una persona tóxica. He tardado en reconocerlas, pero he conseguido distinguirlas del resto de la gente.
—Lo esperaré en su despacho —indica la señorita impertinente a la rubia secretaria a la que no se le ocurre llevarle la contraria.
La perdemos de vista al instante. Cierra la puerta que tenemos a la derecha y desaparece tras el enorme cristal ahumado. Nos quedamos en silencio y me recompongo al instante. No es difícil adivinar de qué tipo de mujer se trata. De familia adinerada. Nunca ha tenido problemas en conseguir lo que quiere, es más, todo el mundo se le ofrece gustoso. Una niña bien. Hija de un magnate a la que nunca le ha faltado nada. Acostumbrada al lujo y a la comodidad. «Y se folla(ba) a Alejandro». De verdad, no era necesaria la puntualización. Tras este pensamiento siento la vena de mi frente bombear sangre con brusquedad. Tengo que tranquilizarme. La secretaria me sonríe.
—Si lo desea, puede esperarlo —me señala unos sofás de cuero blanco de diseño con patas de acero situados a mi espalda.
Miro el reloj y sólo falta media hora para que acabe su reunión. Puedo esperar ese tiempo. No es demasiado. Y tampoco importará si llego tarde al trabajo. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué me echen? No es tan malo. Ahora mismo lo único que me apetece es desaparecer durante un largo período de tiempo y perder de vista a los dos.
—Gracias —la secretaria no me cae mal del todo.
Giro y mi cuerpo se tensa al instante. Lo veo llegar, con traje de dos piezas negro, camisa blanca y corbata fina negra. Impresiona. Un calambre me recorre la piel y el cuerpo me traiciona. Maldito seas. Toda yo me alerto ante lo que me hace sentir. No puedo controlarlo. Me atrapa y me envuelve. Consigue cortarme la respiración durante varios segundos. Lo acompaña la rubia de impresión número uno. La que estaba tras el mostrador de recepción. Camina a su lado sin acercarse demasiado, medio paso por detrás con un iPad en la mano apuntando lo que mi arrogante y dominante dios del sexo le dice. Nuestras miradas se encuentran.
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